El PRI nonagenario
Que el PRI no volverá a ser lo que fue, ni duda cabe. Como tal, sus posibilidades inmediatas de volver a la presidencia de la República en 2024 son ínfimas, en las elecciones estatales que están en puerta ni siquiera figura para un segundo lugar, y su papel legislativo federal es insuficiente para ser factor de definiciones.
Fundado en 1929 por Plutarco Elías Calles como Partido Nacional Revolucionario, convertido en Partido de la Revolución Mexicana por Lázaro Cárdenas, recreado como PRI por Manuel Ávila Camacho, es imposible que hoy un cambio de nombre revierta su descrédito.
Pero también es cierto que sigue presente en un país donde definió las formas de hacer política.
Muchos actores políticos en los partidos que le son antagónicos, tuvieron su formación en el PRI, empezando por el presidente Andrés Manuel López Obrador, un amplio sector de su gabinete, cerca de la mitad de los legisladores que fueron postulados por la coalición “Juntos haremos historia”, incluido el líder de bancada en el Senado, Ricardo Monreal y el líder cameral, Porfirio Muñoz Ledo.
Lo mismo ocurre con el PAN y el PRD, que han obtenido triunfos electorales en los estados: Carlos Joaquín, el de Quintana Roo; José Rosas Aispuro, el de Durango; el independiente de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, o bien, por circunstancias, el interino de Puebla, Guillermo Pacheco Pulido.
Claro está que su modelo hegemónico obligó a los ciudadanos interesados en participar en política a buscar espacio en sus filas y que fueron los tiempos de la apertura los que fomentaron la práctica del gatopardismo que ha tenido la reedición de las peores prácticas de la vida política, en gobernantes proclives al autoritarismo con nuevas siglas, como Rafael Moreno Valle o Miguel Ángel Yúnez.
Si bien su hegemonía dio forma a la cultura política mexicana, por sí mismo, el PRI carga con el peso de su autoritarismo y las represiones históricas que se invocan desde sus fundacionales baños de sangre hasta el aplacamiento de los movimientos políticos (de Saturnino Cedillo o Miguel Enríquez Guzmán a los perredistas fundadores asesinados en los noventa), de obreros (ferrocarrileros, maestros, médicos, entre otros), campesinos e indígenas (del jaramillismo a Acteal o los yaquis del sexenio pasado, por ejemplo), o estudiantes (como en 1968 y 1971, y aun en 2014 con los normalistas de Ayotzinapa).
También lleva a cuestas el desprestigio por la corrupción que originó mal habidas fortunas: del fundacional corporativismo de Morones a los caciques contemporáneos como el petrolero Carlos Romero Deschamps; de las generaciones de políticos cuya descendencia figura en las listas de millonarios del mundo, como la de Carlos Hank; de las fortunas inagotables para varias generaciones de dispendio, boato y lujo.
Y, por supuesto, del desgaste por sus malos gobiernos que han profundizado las desigualdades, confinando a millones a sobrevivir en la precariedad: del pasado rural de limitaciones hasta la casi extinción del agro; de los lupanares de la desesperanza habitados por los obreros fabriles y de maquila, a los oficinistas en el sótano de los mil fracasos sin derechos laborales fundamentales.
Una loza enorme para un partido que repite rostros, nombres y prácticas, pesa en su cumpleaños 90, y plantea las interrogantes sobre la posibilidad real de que se mantenga en el sistema político o si en definitiva avanza hacia la extinción.
Sobrevivirá (no como antes, pero lo hará), concentrando su esfuerzo en alcanzar la elección federal intermedia con competitividad suficiente para ser factor de decisión, y por lo pronto, mantendrá su papel opositor con más prudencia que el PAN.