Editorial
Descifrando a AMLO, el justiciero
En la agenda axiológica del presidente Andrés Manuel López Obrador hay un punto nodal: la justicia. Acompañada de un adjetivo, ocupa un lugar preeminente: la justicia social –distributiva, la llamó Aristóteles– es junto con el combate a la corrupción su principal compromiso. Pero eso no quiere decir que no le dé importancia a la justicia “universal”, es decir, a la que se debe otorgar en los juzgados. Y es que ahí también entra en juego el ingrediente clasista, porque al rico y al pobre no se les suele juzgar igual; a uno se le prodiga benevolencia y al otro dureza. Más aún, el entrecruzamiento de ambos tipos de justicia en el pensamiento de AMLO es asaz interesante, pues le asigna un papel central a las corruptelas en el amasamiento de fortunas. En una de sus conferencias mañaneras, en efecto, le enmendó la plana al marxismo al declarar que la acumulación del capital mexicano no viene de la explotación del burgués sobre el proletario, sino de la corrupción. Excesos retóricos aparte, no es aventurado sostener que, para AMLO, deshacerse de los corruptos es parte de la brega contra la desigualdad.
La duda se impone: ¿entonces por qué se empeña en dar amnistía a los políticos que nos saquearon? Las razones que esgrime son pragmáticas; dice que investigarlos le quitaría tiempo y que podrían desestabilizar el país. El argumento no resiste un análisis serio. Ese temor era fundado en la transición a la democracia de Argentina –la frase que AMLO usa a menudo, “el punto final”, remite a la ley que impulsó Alfonsín para amnistiar a quienes participaron en la guerra sucia– porque allá los militares sí tenían la fuerza para asestar otro golpe de Estado. En México ningún expresidente tiene ese poder, y menos frente a un mandatario con la legitimidad y popularidad de AMLO. Específicamente, a Enrique Peña Nieto, cuyos presuntos delitos no han prescrito, no lo defendería ni su partido. Si la mayoría de los votos de AMLO se explican por el rechazo a la corrupción, ¿por qué no quiere acatar ese mandato?
Mucho se ha conjeturado sobre un supuesto acuerdo para que EPN no metiera las manos en el proceso electoral (contra AMLO, porque contra Anaya sí las metió) a cambio de dejar impunes sus pillerías, pero me parece que el principal freno fue un atavismo ideológico. AMLO conserva, como muchos izquierdistas de viejo cuño, un chip marxista que le hace desconfiar de un aparato de justicia diseñado para proteger los intereses de la burguesía. Lo ha dicho con todas sus letras: no vale la pena desgastarse en largos pleitos legales cuando los corruptos tienen muy buenos abogados y pueden comprar a los jueces. Por eso es renuente al ejercicio de la acción penal. Y por eso es proclive al escarnio en la plaza pública o, para actualizar el término, a fustigar con el repudio de las benditas redes sociales a quienes se robaron dinero o elecciones. Ese castigo es expedito, y con él se ahorra la monserga de litigar en un terreno que no es el suyo (quizá debería explorar la figura de los Tribunals of Enquiry, para que en lugar del linchamiento tuitero la sanción fuera el escarmiento mediático precedido de un juicio formal). El problema es que su enfática y madrugadora reiteración del cochinero que encuentra cada vez que abre un cajón del sexenio anterior sólo aumenta la indignación de la gente y su exigencia de meter a los peñanietistas a la cárcel. La transparencia que pregona, pues, aumenta día a día la demanda popular de hacer lo que no quiere hacer.
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