Jorge Luis Reyes López
La mula siempre hacía lo que su regalada gana le daba. Seguía tolerándola porque ya le había salvado una vez la vida. Ese día, recién amaneciendo, salió para el Abrojal. Ya en lo profundo de la cañada, la vereda se dividía como si fuera la figura de una horqueta. A él le gustaba el camino de la derecha, solo que a Tula, así llamaba al animal, no se le dio seguir por ahí. Tula reculaba como queriendo reparar, mientras el jinete le soltaba las riendas y la picaba con las espuelas. Después de tres intentos se quedó quieto. Paseó la vista por ambos caminos; fue entonces cuando se percató del peligro. Decidió amagar con incitar a la mula para avanzar hacia la derecha y luego, sorpresivamente, picar las espuelas, moviendo bruscamente la rienda a la izquierda, mientras azotaba el cuadril de la mula. Pensando y haciendo.
Cuando las espuelas agredieron los ijares, en tanto era azotada, fue suficiente para que bestia y hombre, como un solo ser, salieran corriendo por la dirección no deseada, mientras a sus espaldas se oían los primeros disparos. Difícil que le pudieran pegar, porque los tiradores se quedaron sin ángulo desde donde estaban emboscándolo. Cuando salieron de la vereda y llegaron corriendo a la “y griega”, Tula y Cenobio ya no podían ser alcanzados por las balas. Desde entonces la ha consentido más que antes. Ahora le hace cariños, le habla con dulzura. Ya no la ve solo como una bestia útil para cargarlo, para transportarlo. Se acabaron los azotes. Las espuelas se las pone como adorno, pero nunca más las ha usado para castigarla. La cuarta, el chicote, son solamente un componente simbólico de su atuendo campirano.
A Tula y a él les falta un compañero que los una más en los días de largas caminatas, a veces a sol abierto, otras en noches cerradas o llenas de estrellas. Cuando la luna está llena, plena de luz, las siluetas entretienen a Cenobio. Esas sombras siguen siendo dos. Así no será más adelante. Lo ha platicado tantas veces con Tula, que ya no tiene duda de que han llegado a un acuerdo para que el tercer compañero sea bienvenido. Ella está de acuerdo en que sea un perro. Le puso como condición que lo trate bien y con cariño.
—¿Estás de acuerdo, Tula? —la mula movió las orejas y lo miró fijamente con sus grandes ojos negros. Cenobio ya sabía cuándo la mirada era una desaprobación o se solidarizaba con él. En la cuadrilla andaba un perro negro sin dueño. Deambulaba comiendo las sobras que tiraban a la calle los habitantes o robando a hurtadillas cualquier comida mal puesta. Tula nunca pateó al perro ni lo mordió. No lo hizo ni cuando los tábanos, esos haraganes vividores que le chupaban la sangre, la ponían de un humor peligroso. El perro sería bienvenido.
Cenobio ya había discutido con la mula el nombre del can. Se llamaría Bartolo. Serían una armoniosa trinca. Claro que había que alimentarlo, bañarlo y quitarle las garrapatas. Bartolo fue invitado. Aceptó de inmediato. El perro era grande, de orejas cortas y colmillos amenazantes. Llegando de la faena diaria, Cenobio descansaba. Pasado un rato salía con Bartolo a ver a Tula. Le había aflojado el juste, moviéndolo suavemente a los lados y levantándolo apenas unos centímetros del lomo. Nunca le quitaba el juste después de llegar sudada a casa. Había que esperar a que el cuerpo se enfriara para poder desensillarla y colgar la silla de uno de los mecates que colgaban del morillo del establo. Hasta entonces Tula podía comer.
Si comía rastrojo, podía tomar agua después; pero si era maíz el alimento, tenía que aguantar la sed al menos una hora, para evitar una hinchazón de la panza. Bartolo y Cenobio regresaban a casa. Ahí compartían alimentos. Pasada la digestión, Cenobio dormía. Bartolo daba una vuelta a la casa y al patio donde estaba Tula. Una vez hecho su rondín, el guardián se echaba al suelo, debajo de la cama de Cenobio, y dormitaba, solo dormitaba. Estaba atento a los ruidos del interior y del exterior de la vivienda. Defendería la casa y a sus compañeros. Bartolo ya había compartido el secreto de Tula y Cenobio: aquel que poco faltó para que Cenobio perdiera la vida de no haber sido por la terquedad de Tula.
Ya habían pasado cuatro años de aquella fallida emboscada. Sería la medianoche, de una noche oscura, muy oscura. Bartolo se levantó inquieto. Salió a buscar a Tula. La encontró despierta, arisca. Repetidamente rascaba el suelo con la mano izquierda y resoplaba con fuerza. El cuello lo usó para apremiar a Bartolo; este comprendió todo en un instante. Silencioso salió con premura en dirección a la casa. Parado en las patas, con manos y hocico, despertó a Cenobio. No ladraba, solo gemía con desesperación. Aturdido, Cenobio despertó y se sentó en la orilla de la cama. No entendía nada por unos segundos. Después presintió el peligro y entendió la desesperación de Bartolo. Se vistió rápidamente, se puso el sombrero, se argañó el gabán y, tomando la carabina, se fue en busca de Tula. No sabía por qué, pero pronto tuvo urgencia de salir corriendo. Bartolo estaba más desesperado. Pronto salieron los tres corriendo silenciosamente, alejándose de la casa en la profundidad de la noche.
—¡Sargento, la casa está vacía! —alguien le dio aviso. Nuevamente los planes del malhumorado sargento y de su pelotón se vieron frustrados por aquella mula que hacía lo que le daba su regalada gana.
About Author
Tambien Te Puede Interesar...
-
MAREMÁGNUM 266 – Fractura del Grupo Parlamentario local de MORENA
-
El ISSSPEG debe rescatarse, por el bien de los trabajadores – Tinta Jurídica
-
Entrega la ASE informes individuales de la cuenta pública 2024 – Tinta Jurídica
-
Guerrero a 176 años de su nacimiento – Tinta Jurídica
-
Guerrero se mantiene a la baja en delitos de alto impacto – Tinta Jurídica
