Agustín Basave
El mundo de la política es habitado por una
legión de fulleros y un puñado de soñadores. Pero esta minoría no puede darse
el lujo de mantener sus sueños a salvo del pragmatismo, porque sin sagacidad y
sin afán de mando jamás podría hacerlos realidad. ¿Qué distingue entonces a
unos de otros? Que mientras unos persiguen prioritaria e inescrupulosamente su
propio beneficio otros procuran el platónico bien común. Pero le pongan o no
bridas a su astucia, todos aquellos que llegan a gobernar han de hacer gala de
ella, so pena de incumplir sus anhelos y anular sus designios.
Andrés Manuel López Obrador es, además de
idealista, maquiavélico. Si no fuera un habilidoso hombre de poder no se habría
embarcado exitosamente en una tercera candidatura presidencial. Yo prefiero al
AMLO que contendió en 2006 al que lo hizo en 2018 –porque aquel fue más
selectivo en sus alianzas, porque estoy cierto de que con la misma selectividad
habría ganado el año pasado, cuando el viento social sopló a su favor, y porque
pienso que habría sido un mejor presidente sin el encono que incubó hace trece
años, tras de ser víctima de un sucio proceso electoral– pero mi preferencia es
irrelevante. Lo que ningún analista objetivo puede soslayar es el hecho de que
AMLO es un pícaro jugador de carambola que juega siempre a dos o tres bandas,
una en aras de sus principios y las demás –a menudo marcadas por interpósitas
personas– perpetuadoras de su dominio político.
Veamos. La mayoría de sus decisiones esconden,
bajo el propósito declarado, un cálculo electoral. Van tes ejemplos: 1) crear
la figura de los “superdelegados” pretende combatir el burocratismo y la
corrupción, pero también maniatar a los mandatarios estatales y perfilar a sus
sucesores; 2) imponer la austeridad a los órganos autónomos, a la sociedad
civil y a los partidos busca destinar más recursos a los programas sociales,
pero también remover escollos a la 4T, por cierto mediante una singular
innovación respecto del pasado inmediato: si Peña Nieto enriquecía a sus
contrapesos para cooptarlos, AMLO los empobrece para debilitarlos; 3) impulsar
la revocación de mandato tiene el propósito de apuntalar la democracia
participativa, pero también poner a AMLO en la boleta del 2021 para darle más votos
a sus candidatos. Rechazar todo esto sería tan ingenuo –o tramposo– como negar
que los abucheos a los gobernadores son parte de una estratagema para socavar a
las autoridades locales y propiciar la imagen de un primer mandatario magnánimo
sin el cual no puede haber gobernabilidad.
La clave para entender el proyecto alternativo
de nación de AMLO es su visión alternativa de la cosa pública. Para él, los
equilibrios creados por el federalismo, los otros Poderes de la Unión y las
autonomías tenían sentido cuando el Palacio Nacional era usurpado por
tecnócratas, en medio de la corrupción rampante del periodo neoliberal, pero
hoy constituyen un estorbo. Más aún, tengo para mí que AMLO no cree estar
reeditando las artimañas que en el siglo pasado construyeron la hegemonía del
PRI porque en el fondo no concibe a Morena como un partido sino como un entero,
a la usanza callista, o mejor, como el movimiento y la correa de transmisión de
quienes quieren cambiar a México (dicho sea de paso, yo no preveo la reelección
de AMLO, pero sí vislumbro la tentación de un maximato). Privilegiar al
morenismo, pues, no es para él desnivelar la cancha: es aplanar el terreno en
el que se edificará la 4T. Los adalides que poseen la certeza de que la verdad
y la historia están de su lado no tienen que mentir para faltar a la verdad.
Cuando el idealismo se hace gobierno y se mide
en términos de redención los ardides truecan en deberes. Y cuando muchos de los
diques contra una presidencia caudalosa son cotos de corrupción, la misión hace
encarnar el autoritarismo. Todos los líderes desean obediencia, pero solo los
autoritarios parten maniqueamente las aguas, estigmatizan al disidente y
arrojan al opositor a la hoguera de las redes sociales (por eso, porque en las
conferencias mañaneras el Poder Ejecutivo se erige también en judicial, AMLO
prefiere sentenciar a “los conservadores” ahí y no seguir el cauce legal que
desemboca en los juzgados). Así, la ética de la responsabilidad y la ética de
la convicción de que hablaba Weber se confunden. Nada ha de detener la epopeya;
dudar o reconsiderar son flaquezas imperdonables. He aquí el riesgo que
enfrentamos. No es tanto que el poder excesivo corrompa –doy por bueno que AMLO
es incorruptible– cuanto que en ausencia de límites democráticos el desacierto
del poderoso que libra una justa épica puede causar males épicos. Y es que la
ambición de AMLO no es vulgar pero sí es enorme.
Concluyo con el factor temperamental: al
idealista y al pragmático hay que sumar al luchador. AMLO se forjó en la lucha
social, y son el choque y la polarización los que lo llevaron a donde está, no
el diálogo ni la conciliación. Aunque su razón le exija prudencia ante su nueva
circunstancia, su pasión le dicta la actitud que lo encumbró (véase su pulsión
polarizadora en la pifia diplomática del video en que pide a España que se
disculpe, una chispa sobre el pasto social secado por el racismo mexicano).
¿Cómo se conjura el peligro? Con la comprensión de que el imperativo es dividir
el poder, no el país, y que lo único que conviene acopiar es la conciencia de
que también un presidente honesto y bienintencionado, y astuto y sagaz, puede
equivocarse y dañar a México si no hay algo que lo obligue a pensar bien o
incluso a enmendar sus decisiones. Sí, como hizo el Senado en el caso de la
Guardia Nacional.