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SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

17 abril 2024

Después de platicar con el abuelo mi ánimo se apacigua. Hablar sobre Rubén Aburto Pineda y ser escuchado por Lapo me sentó bien. El abuelo me provoca más conversaciones sobre conocidos mutuos. Serapio es un buen conversador. También sabe preguntar y sabe escuchar. Oiga abuelo ¿usted recuerda aquella charla de Juan De La Cabada aquí en la placita de lo que ahora es un cruce vial entre las calles Cuauhtémoc y Altamirano? ¿Cómo  olvidarla?, respondió. Escuchar a Juan era un privilegio. Recordando ese asunto nunca me explicaste cómo aterrizó en Zihuatanejo el campechano. Mire abuelo, en el año de 1976 circunstancialmente conocí a Armando Federico González Rodríguez, en ese entonces él trabajaba para el ayuntamiento y estaba como responsable de la oficina de obras públicas. El presidente municipal era Gumersindo García Martínez, originario de Etla, Oaxaca. Bien, entonces yo era muy asiduo a escuchar en la ciudad de México, Distrito Federal la música folclórica latinoamericana y había en la avenida Revolución, al sur de la ciudad una peña llamada El Cóndor Pasa, ahí tocaba un buen grupo cuyo nombre era el mismo de la peña. A fuerza de asistir a oírlos acabé teniendo la suficiente confianza para invitarlos a conocer  Zihuatanejo, pidiéndoles que nos brindaran un recital. Aceptaron de buena gana sin cobrar. Me haría cargo de su hospedaje y alimentación.

El edificio de la presidencia municipal era un modesto inmueble de dos plantas. En la planta alta despachaba el presidente, el secretario del ayuntamiento y había el salón de cabildos. Dos puertas corredizas de vidrio, separaban las oficinas de un balcón con barandal que daba de frente a la plaza colindante con la cancha de baloncesto construida sobre la playa Principal de manera que desde el balcón se apreciaba el espacio público de la plaza y toda la bahía.

Solicité permiso al ayuntamiento para que los folcloristas tocaran en ese balcón. El día elegido para oírlos fue un domingo por la tarde. Después de comer, subí al ayuntamiento donde quedamos de vernos con los músicos para instalar los equipos de sonidos y hacer las pruebas correspondientes. Ahí fue donde la cucha torció el rabo, abuelo. Todo se nos dificultó, hasta que apareció un camarada delgado, trigueño, poquita melena y un bigote a la Emiliano Zapata, repartiendo sonrisas, como dice la poesía: “…como si fueran programas para una función….”. Hola amigo, me dijo, agregando ¿Puedo ayudarte? ¡Claro que puedes!, pensé. Por supuesto, respondí. Ese era Armando Federico. Generoso y participativo. El problema quedó resuelto y en la tarde noche la gente disfrutó de un maravilloso espectáculo acústico.

El abuelo me interrumpe: Oye, pareces crinolina. ¿Porqué?, respondí. Das muchas vueltas antes de llegar al punto. ¡Abuelo! Sucede que Armando Federico es el eslabón de la cadena que posibilitó posteriormente la presencia de Juan de La Cabada.

Continúo, abuelo. Al año siguiente muere mi papá, Don Víctor Reyes Ruiz y entonces abandono la ciudad de México para establecerme temporalmente en Zihuatanejo. Mi padre había sido por algunos años comandante de la policía municipal y murió como tal en el período de Gumersindo García.

Días después del funesto acontecimiento, platicando con el presidente municipal me invita a colaborar como auxiliar de Armando Federico, debido a que pronto éste sería el candidato del PRI a la presidencia municipal. Así continúo mi amistad con este gentil hombre. Siendo ya presidente municipal, me invita a colaborar como secretario del ayuntamiento y es ahí donde nace un ciclo de conferencias magistrales, impartidas por figuras mexicanas y extranjeras. Todos los conferencistas fueron invitados personales de Jaime Labastida, sin él ni una sola conferencia habríamos podido disfrutar los zihuatanejenses. Jaime decidió invitar a Juan De La Cabada y a Luis Spota para abrir el ciclo ¡Menudo banquete! Coincidentemente estaba de vacaciones en el puerto Luis Suárez, amigo de Gabino Fernández Serna. Enterado éste de la próxima conferencia ofreció invitar a Luis Suárez a fin de que participara en la misma, de manera tal que asistirán tres conferencistas. Por supuesto que la idea entusiasmó. La conferencia se llevó a media cuadra de nuestra casa, abuelo. La plaza estaba sobre la calle Cuauhtémoc, frente a la actual biblioteca municipal. El piso era de adoquín y estaba bien iluminado. De La Cabada y Spota llegarían con Armando Federico, Suárez lo haría con Gabino. Se colocaron cuatro modestas mesas tapadas con un paño verde y sillas para cinco personas; un micrófono para el conductor y otro para compartirlo con los conferencistas. Al fondo, no más de 100 sillas para los asistentes, pensamos que eran suficientes para un acontecimiento cultural al que, equivocadamente pensamos, no irían mucho público, a pesar de la difusión hecha en la radio local.

Cuando llegaron a la plaza De La Cabada y Spota, para nuestra alegría ya había casa llena. Esperamos la llegada de Suárez que no tardó. Vestía casualmente pero muy propio: pantalón beige de pinzas y una guayabera blanca que le hacían resaltar el color negro de las cejas abundantes, extendidas como alas de zanate.

Por su parte Luis Spota llegó más esport, mientras Juan De La Cabada traía un pantalón ajado, una guayabera blanca, mangas largas con un solo doblés, sin abotonar. Su piel blanca transparente y una rala cabellera desordenada, un poco larga. Todo su continente reflejaba su carácter transgresor, libre, indiferente a las opiniones ajenas, dueño de sí mismo y sabedor de poseer un poderoso imán que atrapaba miradas y atenciones de quienes tenían la fortuna de oírlo narrar.

Los Luises usaban lentes, no así Juan. Sus ojillos se movían sin descansar hacia el auditorio, hacia los Luises, hacia la mesa esperando la invitación a sentarse. Claramente Juan De La Cabada Vera recibía pleitesía de sus colegas. Lo veían con respeto y admiración por su talento literario. No sólo por sus cuentos sino por su extraordinaria calidad para narrar. Era como el coyote de los ranchos cuando baja por la noche al árbol donde duermen las gallinas y empieza a dar vueltas alrededor del tronco mientras suelta su vaho hasta lograr que caiga en sus fauces la primer gallina. Así De La Cabada , una vez empezando a narrar nadie escapaba de su magia. Con gesto amable Armando Federico invitó a los intelectuales a tomar asiento, nuevamente la figura del narrador se impuso cuando al parejo Spota y Suárez cedieron el honor para que el campechano fuera el primero en sentarse. El gesto era un doble reconocimiento a su edad y a su estatura literaria.

Cuando De la Cabada llegó a Zihuatanejo fue hospedado en un hotel de Ixtapa, en ese tiempo la relación de los hoteleros con el gobierno municipal era magnífica. Los primeros hospedaban y alimentaban a los conferencistas sin cargo al erario municipal. El ayuntamiento ponía los boletos de avión para el ponente y un acompañante. Al llegar De La Cabada al hotel fue registrado y su maleta cargada por un bell boy que amablemente le pidió que lo siguiera al elevador para llegar a su habitación. El escritor le pregunta que porqué no subir por las escaleras. Son tres pisos señor. ¿Piensas que soy un viejo Pen….jo ? mira caón voy a llegar antes que tu y así sucedió. Subió trotando la escalera y cuando llegamos al piso ya estaba sonriendo burlón frente a nosotros. Claro que esperamos un poquito a que el elevador estuviera dispuesto para subir. El escritor era de temperamento brioso.

Había que iniciar. Ya muchos asistentes estaban parados por la falta de sillas y necesitábamos ponernos de acuerdo quien abría y quien cerraría las charlas. El tema era cuentos y novelas. Recuerde abuelo que Luis Suárez era periodista de oficio y que al no ser considerado originalmente en la conferencia, no fue incorporado en la información al público y ya no se podía modificar las lonas alusivas a la tertulia literaria. Así las cosas, los Luises propusieron que fuera Juan De La Cabada el iniciador, seguido de Spota y al final Suárez. ¡Esa fue una noche perfecta! Juan se paró, tomó el micrófono y sin más contratiempos saludó a los asistentes y empezó una alucinante noche donde la voz del narrador nos paseó por tan diferentes escenarios que nos sentimos parte de sus cuentos.

Quienes estaban encantados literalmente eran los Luises. No parpadeaba, seguían la figura del maestro y su dominio del escenario. Un cuerpo con vitalidad brillante, que poco a poco crecía hasta convertirse en uno con el público. Pasaron los minutos. Pasó la primera hora y Juan seguía hablando y la concurrencia escuchando sin ánimo de retirarse. Pronto y sin congoja se consumió la segunda hora. ¡Dos horas sin parar de hablar y conservando el entusiasmo total de sus escuchas! ¡Qué poderosa la palabra en boca de Juan De La Cabada! Nadie se notaba fatigado entre el público y en cuanto al maestro el único signo visible de su desgaste físico se notaba en su guayabera ensopada por el sudor. Pasada las dos horas Juan paró y la noche se tornó en una locura de aplausos que sacudió la tranquilidad del lugar. El público sentado se puso de pie y los que estaban parados estallaron en gritos de alegría. ¡Imposible que hubiera espacio para escuchar a alguien más! Los Luises lo supieron. Cruzaron miradas y abrazaron a Juan. No era momento para ellos. Se rindieron ante la genialidad del narrador. Ellos mismos eran activos entusiastas de la gloria del maestro. Juan desbordaba entusiasmo. Estaba satisfecho. Había disfrutado la velada. No era una conferencia más en su currículum. Ciertamente no impartió su conferencia en el seno de una institución académica prestigiosa ni en un centro cultural extranjero de renombre, pero, ahí está el pero, lo hizo con una pasión rayando en la locura y fue igualmente recompensado por la audiencia.

Después de concluido el vaivén de la conferencia Armando Federico nos invitó a cenar a su restaurante La Rana y La Tortuga que se localizaba en la esquina de la actual calle 5 de mayo y Juan N. Álvarez . Nuevamente surgió el temperamento del campechano. Estábamos sentados alrededor de una mesa redonda y justo atrás de mi había un grupo de gringos donde uno de ellos, frondoso por cierto, casi estaba pegando su espalda a la mía, de manera tal que cuando un mesero quiso pasar le resultaba imposible hacerlo a menos que el gringo o yo nos moviéramos. Quizá por conocerme, el trabajador amablemente me solicitó que me parara para poder pasar, eso fue suficiente para que De la Cabada estallara preguntándole que por qué me solicitaba a mí y no al estadounidense que se hiciera a un lado. Después el gringo sufrió la ira desbocada de Juan y el condimento de adjetivos calificativos que fluían en un lenguaje más que florido. Con el rostro enrojecido empezó a sudar sin entender una palabra de lo que le decían, pero seguro de que el era el destinatario de tanto cariño no solicitado. Finalmente Spota con sumo cuidado ofreció un trago de tequila logrando que el huracán poco a poco se tornara en una brisa dulce y suave que se apoderó de los comensales hasta llegar a ser un delicioso postre coloquial.

Ahora llegaste al centro de la cuestión, apuntó el abuelo.  Afortunadamente las vueltas que diste valieron la pena. Gracias abuelo

Al micrófono Juan de la Cabada, a su izquierda Luis Spota y Armando Federico.

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