EDITORIAL

Ante la vulnerabilidad

La pandemia que estamos pasando ha sacado de nosotros lo peor y lo mejor, el encierro afecta a cualquier ser vivo, no hay como negar que todos nacimos para ser libres, hoy que llevamos semanas de encierro y sentimos amenazado nuestro estilo de vida nos afloran sentimientos primitivos que teníamos “semi” guardados o al menos gran parte de la población.

¿Cómo explicar las acciones sorprendentes de muchos que arrastrados por la ceguera de la desesperación e ignorancia están actuando en estado de supervivencia?

Un puñado de pobladores queman el hospital donde se atenderán casos de COVID, se leía en una nota en las redes, era inverosímil sin embargo estaba sucediendo, “no te queremos en este edificio, no vuelvas” decía una nota pegada en la puerta del departamento de una enfermera, sus propios vecinos la exiliaron por trabajar en el sector salud, vimos como otra enfermera llorando reclamaba en redes sociales que en la calle personas la habían bañado en cloro, suponemos que para “sanitizarla”.

Qué posturas tan idiotas, ¿o no?, el encierro y la sensación de perderlo todo, como decía, han regresado a muchos a un estado de: “Que sobreviva el más fuerte”, o lo que es lo mismo “yo no quiero morir y no me importa ser irracional para conseguirlo”. Cómo es posible que alguien piense que es mejor atacar a los que nos están ayudando en el sector salud cuando lo único que se merecen son aplausos y agradecimiento, sin embargo sucede.

Y seguirá ocurriendo: la desinformación y el pánico, avivado en su mayoría por redes sociales, pero también, por criterios poco selectivos, son el mejor caldo de cultivo para cultivar la histeria. Asimismo, es mucho más sencillo difundir chismes, que información fidedigna. Por ello, los brotes de estupidez proliferan por todo el territorio nacional.

Acaso este no es el comportamiento que todos tenemos siempre, hoy nos sentimos débiles y vulnerables pero todo el tiempo somos como dioses a los que nadie puede tocar, andamos por el mundo orgullosos de ser humanos y devastando todo a nuestro paso, poniéndole reglas a la naturaleza tratando de dirigirla, abusando de ella, esclavizando a cuanto ser vivo que no es humano se cruza frente a nosotros. Los humanos siempre hemos puesto notas a los demás animales cuando no los queremos cerca, los ahuyentamos con agua hirviendo, los fumigamos para que se vayan de nuestras casas, les arrancamos sus casas porque no nos gusta estar cerca de ellos, los pensamos como invasores, cuando quienes cubrieron la vida con placas de concreto fuimos nosotros.

Ojalá y esta pandemia nos haga crecer, nos haga darnos cuenta que somos animales y que como todos los animales reclamamos nuestro lugar en este mundo y luchamos por nuestra existencia aunque no le guste a otros, quizás esta vulnerabilidad nos empatice con nuestras víctimas y cambiemos de rumbo, que tal vez no esta vez, pero la naturaleza siempre cobra factura y puede ser que la próxima no la libramos.

EDITORIAL

La obstinación por la “normalidad”

A casi 5 semanas de inicio de la cuarentena y de que algunas instituciones entre ellas las de actividad jurisdiccional y cuasijurisdiccional comunicaran la suspensión o modificación de sus actividades, algunas conversaciones dentro del movimiento de derechos humanos han ido en torno a la necesidad de cambios estructurales que permitan a toda la población tener la posibilidad de tomar decisiones en casos extremos como los que estamos viviendo.

La pandemia nos ha puesto de frente a la desigualdad que se vive en nuestro país. Sin reconocer el estado de pobreza en el que se encuentra casi la mitad de la población mexicana, existen quienes exigen medidas similares a las de los países más ricos manteniendo la invisibilidad histórica de aquellas personas cuyos derechos han sido históricamente vulnerados. Hay quienes reniegan de los que no se quedan en casa sin tratar de entender las razones que hay detrás y llegan, incluso, a exigir al gobierno que se les reprima. Hay gobiernos – no solo en México-, que por mostrar autoridad han sido parte de esas medidas extremas de las cuales se han tenido que retractar al reconocer la incapacidad económica para sufragar el hambre. En algunos casos, estas medidas han resultado contraproducentes exacerbando el descontento social. En otros, las medidas más duras han derivado en el incremento de la criminalidad y la violencia.

En los últimos días nos han informado que la tasa de mortandad por COVID 19 en México va por encima de la media mundial y tampoco nos preguntamos ¿por qué? La simplicidad del análisis conviene solamente a los que no quieren ver; a quienes les gusta la idea de regresar a la “normalidad”.

Esa normalidad por ejemplo, que asume que la garantía de los derechos al agua, a la salud, a Internet y a la información dependen del código postal, de la lengua o del color de piel. La normalidad para instituciones como las del Sistema Nacional de Transparencia es aquella en la que se asume que el acceso a la información es solamente un acto administrativo que puede suspenderse sin mecanismos alternativos que garanticen que la información llegue a la gente, principalmente a la más vulnerable. No se ve ni se reconoce la esencialidad de la información en un contexto de crisis. También la normalidad es aquella que inhibe la capacidad creativa e innovadora del servicio público, de lo más altos funcionarios, para promover el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y de información en lugar de estigmatizarlo o criminalizarlo.

Hay muchas personas que creemos que esto debe de cambiar, pero si las instituciones encargadas de garantizar el acceso al derecho a la información y la libertad de expresión no lo creen, si no generan mecanismos eficientes para acercar información lingüistica y culturalmente relevante a todas las personas y si no se reconoce la escensialidad del periodismo y de la información en un contexto como este, los que perdemos somos nosotros, la sociedad. La falta de información profundiza las desigualdades y las brechas siempre, pero lo hace de forma aún más significativa en una situación de emergencia en donde las acciones que se tomen de manera individual y colectiva marcarán el futuro de las comunidades.

EDITORIAL

Por la sana distancia, más ciclovías

Como era inevitable, llegamos. Esta semana entramos en la fase tres de la pandemia, un periodo en donde aumenta el riesgo de contagio y durante el cual necesitamos redoblar esfuerzos: quedarse en casa y mantener la sana distancia resulta fundamental y la ciudadanía está poniendo todo de su parte.

Sí, los ciudadanos de a pie hemos reducido nuestra movilidad en las ciudades por encima del 60%, y hasta en un 80% en el caso de la Ciudad de México en algunos momentos.

Pero cuando quedarse en casa no es opción porque hay que salir a trabajar, a ganarse la vida ¿qué están haciendo los gobiernos para ayudar a quienes si o si deben salir día tras día?

En esta fase, es necesario y hasta un acto de justicia, facilitarles los traslados con seguridad. Necesitamos aumentar el cuidado colectivo e individual en el espacio público y desplazarse en bicicleta, con seguridad, es una alternativa.

Ya son muchos países los que han impulsado a la bicicleta o ir a pie como medios seguros de moverse por la ciudad mientras dure la pandemia.

Alemania, Francia, España y Colombia ya están instalando ciclovías temporales y Nueva York podría ser la primera ciudad en llevar a cabo una enorme reordenación urbanística con hasta 120 km de calles destinadas a ciclistas y peatones, buscando convertir a sus ciudades en lugares mucho más amigables con la bicicleta como una forma de transporte individual más higiénica e idónea para evitar contagios.

México no debería quedarse atrás, por eso debemos pedirle a los gobiernos locales y al federal implementar este tipo de acciones que otorguen el espacio en la calle que necesitamos para mantener un distanciamiento social adecuado cuando, también por supervivencia, tengamos que salir.

Adicionales a las medidas nacionales, la CDMX ha anunciado acciones para reducir el contagio: Cerrar el 20 por ciento de las estaciones del metro, mb y tren ligero. Aumentar la frecuencia de RTP y transporte concesionado. Aplicar desde el día 23 de abril el programa Hoy no circula para vehículos que no sean taxis, transporte de carga o automóviles para personas con diversidad funcional. Mayor sanitización del espacio público y transporte público. Acciones restrictivas ante la actividad empresarial no esencial que siga operando.

Si bien dichas medidas han sido un buen ejemplo para la prevención inmediata y la protección de los derechos humanos de acuerdo con los retos sociales y económicos que enfrenta la mayoría de la población, es necesario que la prevención sea atendida con una visión a futuro para prepararnos ante posibles eventos venideros, y que además sirvan para repensar el orden urbano en favor de la mayoría de las personas.

Medidas como aumentar la red de ciclovías temporal y luego definitivamente ayudaría a atender otras crisis como los niveles de contaminación en las grandes urbes del país y a reducir la emisión de gases de efecto invernadero en un contexto de emergencia climática.

EDITORIAL

El momento de los gobernadores

Entre las múltiples contradicciones que ha sacado a flote la epidemia de coronavirus es lo dañada que está la relación entre los gobiernos de los estados y el Gobierno federal, en realidad central. Nuestro federalismo, como muchas otras cosas de nuestra vida pública, es de papel pues salvo en contados momentos de la historia donde los estados sacan la cabeza, nuestra vida pública pasa toda por la capital. Pero, cuando en los estados mueven la aguas, retiembla en sus centros la tierra. La revolución de 1910 fue de los estados hacia el centro y el gran cambio democrático de finales del siglo XX, también.

Uno de los rasgos más evidente de la actual administración es hacer todavía más centralista la vida pública. Con la excusa, fácilmente argumentable, de que los gobernadores malgastaban el presupuesto, el Gobierno federal decidió que sería él y sólo él quien decidiría cómo mal gastarlo. Hoy no se ejerce mejor el presupuesto, por el contrario, se concursa menos, se compra con prisas y los ahorros, los de verdad y los malentendidos, acaban difuminándose en una burocracia cada vez más ineficiente. Junto con la centralización se redujo también la presencia del Gobierno federal en los estados, que si bien ganó terreno con la omnipresencia del Presidente en la comunicación lo perdió en el contacto cotidiano con los ciudadanos.

En este contexto, varios gobernadores comienzan a levantar la voz y a aprovechar las oportunidades políticas que ha dejado el Gobierno federal particularmente por la ineficiencia que ha mostrado el sistema de salud en esta crisis. A los grandes sistemas, el IMSS y el ISSSTE, los tomó debilitados institucionalmente, con delegados desarraigados, los cual puede ser útil cuando se trata de combatir la corrupción, pero no para mejorar la salud; al Insabi, parido prematuramente, lo sorprendió sin estructura y a todos con un sistema de compras, que no termina de funcionar y genera desabasto. Todo ello ha dado a los gobernadores, bocabajeados durante todo el primer año de Gobierno de Morena, la excusa perfecta para regresar a la palestra.

Lo que tienen los gobernadores y los alcaldes que nunca tendrá el Gobierno federal, es el territorio. Por más que crezcan los programas sociales y las estructuras de la Secretaría del Bienestar, el contacto básico de los ciudadanos sigue siendo con los gobiernos subnacionales. Hoy las grandes decisiones sobre cómo enfrentar la pandemia las están tomando los gobernadores en sus estados. Cada día son más los que en rebelión abierta o velada (cuando son gobiernos de Morena) se salen del huacal. 

Los gobernadores ya entendieron que la grieta del monolítico y centralizado Gobierno federal está en el sistema de salud. De cómo se gestione en los estados la crisis de coronavirus que se nos viene en las próximas semanas dependerá en gran medida el número de canicas con las que jueguen en la elección intermedia. 

EDITORIAL

¿Cómo financiar las políticas anticrisis?

La crisis sanitaria causada por la pandemia del COVID-19 (coronavirus) no sólo ha tenido efectos en la salud de la población mexicana; además, está generando estragos a la actividad económica sin precedentes. De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), los efectos de esta pandemia tendrán un impacto tan grave como la Gran Depresión ocurrida en 1929, ya que las medidas de contención y aislamiento tienen como efecto secundario la disminución de la actividad económica. El cese temporal de labores repercute en la oferta de bienes y servicios sin los cuales las micro, pequeñas y medianas empresas no pueden obtener los rendimientos necesarios para continuar operando. Si una empresa o negocio deja de laborar por falta de recursos, entrará en quiebra y tendrá que clausurar. Esto pone en peligro a las personas empleadas, quiénes se quedarán sin ingresos. Así, se genera un círculo vicioso dentro de una economía.

La intervención oportuna y eficaz del Estado es muy importante para reducir los costos económicos y sociales que ha generado esta crisis sanitaria. La política fiscal (la forma en que el gobierno recauda y gasta recursos) es la encargada de reducir estos efectos adversos; sin embargo, hasta ahora el Gobierno Federal ha anunciado diversas acciones económicas sin que sea claro cómo se aplicarán y si alcanzarán los resultados deseados.

En este sentido, el Plan Económico presentado a inicios de este mes considera los siguientes aspectos: 1) asegurar que la Secretaría de Salud tenga suficientes recursos (personal médico e infraestructura) y suministro de equipos y materiales médicos; 2) pagos anticipados de pensiones a las personas de la tercera edad por cuatro meses; 3) acelerar los procesos de licitación para el gasto público para garantizar la ejecución completa del presupuesto; y 4) considerar la creación de un Fondo de Emergencia de Salud para solicitar recursos adicionales del Congreso, que podrían alcanzar hasta 180 mil millones de pesos (0.7 por ciento del PIB de 2019). Sumando a estos aspectos, el gobierno federal ha expresado que: 5) se darán préstamos de hasta 25 mil millones de pesos a pequeñas y medianas empresas (Pymes); 6) se brindarán apoyos por parte de la banca de desarrollo; 7) que algunos trabajadores podrán acceder a préstamos vía sus cuentas de seguridad social, y 8) que se creará un instituto de crédito de vivienda pública que cubra tres meses de la deuda de los trabajadores (seis meses para las personas despedidas).

Aunque estas medidas sean importantes, el monto y la forma en que pretenden financiarse revelan que el gobierno no está dispuesto a hacer mucho más por superar esta emergencia, tal vez por escepticismo de la magnitud de las consecuencias. Esta crisis debería obligar al gobierno a atreverse a explorar otras formas de allegarse de la mayor cantidad de recursos (como el endeudamiento público o el compromiso futuro de una reforma fiscal), para luego dirigirlos hacia los sectores más vulnerables; pero todo parece indicar que la estrategia implica convertirnos en un Estado más pequeño, empeorando la situación.

Frente a una de las crisis económicas más graves del último siglo, necesitamos un Estado fuerte que garantice los derechos de todas las personas. Una vez superado el pico de contagios, a mediano plazo, será imprescindible generar un pacto nacional para realizar una reforma fiscal que solvente los gastos extraordinarios en los que incurrirá el Estado hoy.

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No hay futuro en Futuro 21

Un conjunto de ciudadanos agrupados en Futuro 21 –nueva identidad que se asignó el antiguo PRD– convocó a un diálogo por la reconstrucción nacional. Lo realizará el próximo 23 de abril a través de medios digitales, dada la sana distancia que impera en el país. Parten de la premisa de que el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador y la postulada Cuatroté son la expresión de un Gobierno fallido que la ciudadanía debe encarar.

Los partidos políticos, sin excepción, no pasan por su mejor momento y habrá a lo largo del año diversos intentos para presentarlos ante la sociedad y buscar un reacomodo que no se ha visto desde la propia construcción partidaria con proyectos, compromisos y realización que gocen de un amplio consenso entre los ciudadanos. El viejo PRD y algunos de los convocantes están pendientes de entregar una rendición de cuentas que los obliga para reeditarse en una nueva circunstancia. Mientras no lo hagan, ese proyecto carece de futuro.

Ahora el postulado inicial es que México no tiene un gobernante funcional, adolece de rumbo para sacar al país de la crisis de salud pública y económica. Es imperdible lo que se lee en la convocatoria: “el gobierno ha hundido al país en la recesión económica, la polarización social, destruyendo el entramado institucional y el equilibrio de poderes…”, y así sucesivamente. La pandemia como argumento. Pero en ningún lugar se advierte el más mínimo sentido de autocrítica que obliga a quienes malograron un proyecto que en su tiempo estuvo llamado a una meta superior. El PRD se convirtió en un proyecto más de poder y de negocios, al amparo del cual se recurrió a la distribución de prebendas de diverso tamaño que a la postre lo convirtió en una entidad impresentable ante la sociedad.

Es inocultable que detrás de todas esas palabras y de la convocatoria está un proyecto que se define más por lo que está en contra que por aquello que propone con perspectiva de superación de la república con un aliento progresivo. En ese marco no es extraño que se vea a la convocatoria embonando con otros pronunciamientos de la ultra derecha empresarial, ariete de los altos grupos financieros que buscan privilegiar sus intereses, al altísimo costo de abrir una etapa de grandes confrontaciones sociales para las cuales no se delinea una alternativa acorde con los intereses nacionales.

Un nuevo curso para la república se debe abrir, lo han de impulsar los que tengan una visión de democracia avanzada para el país, una izquierda que tenga muy claramente delimitados sus proyectos para terminar con los privilegios que hunden a México y que además, y esto es fundamental, no partir de la premisa de que un gobierno ha fallado, lo que sugiere su reemplazo, cuando está más que claro que quienes pueden hacer ese reemplazo en el corto o mediano plazo no son, precisamente, los que mejor representan al país, lo cual no es óbice para sustentar críticas, pertinentes, puntuales y merecidas a la forma que ha asumido Andrés Manuel López Obrador al frente de la Presidencia y que contribuye a que estos planteamientos caigan, hasta cierto punto, en tierra firme.

EDITORIAL

¿Y las audiencias?

En 2015, cuando la periodista Carmen Aristegui fue despedida de MVS, el Juez de Distrito Fernando Silva otorgó la suspensión de los efectos del despido, dentro del juicio de amparo, por considerar que aún cuando a primera vista pareciera un caso de orden civil, el contrato que había suscrito en su momento la periodista con la empresa se insertaba en el ámbito del derecho administrativo (bienes y servicios públicos), en donde MVS estaba condicionada por el régimen de interés público al que está sujeta la concesión, en este caso de radiodifusión.

En ese momento, se reconoció judicialmente, que las empresas de telecomunicaciones o radiodifusión son responsables de garantizar los derechos humanos contenidos en la Constitución cuando llevan a cabo actos de autoridad (de acuerdo a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, el espectro radioeléctrico y los recursos orbitales son bienes del dominio público de la Nación, cuya titularidad y administración corresponden al Estado). Esto implicaba reconocer que la libertad de expresión y el derecho a la información no eran monopolio de los grandes medios de comunicación sino también eran garantes de dichos derechos de cara a la población.

En aquel momento con el caso Aristegui, se sentaban las bases para que ciertos actos de los medios de comunicación fueran considerados actos de autoridad por ser concesionarios de un bien público. Un intenso cabildeo de los concesionarios echó abajo este importante precedente.

Sin embargo, hoy, mediante la legislación vigente se busca que cuenten con un sistema de autorregulación que garantice un comportamiento ético y apegado a los derechos humanos. En efecto, la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión fija la responsabilidad de los concesionarios de aprobar códigos de ética y de contar con un defensor de las audiencias. Cuando existe una violación, la medida más extrema -que no se puede tomar a la ligera- es el retiro de la concesión.

No existe claridad ni voluntad en la implementación institucional de los canales y mecanismos para determinar la responsabilidad de los concesionarios de radio y televisión cuando se comenten posibles violaciones a los derechos de las mismas. En pocas palabras pareciera que los derechos de las audiencias son letra muerta.

No podemos dejar de lado que aún cuando la solución para todos los males de este país pareciera ser la judicialización penal, civil o administrativa, existen otras formas que el Estado debe considerar para contrarrestar este tipo de discursos. El Estado debe aprender a informar, a combatir la desinformación con más y mejor información. No basta con nulificar o justificar al emisor de la desinformación, es importante generar contraargumentos que permiten a las audiencias hacerse de una idea propia para el ejercicio de derechos, en este caso del derecho a la salud. De lo contrario, apostar únicamente a la sanción, incluso en casos extremos como los vistos esta semana, implica volver a la lógica reactiva y punitiva de gobiernos anteriores, con el consecuente peligro de arbitrariedad y opacidad.

EDITORIAL

El mayo más largo

Por momentos quisiéramos apagar la luz y despertar en junio, más allá de las fiestas de San Antonio o incluso de San Juan, borrar mayo del calendario, aunque perdamos las ciruelas, los mangos, los guamúchiles y las pitayas. Tomar aire, hacer un bucito y dejarnos llevar por la ola, cuya cresta espumosa y brava apenas imaginamos, y dejarnos llevar hasta ver a qué playa nos arroja, con qué heridas, con cuántas pérdidas. Pero no, el que viene será el mayo más largo, sin puentes ni fiestas, sin flores para las madres ni para la virgen, sin día del maestro ni batallas de Puebla libradas con patriotismo en cada una de las primarias del país, sin día del trabajo y en muchos casos sin trabajo, con un calor mortal y virus que creíamos invernales asechando en la calima, con hospitales llenos y plazas vacías.

El pico de la pandemia de coronavirus en México, estiman los expertos, será en la segunda semana de mayo. Una fecha que hoy parece lejanísima, casi 30 días de más insulsas mañaneras, de macabras ruedas de prensa de las siete con fríos recuentos de muertes que irán creciendo exponencialmente, un mes ardiente de fiebres, con tragedias personales por pérdida de empleo que no caben en los días, de largas y calurosas noches de insomnios de empresarios desesperados por no poder pagar las nóminas, de estudiantes encerrados inventando, cual asesinos seriales, nuevas formas de matar el tiempo.

Es cierto, no hay sorpresa: lo hemos visto repetirse en cada uno de los países infectados y hemos visto como en un déjà vu  a la realidad arrastrando sin piedad a los líderes de las diferentes naciones que se negaban a aceptar la gravedad de la pandemia. Pero nadie experimenta en cabeza ajena y lo que podemos vislumbrar es solo eso, una idea vaga de lo que hay detrás de la cortina de niebla por la que avanzamos a ciegas y de la que cada uno tendrá una experiencia distinta la final del camino sin traza.

Será en junio, cuando comiencen a bajar las aguas tras el tsunami, cuando podremos medir realmente el tamaño del desastre en la salud y de la destrucción en la economía, que podremos contar las pérdidas humanas, los empleos desaparecidos, las empresas muertas. Nadie puede predecir con exactitud cómo saldremos de ello, hay estimaciones de infectados y muertos, del tamaño del golpe económico que vendrá tras la pandemia, pero de lo único que podemos estar seguros es que a la vuelta de mayo nos espera un año distinto, que nosotros no seremos los mismos, que el país será otro, que el mundo que conocíamos habrá en muchos sentidos dejado de existir.

Ojalá que nuestros gobernantes entiendan que por una vez tienen que dejar de hablar para escuchar el doloroso silencio de lo ciudadanos: el peor error que pueden cometer los políticos, los que están en el poder y los de oposición, es pensar que gobernarán al mismo México de antes del mayo más largo.

La pandemia desnuda la desigualdad

La tragedia de la pandemia de coronavirus ha provocado, como consecuencia indirecta, que las relaciones de nuestro mundo social sean más claras y más directas. Entre otros aspectos, nos permite mirar y percibir con más nitidez que antes que la moderna sociedad capitalista, basada en el antagonismo social, es una sociedad con una extrema desigualdad.

Y por supuesto que esta desigualdad provoca que la pandemia sea enfrentada de modo distinto, según la clase social a la que se pertenezca. Y de este modo estamos asistiendo a una situación extrema en la que si no se tienen los medios suficientes se puede quedar incluso sin aire para respirar, como ha escrito recientemente el filosofo político camerunés, Achille Mbembe. Cientos de miles de personas en el mundo se están quedando, literalmente, sin aire para respirar.

En tanto, hemos leído notas de cómo algunos millonarios acondicionaron una habitación de sus residencias como salas de cuidados intensivos equipadas incluso con respiradores artificiales.

La desigualdad social brota visiblemente por todas partes. En la India, las medidas de confinamiento expusieron a cientos de millones de trabajadores pobres que habían emigrado a las grandes ciudades, a retornar a sus pueblos en zonas rurales, en condiciones riesgosas y deplorables, según ha contado la escritora y activista Arundhati Roy.

En contraste los ricos de Nueva York, apenas se conocieron los primeros casos de contagio por COVID-19, se fueron a la cara zona residencial de los Hamptons, como si se tratara de otra temporada vacacional. Algo semejante han hecho los ricos de París que se fueron a habitar pintorescos pueblos de la costa atlántica, provocando caos en las comunidades de acogida.

Mientras en el mismo Nueva York, el epicentro de la pandemia en este momento, los migrantes latinos o afrodescendientes mueren a tasas más altas justo porque no se pueden quedar en casa al ser parte de las fuerza de trabajo que sigue desempeñando los trabajos esenciales.

Es evidente que la desigualdad social provocará consecuencias conforme a la clase social a la que se pertenezca. Y luego de la pandemia, la catastrófica crisis económica que se está cocinando, hará más evidentes las consecuencias para los distintos grupos sociales. 

Sobra decir que la dura combinación de pandemia y crisis económica, acentuarás las desigualdades sociales que existen en el capitalismo tras tres décadas de neoliberalismo. Lo que cabe esperar es un mayor aumento de desempleo, reducción de servicios públicos y seguridad social, lo que a su vez acentuará la pobreza. Millones migrarán de las zonas más pobres a las zonas ricas del capitalismo para buscar ingresos para la reproducción de su vida. Pero en medio de la crisis, la economía capitalista no dará más empleos. Por el contrario, en la lógica capitalista esta mega crisis es oportunidad para “desechar” al personal o zonas o áreas sobrantes desde la lógica de la acumulación de capital. 

Millones de personas se considerarán desechables, pero al vivir el límite para tener ingresos para la reproducción de la vida, cabe esperar tensiones y antagonismo social que serán saldadas mediante luchas sociales. Esos son los años por venir. Un duro periodo de luchas sociales y políticas para evitar que el capitalismo de desecho se imponga por sobre la vida de millones de personas en todo el mundo. 

Como he escrito en esta misma columna, cuando pase la fase más grave del coronavirus, no podemos esperar ni desear regresar a la “normalidad” de antes de la pandemia. Tenemos que pensar en cómo construir relaciones sociales que no produzcan desigualdades sociales como las que ahora brotan indecentemente en medio de esta tragedia. 

EDITORIAL

La oportunidad institucional

La destrucción de riqueza que va a vivir el mundo será de proporciones catastróficas, como las que cíclicamente ha vivido la humanidad desde que la civilización existe, ya sea por epidemias, como en este caso, por guerras o por crisis económica desatada por “la mano invisible”, bastante más caprichosa de lo que la economía clásica suponía cuando la consideraba esencialmente virtuosa.  

Los órdenes sociales han sido tanto resultado como causa de catástrofes. Las catástrofes de la naturaleza a las que se enfrentaba la humanidad prehistórica estuvieron a punto de extinguir en la cuna a nuestra joven especie, pero mal que bien los seres humanos fueron aprendiendo a lidiar con su entorno natural y a modificarlo para hacerlo cada vez más habitable. Sin embargo, esa domesticación de la naturaleza ha sido fuente de nuevas catástrofes: las epidemias, aunque de naturaleza biológica, han sido acentuadas por el hacinamiento propio de las civilizaciones.

La ilusión ilustrada de que los humanos podíamos controlar y domeñar a la naturaleza se ha mostrado una fantasía, en el largo plazo por la incertidumbre generada por el cambio climático y en el corto por la peste de nuestros días.  Los humanos solemos lidiar con la falta de certeza del entorno creando reglas, protocolos de actuación, maneras de hacer las cosas que tengan carácter general y obligatorio para una comunidad humana a la que se le imponen, con consecuencias distributivas sobre su producción. Pero esas reglas siempre se crean con base en experiencias pasadas, reflejan la fuerza relativa de quienes las crean en su favor y nunca anticipan de manera absoluta los problemas derivados de la complejidad de las interacciones humanas, en crecimiento exponencial en la medida en la que la población se expande y la globalización avanza. 

Las catástrofes, como momentos que trastocan abruptamente el statu quo, son cruciales para el cambio institucional y tienen consecuencias distributivas acusadas. Adam Prezeworsky, entre otros historiadores y politólogos contemporáneos, afirma que los momentos cruciales de distribución a lo largo de la historia se han dado precisamente como resultado de alguna gran catástrofe que reduce intempestivamente la riqueza. Es la destrucción de lo acumulado lo que lleva a un nuevo reparto, ya sea de manera abrupta o a través de ajustes graduales de las reglas del juego con consecuencias distributivas. 

Las catástrofes pueden llevar a renegociaciones contractuales en la política, que pueden llegar a ser relativamente eficientes en términos distributivos, siempre y cuando existan las elites políticas capaces de aprender las lecciones y pactar nuevas reglas para la formación de consensos, para la actuación y para la rendición de cuentas sobre las decisiones que se toman en nombre de la sociedad. Es de esperar que, ante las consecuencias de la crisis actual, tengan mejor capacidad de adaptación los órdenes sociales de acceso abierto, con procesos de toma de decisiones transparentes, que retroalimenten adecuadamente la información generada por la crisis, aunque en el corto plazo parezca que lidiaron más desordenadamente la respuesta. 

Esos estados están más blindados frente a los charlatanes que los llegan a encabezar. El payaso mayor de la política actual, Trump, se ha visto restringido, aunque ahora clame por el poder absoluto. No creo en la bola de cristal como instrumento de trabajo de la ciencia política, pero supongo razonablemente que en Estados Unidos lo que ocurrirá será un proceso de distribución de corte socialdemócrata, de significado parecido al del New Deal de los años treinta del siglo pasado o al acuerdo redistributivo provocado por el movimiento de los derechos civiles de las décadas de 1950 y 1960. Un retroceso del bloque conservador en beneficio del relevo generacional e ideológico, para lograr un orden menos inequitativo. 

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