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Lealtad a ciegas

La lealtad en un proyecto político es una de las cosas más complicadas de definir. Se entiende perfectamente que un líder pida a sus colaboradores que compartan la visión de país o de Estado que hay detrás de su ejercicio de Gobierno; no solo es plausible sino deseable. El problema es definir esa sutil frontera entre lealtad y complicidad, el momento en que la obediencia a ciegas que pide el Presidente se convierte en ceguera cómplice, cerrar los ojos ante algo que pueda ser incorrecto, ilegal o simplemente considerado por un funcionario como no correcto éticamente.

Lo que dice con toda elegancia Jaime Cárdenas en su carta de renuncia no es que no esté de acuerdo con el proyecto del Gobierno de López Obrador, sino que se le pidió hacer cosas ilegales o con procedimientos incorrectos. La administración pública no es para todos, en eso tiene razón el Presidente, porque a diferencia del común de los mortales, quien trabaja en el Gobierno solo puede hacer lo que la ley expresamente le permite, todo lo demás implica incurrir en falta. Cárdenas se fue porque le pedían operar decisiones no contempladas en la ley que hubiesen implicado que él como funcionario público incurriera en faltas administrativas sino es que en la comisión de delitos.

Cuando el proyecto de Gobierno está atravesado todos los días por la ocurrencia del momento la lealtad ya no es la visión de un grupo que encabeza el Presidente –una visión que le permitiría al funcionario público establecer una ruta de trabajo– sino una sumisión. Lo que le pedían a Jaime Cárdenas era una actuación urgente y fuera de la ley para ocultar el fracaso de la rifa del avión. Su deslealtad fue no haberse prestado al juego y eso le costó la denostación pública, que le acusaran urbi et orbi de desleal, falto de compromiso y hasta flojo.

Poco a poco la mazorca se va desgranando en el Gobierno y las voces disonantes y discordantes se van bajando del barco. El capitán no quiere oficiales que miren lejos, anticipen tormentas o propongan ajustes en el derrotero, ninguno que cuestione sus decisiones o tenga opinión propia respecto al manejo del barco, solo quiere marineros obedientes, que ejecuten las órdenes y canten loas.

No hay mejor lealtad que la de quien anticipa los problemas, pero esa lealtad no es ciega, por el contrario, es incómoda y reveladora. No hay peor ayuda que la del ciego cómplice, el que prefiere no ver para no molestar al tlatoani. Pueden los funcionarios públicos más convencidos cerrar los ojos y dejarse llevar, tener fe ciega en su líder y creer desde el fondo de su alma que el Presidente sabe mejor que nadie lo que quiere el pueblo y lo que necesita México. Lo que no pueden es cerrar los ojos ante lo que es ilegal porque los problemas futuros no los tendrá el Presidente, los tendrá el funcionario obediente.

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