Lo peor de
nosotros
Raymundo
Riva Palacio
Los
mexicanos somos xenófobos y racistas. No es nuevo. Somos hipócritas y
sibilinos, que al escudarnos siempre en sonrisas y calidez al primer contacto,
proyectamos una imagen contraria a lo que somos debajo de la epidermis.
Discriminamos por el color de la piel, por condición socioeconómica, y hasta
por la forma como se habla y viste. Usamos palabras para marcar las diferencias
–como al emplear nacos, indios y fifís genéricamente,
y georeferenciar el racismo, como cuando al describir comportamientos se habla
de los “satelucos”-. Hemos dividido la Ciudad de México en corredores
socioculturales que levantan fortalezas de norte a sur y de oriente a poniente,
edificados desde una edad temprana, cuando los niños y las niñas cursan la
primaria.
La nuestra
es una sociedad refractaria, rígida y hermética, aún entre nosotros mismos. Muchas
veces no queremos ver los monstruos que llevamos dentro. Somos de una
cordialidad extrema cuando decimos como parte de nuestros modales “la casa de
usted” cuando hacemos una referencia al lugar donde vivimos, sin que en la
mayoría de las veces demos pasos para adelante. ¿Cuántas personas que suelen
decir eso como muletilla de urbanidad pasan a la siguiente fase y abren
realmente las puertas de la casa de uno al extraño? Nos excedemos en atenciones
cosméticas y siempre decimos a quien hacía años no veíamos: “Qué gusto verte. He
estado pensando mucho en ti. ¿Cuándo nos tomamos un café?”. La respuesta es
idéntica. Sabemos que eso no se siente ni se piensa, pero forma parte de un
código de comunicación muy mexicano, y muy falso.
Vivimos en
una sociedad compleja. Recuerda a veces la japonesa, donde los grupos sociales
son cerrados y muy difíciles de penetrar. Quienes van a las escuelas
pre-escolares adecuadas, irán a las primarias, secundarias y
preparatorias correctas para ingresar a la Universidad de Tokio,
estar en los clubes sociales de las élites, en donde se casarán, escalarán en
los trabajos y llegarán con solidez a la política. Quienes no recorren ese
camino tendrán una vida más azarosa y de posibilidades acotadas. A veces, atisba
espejos de sociedades podridas donde no queremos reflejarnos, como el fanatismo
ideológico llevó a genocidios como en Camboya, o las diferencias de clase que provocaron
la tragedia de Ruanda, o la manipulación de los políticos que enfrentaron a una
sociedad, como en Venezuela.
No hemos
llegado a situaciones extremas, pero no hay nada que impida una evolución hacia
esos estancos indeseables, porque no estamos reflexionando lo suficiente en
cómo la crisis migratoria ha galvanizado nuestros viejos traumas y hecho
florecer, por obra y gracias de las redes sociales, la xenofobia y el racismo.
La sumisión gubernamental ante los deseos del presidente Donald Trump para que
México le haga el trabajo sucio de contener la migración en el Suchiate, ha colocado
al presidente Andrés Manuel López Obrador en una contradicción.
La política
migratoria donde se llevó a cabo la protección de los derechos humanos de los
migrantes, sin matices ni orden, por la urgencia política
y existencial de revertir años de maltrato y corrupción de las
autoridades mexicanas en contra de las personas más vulnerables con las que
podrían toparse, por su condiciones de ser refugiados económicos o personas que
venían escapando de la muerte, fue tan éticamente acertada como increíblemente
desarticulada, que llevó al cambio radical urgente de dirección, ante las
amenazas comerciales de Trump. Los errores los pagamos caro todos, y en el caso
del gobierno, se sigue profundizando el costo. El racismo y la xenofobia son la
peor cara y han aflorado con velocidad.
Apenas en
octubre, la hipocresía mexicana se disfrazaba de solidaridad cuando al paso de
las primeras caravanas de hondureños la gente salía a ayudarlos con comida, con
ropa, o improvisaban sus vehículos como transporte colectivo para trasladarlos.
Los gobiernos locales abrieron albergues donde llegaban ciudadanos a expresar
materialmente su simpatía. Pero cuando comenzaron a taponearles la entrada a
Estados Unidos, el fenómeno se problematizó. Tijuana fue la primera llamada de
atención, donde el impacto de una asimilación forzada provocó que en breve
tiempo el apoyo a la migración se convirtiera en 70% de rechazo.
La
solidaridad se agotó cuando los mexicanos vieron que sus empleos e
infraestructura tendrían que compartirlos con extranjeros que estaban de paso.
Los discursos presidenciales de proporcionarles techo, comida y empleo,
aceptando las imposiciones de Trump para que se quedaran en México durante
meses mientras se procesaban sus solicitudes de asilo, se volvieron
contraproducentes. López Obrador insistió, profundizando el malestar,
anunciando creación de empleo para los migrantes –cuando se está desplomando el
empleo en México por su política de austeridad y la desaceleración económica-,
e inyección de recursos en El Salvador, cuando las carencias en medicinas y el
empantanamiento de los programas sociales han generado indignación en muchos
sectores.
Lo peor de
la condición humana emergió en México, al ver que los migrantes se convertían
en un grupo privilegiado por el gobierno a costa de su propio bienestar. Es
difícil argumentar con quienes se sienten afectados y despojados, que la
reacción desatada enferma a las sociedades de manera irreversible, con odios y
rencores que se incrustan en el estómago y envenenan el alma. Estar dispuesto a
dar algo a quien más lo necesita, siempre acompaña el discurso, pero es una
actitud que no prolifera cuando hay que actuar en consecuencia. No ayuda
un gobierno que hace de la lucha de clases un método para consolidar el poder,
volteando a unos contra otros. Así ha sido siempre López Obrador, quien sin
embargo no había vivido la contradicción de sus creencias y actitudes políticas
ni el búmeran que provocó. Urge que hoy tome otra bandera, contra la xenofobia
y la discriminación, y que calme al monstruo que despertó.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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