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El fatal encanto de la dictadura

Por Joel Solís Vargas

A reserva del desenlace que pueda tener en tribunales la declaratoria del Tren Maya como obra de seguridad nacional -porque en un sistema democrático son los tribunales los que tienen la última palabra-, en este momento puede decirse que la solución que ha dado el gobierno de Andrés Manuel López Obrador a la parálisis en que un amparo tenía a su proyecto insignia no es de un régimen democrático, sino típica de uno autoritario. Y no ha sido la única vez; esta solución ha sido recurrente en este régimen.

Hay que reconocer que las democracias aburren y desesperan a muchos ciudadanos, a la mayoría, porque no ven pronto los cambios que el sistema les promete y que ellos anhelan. Pero la característica más valiosa de la democracia no es su velocidad para cumplir los anhelos ciudadanos, sino su capacidad para hacerlo en modo consensuado. La característica principal de la democracia es la libertad, política y social.

El ciudadano puede elegir (en modo activo o pasivo) un régimen autoritario o una democracia. Hay muchos que, en ambos casos, terminan por arrepentirse, pero los costos en vidas y oportunidades que hay que pagar son muy distintos en uno y otro; la diferencia entre ambos es abismal.

Es indudable que un régimen autoritario es mucho más eficiente que uno democrático para hacer realidad los proyectos del grupo o del individuo gobernante. La explicación es simple: el autócrata, y más el dictador, no tiene contrapesos que le cuestionen o le objeten sus decisiones o sus actos. Es más rápido y eficiente, sí, pero eso puede ser un gran peligro para la democracia, porque abre las puertas a la dictadura.

Las dictaduras derivan de la democracia, del enojo, de la insatisfacción de la gente, que opta por la posibilidad de resolver los problemas de una buena vez. Es la historia, que transcurre en ciclos y siempre vuelve al punto de partida, si bien en otro nivel de desarrollo.

Dice el clásico que quien no conoce (por no estudiarla) su historia está condenado a repetirla, pero hay quienes la repiten aunque la conozcan y la estudien.

Dos dictadores que luego serían figuras centrales de la Segunda Guerra Mundial ascendieron al poder en los años previos a ésta: José Stalin en los años 20 en la entonces Unión Soviética, y Adolfo Hitler en los años 30 en Alemania. La historia es muy conocida: el primero llegó por la vía de un golpe de Estado disfrazado de decisión parlamentaria y el otro llegó por la vía democrática, en elecciones más o menos libres. A la postre, ambos causaron la muerte de millones de personas, de manera directa o indirecta.

Pero ambos son muestra de que un régimen autoritario es mucho más capaz que uno democrático de emprender cambios de gran envergadura en sus naciones y en sus sociedades en plazos muy cortos.

Alemania estaba no sólo devastada por su derrota en la Primera Guerra Mundial, sino que además sobrevivía aplastada por los acuerdos del  Tratado de Versalles, que le obligaban a pagar compensación a los países vencedores por todos los gastos que les ocasionó al forzarlos a entrar al conflicto armado.

La Unión Soviética era un vastísimo país rural, sin caminos, sin industrias, sin economía. Era un desastre. Eso hizo que Hitler pensara que en tres meses la tendría sometida por completo.

Pero ambos dictadores habían decidido en secreto que levantarían su respectiva industria nacional hasta sobrepasar a las economías de Occidente, las más vigorosas del mundo entonces. Y lo lograron: a Hitler le tomó seis años, de 1933 a 1939, poner su aparato militar a punto para emprender la guerra que en sus delirios lo llevaría a dominar el mundo. Y, en efecto, tenía las armas más modernas conocidas hasta entonces. Stalin tomó una ruta algo distinta: mientras empujaba la industrialización acelerada de su país dedicaba mucho de su tiempo a purgar al Partido Comunista, al Ejército Rojo y a la sociedad soviética de los traidores, los revisionistas, los capitalistas, los contrarrevolucionarios, cientos de miles de los cuales fueron a morir en el paredón de fusilamientos o en algún helado campo siberiano del Gulag.

Así que cuando Hitler decide invadir la Unión Soviética, ésta ya no es el país rural que él recordaba, sino que tenía mucho con qué hacerle frente a sus ejércitos.

Ellos no lo habrían logrado si no hubieran sido dictadores, si hubieran tenido contrapesos a los cuales rendir cuentas o pedir permiso. Ejercieron su poder dictatorial en total libertad para lograr sus propósitos en tiempo récord. Pero, como suele ocurrir cuando un individuo concentra todo el poder del Estado, asesinaron, torturaron y mutilaron con toda impunidad y fueron responsables de millones de muertes, porque ese es el peligro de socavar y debilitar la democracia.

Así, ante la disyuntiva entre resultados tangibles inmediatos y libertades sociales, un verdadero demócrata elegirá siempre las libertades. Muchas personas piensan distinto y están en su derecho. Quizá no tienen presente que la humanidad, a lo largo de su historia, ha probado todas las formas de gobierno posibles, incluidas la democracia y la dictadura, y que ninguna la ha satisfecho a plenitud.

A pesar de todo ello, como dijo Winston Churchill, “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”.

Y lo que pasa en México, la sensación de decepción ciudadana ante los prometedores cambios que destronaron al viejo régimen priista del poder, es que la democracia decepcionó a las mayorías, que esperaban los grandes cambios para bien, de inmediato, pero estos no llegaron de inmediato, como suele ocurrir en las democracias, sino de manera muy gradual. Y la gente se cansó de esperar; 18 años fueron demasiado, y ganó la opción que promete, y trata de cumplir, cambios rápidos.

Pero esa pretensión de efectuar cambios rápidos en México se ha topado con un entramado de leyes diseñadas para operar en un régimen de pesos y contrapesos, que en apariencia todo lo complica, lo cual impide los cambios rápidos. Y entonces el régimen decide brincarse las leyes, con argumentos débiles y cuestionables.

Por eso ha optado por declarar de seguridad nacional obras civiles, que nada tienen que ver con la seguridad nacional, como el Tren Maya o el aeropuerto Felipe Ángeles, para no tener que rendir cuentas ni pedir permiso.

Es evidente la aspiración del régimen de tener la hegemonía política. Pero es peligroso cuando se abre la puerta a justificar que alguien aspire a tener la hegemonía, pues ésta es el pequeño diablillo que se introduce en la democracia, y puede acabar por hacerle mucho daño.

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