SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

Si los recuerdos son claros y precisos o etéreos y borrosos, no siempre dependen de la memoria. Buscar un sencillo método que facilite traer girones del pasado al presente podría ser útil. Tal vez pensar en familias o en las actividades que desarrollaban, que les permitían mantener a los integrantes de sus clanes. Casi al azar, aunque parezca contradictorio al deseo de encontrar un método elemental para robustecer la memoria, pensar en una familia del antiguo Zihuatanejo, cuyos apellidos parecen estar escondidos en el enjambre humano que habita la ciudad del siglo XXI.

Una canoa de madera, uno o dos remos del mismo material, nada de particular tiene mirarlos en la bahía del puerto o un poco más alejado del litoral. Luego asocio la canoa a algún apellido. Puedo recordar al menos dos de tres hermanos que se dedicaban a la pesca: los Green. José, Juan y La Güera, pescadores residentes en el barrio de La Noria. La Güera no tuvo descendientes. Su figura en la bahía, pescando al atardecer, era una estampa típica. Sus pantalones mochos eran su sello personal, antes, mucho antes de que los gustos modernos por la moda del vestir los llamaran bermudas. El pelo lacio, color arena, corto, era cubierto por un sombrero de ala ancha, intentando evitar la inclemencia del sol en la blanca piel de su rostro. Camisas de manga larga cubrían sus brazos. Pescaba a mano, con carnada, con una cuerda de nylon. Su lenguaje auténtico, florido, no tenía restricciones para llamar las cosas por su nombre, ni habilidad le faltaba para conjugar los verbos. Dicen que La Güera vive en alguna colonia de la periferia. De José y de Juan nada he sabido.

Los Pina Vázquez, otro clan con linaje: Miguel, Alfonso, Antonio y Alejandro. Todos de piel oscura, mulatos. De inicio, sus actividades eran las propias de cualquier campesino. Luego evolucionaron. Trabajaron en los montes cortando madera para hacer casas. De los cuatro hermanos, Antonio tuvo un destino trágico. Aquel amigo suyo, enamorado de la mujer que él pretendía desposar en fecha cercana ya acordada, perdió la razón cuando la honorable dama canceló la boda. Nadie era considerado tan cercano al desdichado hombre como Antonio Pina Vázquez. La familia del novio frustrado recurrió a Antonio para lograr rescatar al amigo que parecía haber perdido todo asomo de razón. Podría representar un peligro para otros y para él mismo, al blandir trémulamente un afilado machete. El riesgo de lastimar o ser seriamente dañado por cualquiera que considerara que su vida corría peligro ante los extravíos del joven apasionado era probable. Fiel a la amistad, Antonio no ignoró el llamado de la familia Gutiérrez. La tragedia ya había sembrado su semilla. —¡Vamos, amigo, entrégame el machete y vente conmigo! —. —Sí, sí lo hago, si primero me das tu pistola —. ¿Cómo dudar? Confiado, entregó la fusca. Ese fue el momento en que todo se desencadenó rápidamente. Antonio no vio venir el desenlace sino cuando ya estaba herido gravemente por dos machetazos. Intentando salvarse, se precipitó al mar. La abundante sangre que perdió acabó con su vida.

Alejandro, El Negro, vivió una vida larga. De entre todas sus actividades, una lo hizo popular: la manera singular, espectacular de subir a las palmeras de coco. En ocasiones usaba una vara larga de carrizo, a la que ponía una guadaña en un extremo, debidamente liada al cabo y al carrizo. Con el mecate delgado aseguraba que la hoz no tuviera oportunidad de moverse de la base, menos aún de desatarse. Así, parado en el suelo, cortaba los racimos de coco. Inicialmente eran cocos zocatos. No importaba que al caer se rompieran; su destino era convertirse en copra. Poco a poco, la demanda del coco para consumir su pulpa y agua fue creciendo. La tarea reclamaba una nueva forma de bajarlos, sobre todo porque en muchos casos la altura de las palmas rebasaba los diez metros, dificultando la manipulación de la guadaña y de la vara. Es ahí donde la figura del Negro Pina creció como un escalador soberbio de palmeras que, en algunos casos, superaban los quince metros. Parecía ascender caminando. Los pies descalzos, como ventosas, se adherían firmemente al tronco de las palmeras. Las manos, con firmeza y seguridad, se aferraban al tronco de la palma, logrando el equilibrio del cuerpo y el suficiente arrastre para avanzar mientras los pies empujaban hasta llegar al macollo de la palma. Durante todo el ascenso, llevaba un machete enfundado y atado a su cintura, y una reata enrollada al hombro. Sentado cómodamente en la cima, amarraba el racimo elegido, lo aseguraba a una penca mientras lo cortaba, para posteriormente dejar que el racimo descendiera, controlando su velocidad, soltando lentamente la cuerda hasta que la carga llegara segura al suelo. El Negro Pina vivió sus últimos años en la parte baja de la colonia Vicente Guerrero, a escasa media cuadra de la antigua agencia del Ministerio Público.

Teodoro Lara, padre de Adolfo y Luis. El patriarca, un hombre bien valorado. De talante pacífico. Agricultor. Su tiempo lo dividía entre la huerta de cocoteros en Barrio Viejo y sus inquietudes de arqueólogo aficionado. Tuvo un tiempo su residencia en el centro. Adolfo, desde pronta edad, se inclinó por la vida de nómada del mar. Vivió en el barrio de La Noria.

Luis era delgado y de carácter decidido. Tenía su vivienda en el corazón de la ciudad, sobre la hoy llamada calle Cuauhtémoc. Su relación de parentesco político con doña Mariana Pascacio le permitió vivir ahí, dado que era ella la propietaria. Fue en su domicilio donde perdió la vida, atacado por los policías judiciales, dejándolo sin ninguna oportunidad de defenderse.

Aquí termino de recordar el linaje de tres familias. Algunos tuvieron descendientes, otros no.

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