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SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

El cielo está pintado de rojo del lado que cae el sol al mar. Otras son nubes blancas, aborregadas. Niños en la calle se arremolinan buscando figuras celestiales formadas en los nubarrones, gritando y saltando cuando creen haber encontrado un dragón, toro o cualquier perfil humano o animal. Lapo pasa junto al grupo bullicioso. Los mira divertido, musitando tabardillo, tabardillo… eso es lo que son estos chamacos y continúa su camino, tratando de no llegar tarde al punto de reunión. La cuesta no está muy empinada, pero si es larga. Al final de la misma columbra las figuras que poco a poco se aclaran cuanto más se acerca.

Todos los pueblos tienen figuras emblemáticas que marcan época. Zihuatanejo los tiene, los tuvo y los tendrá en abundancia. Lapo se frota la oreja, que según las circunstancias puede interpretarse como placer o enojo anticipado. Ahora las figuras columbradas adquieren claridad, son tres hombre y cuatro sillas. Ya lo están esperando en la calle terregosa. En el suelo una botella de tequila, no hay vasos solo un plato plano de vidrio con limones enteros, sal y un cuchillo. Todo sobre un banquito de madera de tres patas. Después de saludarlos ocupa la silla vacía. Dedica una mirada a cada uno de los integrantes del trio, como tratando de retener cada detalle del rostro, de la voz, de la ropa, escudriñando de afuera hacia adentro,  buscando saber más de las entrañas sin soslayar lo que salta a la vista. Es un hábito de Lapo, un ritual silencioso que lo prepara para escuchar. Los cuatro hombres están sentados en círculo. Frente al abuelo esta Antero Alemán. Prieta la piel, salpicada de manchas blancas, causadas por una enfermedad que provoca la pérdida de pigmento en ciertos lugares del cuerpo. Antero, como casi siempre, trae una camisa manga larga desabotonada; un sombrero de palma echado para atrás; su labio inferior manchado hace que resalte la sonrisa burlona que al convertirse en carcajada se torna contagiosa, borrando todo rastro de ironía. Sus ojos y pelo son de color negro. El abuelo no recuerda la última vez que lo vio sobrio, si recuerda que el alcohol nunca lo ha doblado, nunca lo ha tirado. Quizá sea un maestro en la dosificación del tequila. A la derecha de Serapio está Jesús Oregón. Menos jocoso que Antero, de tez blanca,  rostro angulado, cabeza de hurón con pelo lacio. Como siempre, anda sin camisa. Buen socio del tequila, pero a él, a diferencia de Antero, frecuentemente lo dobla, tanto que años después le costaría perder la vida. En el pueblo lo conocen cariñosamente como la Chiva. A la izquierda de Serapio, está El Pelicano, Pillo Gutiérrez, de caminar y voz pausada. Es el más alto de los tres. En su rostro resalta su gran nariz aguileña, y al igual que sus compañeros tiene un trato filial con el tequila.

Conversar con el trio es una apuesta a cualquier cosa. Lapo lo sabe y está decidido a no sorprenderse del rumbo que pueda tomar la charla. Antero abre la tequila, en tanto La Chiva corta dos limones a la mitad y El Pelicano agrega un poco de sal de grano en el plato. Lapo bautiza la tequila, arruga la cara y toma un pedazo de limó con sal y lo chupa soltando un ¡aaah! Largo, sin dejar de fruncir el rostro, provocando burlas de los compañeros. Así, de boca en boca, la tequila cierra la primera ronda. Todos chasquearon la lengua después del primer trago. La charla no tenía rumbo. Poquito de esto, más de lo otro. A veces hablaban dos al mismo tiempo sin poder entenderles a ninguno. Con voz pastosa, consecuencia de la tequila, Antero pidió la atención para decirles el respeto que le guarda a Juana Galeana, Mujer mayor y sola, que lleva con gallardía y abnegación el cuidado de su nieto Ismael Gutiérrez. El muchacho también es nieto de Cruz  Gutiérrez. Por esos caminos de Dios y que solo el todo poderoso conoce, Ismael , desde que nació, no puede valerse por el mismo. Depende totalmente de la abuela, esa casita humilde, separada del barrio del Mitote por una calle, tiene una hamaca en la mediagua, y en ella reposa la mayor parte del día el nieto. Veo a Juana delgada, pero debe tener bien puesto el corazón para cargar al muchacho que lleva más de veinte años  así. Lapo escucha atento la voz de Antero que empieza a quebrarse. Hay un silencio incomodo en el grupo. Pillo se para, estira las piernas y sin mirar a ninguno afirma que uno no siempre puede explicar las cosas de la vida. Ahí tienen el caso del gringo Ayón. Un hombre inteligente, correoso, de buen tamaño, que terminó con la mente extraviada. En sus tiempos era líder de la CROM. Mientras pudo defendió a los estibadores. Cuando los dueños de los barcos contrataron a Salvador Espino como su administrador,  se daban buenos agarrones. Cada  uno defendiendo sus intereses. Que cosa más curiosa, ninguno de los dos nació aquí. Espino Petatleco y Ayon pue que aquí, pue  que Michoacano. No se de donde canijos, ni quien sacó eso de decirle gringo. Su padre era de origen francés y trabajó en las minas de oro de La Mira Michoacán. Su apellido era Di Boca. De manera que el nombre del gringo que no era gringo,  era Pedro Di Boca Ayon. Mira Lapo, aquí es donde la cucha torció el rabo, y no me queda claro que fue lo que paso, hay más de un rumor tratando de explicar la causa de su padecimiento. Ustedes los conocen. Dicen que una enfermedad venérea mal atendida lo puso al borde de la muerte. Desde entonces no fue el mismo. Ahora lo vemos caminar por las calles, platicando animadamente consigo mismo, siempre sonriendo. No recuerdo haber visto un color como la piel de su rostro: Un rosa brillante. Sus ojos pequeños mirando al suelo y esa forma de caminar tan de él, cargando el cuerpo sobre su lado derecho y moviendo los brazos como queriéndote abrazar, pero sin verte. Era de carácter recio pero la enfermedad lo torno manso, viviendo en un mundo donde solo existía él. Los chamacos le sacan la vuelta, aunque el hombre ni los mira. Así es la vida. Cuando Pillo concluyo, su audiencia asentó con la cabeza. Sin duda  que solo Dios sabe porque pasan las cosas apuntó La Chiva. Un caso sonado, dijo fue resultado del vicio de apostar en las barajas. Déjenme platicarles lo que paso allá  por el treinta y ocho. A unas cuantas cuadras de aquí. Había gente enviada por el General Lázaro Cárdenas para dotar de ejido al pueblo. Ya existía una oficina de telégrafos. Al telegrafista le gustaba de corazón la baraja. Entre la gente enviada por el General Cárdenas había un ingeniero que traía la tarea de medir la tierra de los hacendados, con la que se crearía el ejido. Pedacitos de la hacienda de La Puerta, pedacitos de La Hacienda de Agua de Correa y un sopito de Adrián Leyva. Un domingo por la tarde el ingeniero y el telegrafista junto con otros camaradas se sentaron a jugar. En las primeras manos la suerte los apapachó parejo, pero alternadamente. Después de dos horas, la balanza puso frente a frente al telegrafista y al ingeniero, a los otros los despeluncharon. Con la frente arrugada y sudorosa el telegrafista se desesperaba, era mucho el dinero en juego. Las bolsas del pantalón estaban vacías. Ya no había dinero a la vista, solo el montón que tenía el ingeniero, quien dando por terminada la partida, se levanta con la intención de retirarse. Y ahí es donde mete la cola el diablo, el telegrafista le pide otra oportunidad para continuar jugando, mientras va por más dinero. Petición aceptada. El juego continua, pero la suerte definitivamente esta del lado del ingeniero. Cuatro candiles humeantes iluminan la mesa. ¡Nada cambió!. El telegrafista perdió todo. Desesperado respinga y en un arranque de furia saca la pistola y la cerrajea, viene el diablo le jala el gatillo, se le va el tiro y para desgracia del ingeniero la bala le pega en una pierna. Asustado, huye el telegrafista, y el ingeniero lejos de su tierra desangrándose y sin doctor que lo atienda muere.

 Cuantos grandes sucesos para un pueblo pequeño les dice Lapo y se despide.

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