Agustín Basave
El presidente Trump ha vuelto a imponer
aranceles al acero mexicano (y vienen los del tomate). Ya había amenazado
eficazmente a México, en la misma arena arancelaria, para que le hiciéramos el
trabajo sucio en migración. Más aún, su gobierno continúa blandiendo la espada
de la guerra comercial contra China y amaga a Europa con ella. Y lo más
significativo: esas medidas proteccionistas le dan popularidad en su país. ¿Por
qué? ¿Qué está pasando?
Mucha gente está enojada. Las sociedades del
siglo XXI muestran una creciente irritación, inexplicable si sólo se toma en
cuenta que el conocimiento se ha democratizado, que cada vez más personas
tienen acceso a los avances tecnológicos y que en algunas mediciones la pobreza
ha disminuido. Las protestas empezaron en los años finiseculares de
globalización y consenso neoliberal por conducto de minorías altermundistas y
creció en esta centuria con la primavera árabe, el 15-M español, el Occupy
estadunidense y un largo etcétera. Hasta ahí parecía obvio, al menos desde mi
punto de vista, que la crispación era producto de la desigualdad, que se
exacerbó por las políticas fiscales regresivas y la desregulación y estalló en
la gran recesión de 2008. Todo apuntaba, pues, a una reacción contra la
derechización del mundo.
Pero luego irrumpieron en escena Donald Trump
y el Brexit y el análisis de la indignación social se complicó. Aunque se sabía
desde el principio que había un factor político clave –la corrupción de las
élites gobernantes y lo que Katz y Meir bautizaron como la cartelización de los
partidos–, empezó a cuestionarse la tesis de que en el ámbito socioeconómico el
principal problema era el abismo entre los de arriba que todo lo decidían y los
de abajo que de todo se enteraban. Sí, internet y las redes sociales
universalizaron la información y crearon sociedades más politizadas y
exigentes, pero Trump y los Brexiteers corroboraron que había otro factor tan
poderoso como el de la injusticia social: una resaca nacionalista, más cercana
a la derecha que a la izquierda, que retraía la ola global.
Veamos el caso de Donald Trump. No es fácil
comprender que sus votantes, irritados por un establishment tramposo y medios
sesgados y a menudo mendaces, hayan volcado su ira en las urnas a favor de un
multimillonario mentiroso que se ha beneficiado de las trampas que ha hecho en
complicidad con el sistema que ahora impugna. Si no tomáramos en cuenta que
capitalizó los más bajos instintos de una mayoría blanca resentida por la
inmigración resultaría inconcebible que un hombre privilegiado por la globalidad,
que debe gran parte de su fortuna a sus negocios en el extranjero, se
convirtiera en el adalid de los obreros que repudian la exportación de empleos.
El nativismo pudo más que el afán justiciero. La balanza se inclinó, así, por
un populismo derechista que redujo los impuestos a los más ricos.
El demos es electoralmente manipulado por un
nuevo cratos fascistoide. En el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido
en la Unión Europea se acusó a los líderes del movimiento antieuropeísta de
realizar un sofisticado operativo vía Cambridge Analytica, apoyado en datos de
Facebook. Algo similar podría inferirse de las elecciones de Trump en Estados
Unidos y Bolsonaro en Brasil. Pero en todo caso esas manipulaciones se apoyan,
a juicio mío, en un sustrato emocional del electorado más profundo y ancho que
el que lo precedió. Si bien podría afirmarse que la racionalidad no suele ser
el ingrediente decisivo de los comicios, tengo la impresión de que la
influencia de la reflexión fáctica ha llegado a su punto más bajo. El enojo que
campea a diestra y siniestra parece obnubilar el juicio de millones de
votantes.
Como escribí hace doce años, nacionalismo es
un término que pide a gritos deslindes conceptuales. En Europa tiene una
connotación negativa porque se emplea para aludir tanto a regímenes
expansionistas (Hitler) como a movimientos separatistas (ETA); en América
Latina posee un significado positivo porque evoca las luchas antiimperialistas
por la independencia y la soberanía. Yo lo entiendo como lo perfiló en el contexto
del romanticismo alemán su padre teórico, Herder, quien vio en las naciones
–todas– el sustento del orden mundial. “Ninguna doctrina que atente contra la
existencia de la diversidad nacional y la preservación del Estado-nación […]
puede en rigor considerarse nacionalista. Las ideologías que en nombre del
nacionalismo han pretendido avasallar naciones o desmembrar Estados y han hecho
del racismo y de la violencia sus banderas son degeneraciones” (El
nacionalismo, Nostra, México 2007, p. 16). Pero el ensimismamiento nacional
pare monstruosidades cuando se amanceba con las peores pasiones humanas.
Y el nuevo milenio trajo consigo ambas cosas:
emociones desbordadas proclives a la posverdad y un aislamiento xenófobo
causado por los perjuicios de la globalización e instrumentado,
paradójicamente, por los beneficios de la globalización.
Un mundo desigual con millones de miserables
sigue ahí, como si nada, mientras la humanidad se acerca al abismo del
aislacionismo comercial jingoísta. Hay que detener la transformación de la
aldea global en un globo aldeano, pero antes hay que evitar que una estéril
pugna contra la globalidad soslaye la madre de todas las batallas: la ofensiva
contra la desigualdad.
PD: La renuncia de Carlos Urzúa confirma tres
vicios que socavan a la 4T: 1) la prisa y la improvisación, 2) la confusión de
tecnocracia con técnica y el desprecio por la imprescindible labor de los
técnicos y 3) el espejismo de que la paridad peso-dólar es el indicador
económico más relevante.