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EDITORIAL

La democracia desesperada

En los últimos meses, para nuestra angustia y preocupación, hemos presenciado muchos ejemplos de lo que Klijn y Koppenjan (2016) llaman “complejidad substantiva”. Para estos autores, la complejidad substantiva se genera cuando un problema común produce percepciones que no son compatibles entre sí, en un entorno en el que la información no es confiable, y en el que el conflicto es alto. Piense Ud. en las discusiones recientes sobre los feminicidios y el movimiento del 9 de marzo. La sociedad se enfrenta a un problema gravísimo que pone en riesgo su sostenibilidad y existencia futura. Sin embargo, éste es percibido de muy diversas maneras y los(as) diferentes actores(as) políticos(as), económicos(as) y sociales involucrados(as) ofrecen explicaciones que parecen mutuamente excluyentes, y que compiten por recursos gubernamentales y no-gubernamentales. Cualquier propuesta de solución es descalificada por el bando opuesto; y los análisis técnicos, que deberían funcionar como árbitros que ayuden a discernir las posibles soluciones, se perciben con sospecha y cuestionamientos. Adicionalmente, las instituciones políticas y sociales que nos hemos dado para lidiar con la complejidad substantiva no están funcionando. El Presidente de la República polariza, en lugar de unir. Los(as) ciudadanos(as) privilegian la ideología sobre el bien común.

¿Qué hacer ante tal situación? Ciertamente se trata de un asunto complejo, que trae a la mente cómo se originó la democracia. En un magnífico capítulo que describe el asunto desde la perspectiva de las ciencias políticas, Ober (2007) argumenta que la democracia no nació como el resultado de aplicar un tipo ideal diseñado por filósofos o políticos; ni tampoco como consecuencia de decisiones de grandes líderes perspicaces que supieron interpretar al pueblo. Nació, más bien, como una solución práctica para un problema concreto, implementada de manera auto-organizada por un gran número de ciudadanos(as).

La democracia fue la respuesta de personas cansadas, horrorizadas ante la posibilidad de volver a vivir lo que ya habían sufrido. Era una respuesta pragmática, experimental y sujeta a ajustes -como nos dice Ober (2007)-, que tenía en el centro el principio de la absoluta igualdad de todos(as) los(as) ciudadanos(as). Es cierto que el modelo no era perfecto, y que la democracia ateniense tuvo defectos importantes que han sido señalados constantemente. Sin embargo, resalta el hecho que los(as) habitantes de esta ciudad-Estado decidieron no entregar todo el poder a una sola persona para que ésta los(as) rescatara de sus problemas. Escogieron la vía difícil, de construcción de un entramado institucional que dispersara la toma de decisiones entre un gran número de personas, combinándola con modalidades de democracia que, una vez desarrolladas en sus potencialidades, dieron por resultado lo que ahora conocemos como “democracia representativa”, “democracia participativa” y “democracia deliberativa”. El experimento ateniense también puso las bases para lo que después sería conocido como la “división de poderes” y los “balances y contrapesos”.

Maravilla que ante la crisis, los atenienses tomaron este camino. Nosotros(as) también estamos llamados a dar una respuesta pragmática, experimental y sujeta a ajustes que, sin embargo, parta del supuesto de la absoluta igualdad en valor y dignidad de cada uno(a) de nosotros(as). Sin este requisito, será imposible remontar la complejidad substantiva que parece haberse instalado en nuestro discurso político, lo que causa que (sin importar qué estemos discutiendo) terminamos más divididos(as).

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