La derrota digna y otros datos

México es, por excelencia, el país de la derrota digna. No es solo que nuestra historia esté llena de héroes que murieron de cara al sol, enredados en la bandera o luchando hasta el final, aunque el final siempre sea el mismo. México es el único país donde los ciudadanos salimos a celebrar que hayamos pasado a la siguiente ronda del mundial, aunque haya sido perdiendo 3-0, o que aplaude no haber sido goleados, aunque hayamos perdido.

Ese ambiente, el de la derrota digna, es el que se respiró en medios y redes las últimas horas tras la visita de López Obrador a Washington: el simple hecho de que Donald Trump no hubiese insultado, como lo hace cotidianamente, ni a los mexicanos ni a nuestro Presiente, resultó motivo suficiente para festejar, la redes se volcaron al contento porque salimos bien librados… por ahora.

Sin afán de ser aguafiestas en medio de la celebración, los otros datos, los reales, los de los órganos del Estado que generan información, y no creencia u opiniones, son terriblemente preocupantes. Pensar que el país saldrá adelante porque entra en vigor un nuevo tratado de libre comercio, sin duda mejor que el anterior, pero a fin de cuentas continuación, es bastante ilusorio. Mientras el Presidente estima que el T-MEC generará en automático inversiones, que ya tocamos fondo y que la recuperación será rápida y en forma de V, lo que significa que muy rápido volveríamos al punto en que el estábamos antes de la crisis, el Banco de México advierte lo contrario: los gobernadores del banco central ven recuperación en forma de U, esto es con un estancamiento posterior a la caída, o peor aún en forma de W, es decir con una recaída, porque la pandemia está lejos de haber sido domada.

Los motores económicos a los que apuesta el Presidente, el Tratado y los programas sociales, son, por decir lo menos, inciertos. Para que fluya la inversión, la nacional y la extranjera, no solo se requiere un acuerdo comercial potente, tanto o más importante resulta la seguridad jurídica, que hoy pareciera estar en el lomo de un venado por decisiones apresuradas o caprichosas de algunos actores del Gobierno, y las perspectivas de crecimiento que no es para nada halagüeño. Para que los programas sociales lleguen a dinamizar la economía es necesario que estos sean complemento al ingreso familia, no el ingreso familiar. La pérdida de ingresos por la crisis económica ha afectado a más familias de las que el Gobierno dice que han sido beneficiadas por la política social. Pero sobre todo es fundamental que los programas operen con eficiencia, que lo que dicen los responsables de la Secretaría de Bienestar sea real, cosa que, de acuerdo con los otros datos, los de Coveval, no está sucediendo.

Qué bueno que el Presidente paró el panal, que regresó de Washington sin recibir gol, pero el partido importante, el decisivo está acá, en casa, está complicadísimo y vamos perdiendo.

Un encuentro bañado en miel

El encuentro entre los presidentes de México y Estados Unidos ayer fue, a no dudarlo, uno que se caracterizó por la cordialidad, el trato amable y la generosidad en los elogios mutuos. Un encuentro típico de una “luna de miel” entre ambos mandatarios.

A partir de lo que públicamente ocurrió, eso que todos pudimos ver, no podría caber duda que debe creérseles a ambos presidentes cuando afirmaron, sin ambigüedades, que son amigos y lo seguirán siendo.

Así pues, si las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos –o entre sus gobiernos, para ser más precisos– se juzgan tomando en cuenta solamente los discursos pronunciados por López Obrador y Trump ayer, uno tendría que concluir necesariamente que éstas se encuentran en el mejor momento de su historia.

Habría que ser cautos, sin embargo, antes de echar las campanas al vuelo y considerar que el encuentro de este miércoles retrata de forma precisa el complejo entramado de nuestras relaciones bilaterales o que éste marca “una nueva era” en este rubro.

Es muy positivo, desde luego, que los pronunciamientos públicos hayan sido cordiales y, sobre todo, que Donald Trump haya modificado notablemente sus expresiones hacia nuestro País, que han sido gravemente ofensivas desde el momento mismo en que lanzó su candidatura presidencial hace cuatro años.

Sería ingenuo, sin embargo, tragarse el anzuelo de que lo de ayer constituye un viraje de 180 grados en la forma como el principal inquilino de la Casa Blanca nos percibe y, sobre todo, en su posición respecto de la conducta que espera de nuestro gobierno.

En particular, es necesario esperar a que el proceso electoral estadounidense, en el que Trump se juega la reelección, avance hacia su etapa álgida para ver si no da vuelta en redondo y, como lo hizo en las elecciones de 2016, hace de México una “piñata”.

Por lo pronto, no habrá que regatearle al presidente López Obrador la victoria que implica haber hecho el viaje hasta Washington para ser tratado como un socio y un aliado, es decir, con el respeto que merece la investidura de quien representa a los mexicanos.

Pero también habría que conocer en detalle los acuerdos que en privado se realizaron y los compromisos establecidos entre ambos mandatarios, y de los cuales no se dijo una sola palabra durante las dos apariciones públicas realizadas por López Obrador y Trump.

En este sentido, conviene no olvidar que, de acuerdo con el discurso oficial, este fue un viaje “de trabajo”, es decir, uno en el cual se discutirían asuntos concretos de la agenda bilateral, y no simplemente una visita de cortesía.

¿En qué se trabajó durante las reuniones privadas sostenidas por ambos mandatarios y sus equipos? Eso falta aún por saberlo y en esos detalles podría estar justamente oculto el diablo que tire por la borda el “amor eterno” que ayer se juraron los presidentes.

Construir la ciudadanía

En todos los medios de información que existen hoy; digítales, impresos, de boca en boca y hasta en el propio silencio, permea un desasosiego general en la sociedad de nuestro país. De hecho, como nos gusta _y acostumbramos_ a ser sectarios, ya ni eso despunta, existe una hemiplejia social.

Particularmente lo veo como una parálisis generalizada, un stand by obligado porque no sabemos a donde ir y dudo, que racionalmente sepamos. De mis referentes formativos y de cajón, Antonio Gramsci escribió en toda su vida prolífica de escritura, un texto titulado Odio a los Indiferentes; cruel y subversivo suena el nombre, qué a más de uno espanta u opta por no proseguir a su lectura. Pero en estos tiempos volátiles, líquidos, de pandemia, de violencia, de crisis financiera y sanitaria _que ningún país del mundo se escapa_ vale la pena retomar textos, que nos hagan repensar el concepto de ciudadanía, y el valor que se tiene dentro de una democracia representativa y más aún, participativa.

“La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida (…) la indiferencia es el peso muerto de la historia, es la materia inerte que ahoga los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida (…) la indiferencia opera con fuerza en la historia, opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello que no se puede contar, lo que altera los programas, es la materia que se rebela contra la inteligencia y la estrangula (…)”

Lo anterior es una pequeña síntesis de la obra de Gramsci. Sí, violento el nombre, pero también rebelde y revolucionario. Lo que dice no es más que el deseo de que todos, como noble incitación, a realmente participar activamente como ciudadanos, y eso implica tres acciones; primero ser solidarios y preocuparse por los problemas que en general atañen a la sociedad, segundo, preocuparse por los aparejos individuales y de familia que indirectamente repercuten en la sociedad y tercero; emitir un voto justo y razonado como parte de la democracia representativa en la que vivímos _aunque se sabe que el voto generalmente no se formula con el cerebro_. Sin tanto detalle, sucintamente, con esas tres acciones, comenzaríamos a construir ciudadanía.

Particularmente, creo que hoy el ciudadano ya no es un hombre libre, porque vivir en comunidad, es un reflejo de vivir en libertad. Con justa razón a mucho les causa nausea la política, pero lo que no se sabe es, que la política no se enseña, se conquista. No construimos ciudadanía porque las calles, producto de la globalización, se han convertido en calles de tiendas abiertas a todas horas, en programas de televisión, en donde un imbécil es más popular que una crítica con fundamento y constructiva.

Por otra parte, en el segmento educativo, ya no se enseña o se forma, ni siquiera se preocupa en construir ciudadanos. En la educación _en todos los niveles_ solo sí acaso, se ha convertido en un mero aprendizaje de conductas ciudadanas “correctas”, que solo son variaciones vacuas de ciudadanía.

Ante esto ¿Porqué? ¿Porqué mantener esa palabra tan valiosa que poco a poco le ha quitado todo valor político?

Porque hoy ser ciudadanos nos vacía y nos conmina a lo que se espera de nosotros: trabajar, consumir, volver a consumir, divertirnos…  ah! Y a votar si es que se quiere o se puede cada determinado número de años por “nuestros representantes populares”.

Desgraciadamente no lo sabemos, pero el ciudadano es el que piensa, no es el que cree. Por último, cabe resaltar que el ciudadano, es la pieza fundamental, de todo lo que tenga que ver con lo democrático, y hoy, en nuestro país es sinónimo de control y dominio.

Aplanar la curva

En el mismo momento que se suspendieron todas las competencias deportivas, como las Olimpiadas en Tokio o los torneos profesionales de futbol, beisbol, basquetbol, automovilismo y todas las grandes competencias de la industria, se inauguró una nueva competencia mundial: la de aplanamiento de la curva.

Todos los gobernantes parecen haber entrado en la disputa por convencer a sus ciudadanos y al mundo, de que lo están haciendo mejor que otros, de que están tomando las mejores decisiones para manejar la pandemia y aplanar la curva de contagios de la peste moderna que es el coronavirus.

En esta competencia por el manejo de la pandemia surgen casos extremos como en Estados Unidos donde incluso se han politizado las medidas de sanitarias. Portar o no el cubrebocas se ha convertido en una cuestión partisana: una parte de los votantes a favor de Donald Trump se niegan a usarlo y a confinarse, mientras que quienes los usan militan en el bando demócrata.

Pero no sólo en Estado Unidos ocurre esta contienda. En México se ha presentado una batalla entre gobiernos locales y  el Gobierno federal, y entre gobernadores estatales para tratar de mostrar que están aplicando mejores medidas en la contingencia sanitaria y por lo tanto, están conteniendo los contagios mejor que otros.

Un ejemplo claro de esta competencia es el caso del Gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro Ramírez, quien ha buscado desmarcarse de la estrategia nacional y capitalizar políticamente el diseño de mejores medidas durante la contingencia sanitaria.

Pero esta olimpiada por aplanar la curva es vulgar y absurda. Vulgar porque los puntos que se van acumulando son vidas humanas: ya sean número de contagios o fallecimientos. Y es absurda porque pretende hacer creer que un país, o incluso un Gobierno local, puede hacer mejor las cosas que su Gobierno federal y otros gobernadores del mismo país. Y de esta manera la competencia por aplanar la curva se convierte en una competencia por los reflectores, las encuestas y mayores  tajadas de poder.

Es absurda esta contienda porque ningún Gobierno nacional puede por sí sólo, enfrentar las condiciones sistémicas que crean estas pandemias. Es absurdo que un político que gobierna en el 0.1 por ciento de la población mundial proclame que lo está haciendo mejor que otros gobiernos.

Es evidente y de sentido común que algunos gobiernos nacionales o locales hayan diseñado mejores políticas sanitarias para enfrentar la pandemia, y es necesario saberlo y reconocerlo para seguir enfrentándola de la mejor manera.

Pero en el contexto global esto es irrelevante porque la producción del coronavirus, de la COVID-19, no es un asunto de una nación, y menos de un mercado donde se comen animales exóticos. El virus COVID-19 es producto tanto de quienes comen murciélagos en el mercado de Wuhan, como por quienes acaparan tierras en la Ciénega del lago de Chapala para la siembra de monocultivos. O quienes en Nueva York o Madrid consumen alimentos que provienen de grandes extensiones de terrenos agrícolas ganados a los bosques tropicales en el Amazonas o

Ninguna de estas cuestiones se tocan o abordan por los gobernantes del mundo a la hora de decretar emergencias sanitarias, cuarentenas, y sumergirse en la competencia por aplanar la curva. Es evidente que esa es ahora la prioridad sanitaria, pero la mayoría de medidas de reactivación económica apuntan a volver a poner en marcha la misma maquinaria productiva y de consumo que nos ha metido en esta obscura cuarentena. Si no cuestionamos de raíz los fundamentos de la moderna sociedad capitalista entraremos, con seguridad, a una era de cuarentena indefinida.

Hacia dónde va la pandemia

Con la pandemia lejos de haber sido “domada”, algo que demuestran de forma trágica todos los días las estadísticas de nuevos contagios y, sobre todo, las de víctimas fatales, en México parece que nos aproximamos a los escenarios vividos en Italia hace tres meses o que pueden verse todavía hoy en algunos países sudamericanos.

El Gobierno de Nuevo León dio una muestra clara de ello ayer, al decretar medidas que rozan peligrosamente los límites del “toque de queda”, pues buscan prohibir la circulación de personas en las calles más allá de las 10 de la noche e imponer un “cierre” total durante los fines de semana.

¿La razón de ello? Lo que todos podemos ver, todos los días, en todos lados: el crecimiento cada vez más acelerado de una pandemia contra la cual no parece haber ya estrategia alguna, o por lo menos ninguna que esté siendo articulada de forma coherente por nadie.

Y es que en México padecemos la propagación del coronavirus en las peores condiciones posibles: en medio de una superposición de estrategias contradictorias, desplegadas por los gobiernos federal y estatales, que arrojaron un resultado realmente terrorífico el pasado mes de junio.

Vale la pena aclarar aquí que, a diferencia de lo que pasa en Estados Unidos, en México no estamos padeciendo un “rebrote”, sino que atestiguamos la aceleración constante en la propagación del virus cuyo comportamiento no ha registrado disminución alguna desde que se reconoció el primer caso.

Vista en retrospectiva la historia de los últimos tres meses, queda claro que los pronósticos del “zar” del coronavirus, Hugo López-Gatell, nunca estuvieron siquiera cerca de predecir el comportamiento de la pandemia y que los números que hoy vemos son producto de un hecho tan trágico como incontrovertible: en la lucha contra el SARS-CoV-2 hemos ido todo este tiempo a ciegas.

Por ello, no extraña que el Gobierno de Nuevo León haya decidido ayer adoptar medidas que constituyen, en estricto sentido, la imposición de un “toque de queda light” que busca reducir de forma drástica la movilidad de las personas, particularmente los fines de semana.

La gran pregunta es si aún es tiempo de adoptar estas medidas o si, por el contrario, el daño ya está hecho y lo único que nos queda por hacer es sentarnos a esperar que la propagación del virus se estabilice de forma natural, conforme más personas se infecten y eso vaya creando lo que los epidemiólogos llaman la “inmunidad de rebaño”.

Si esto último es lo cierto, lo que nos espera es la peor acumulación de cadáveres de que haya sido testigo cualquier generación de mexicanos desde la Revolución.

Por lo pronto, ya somos el sexto país con más víctimas fatales en el planeta. Es altamente probable que durante el fin de semana nos convirtamos en el quinto y, de seguir así las cosas corremos el riesgo de convertir a la zona del recién estrenado T-MEC, en la más mortífera del planeta debido a esta pandemia.

Julio y la democracia

María de la Heras, una de las primeras y más grandes encuestadoras de este país, decía que el sistema priista era tan perverso que había decidido hacer las elecciones en julio, cuando la mitad del país está inundado y la otra mitad se muere de calor. Algo sabía María de esas perversiones del sistema político, pues lo vivió desde dentro. El Presidente López Obrador quiere instaurar en el calendario de efemérides nacionales el primero de julio, día en que se celebró la elección en la que él ganó, como la fecha de instauración de la democracia, como si lo de atrás no hubiera existido. Celebrar la fecha de su triunfo y de su partido como si fuera el principio de todo raya en el egocentrismo: antes de él, la nada.

Pero, más allá de ello, vale la pena discutir cuál es la fecha en que deberíamos celebrar el advenimiento de la democracia, la primera fecha en que tuvimos realmente elecciones libres. Para algunos la llegada de la democracia en México es el 2 de julio de 2000, cuando se da por primera vez la alternancia de partido en el poder tras 70 años de partido hegemónico. En esa elección Vicente Fox ganó la Presidencia y Andrés Manuel López Obrador la Ciudad de México. Otros consideran el mismo 2 de julio, pero de 1989 cuando el Gobierno de Carlos Salinas reconoce el triunfo de Ernesto Rufo (PAN) en Baja California como primer Gobernador electo de una partido de oposición. Sin embargo, ese mismo día en Michoacán se operó un terrible fraude en contra el recién nacido PRD.

La verdadera fecha de unas primeras elecciones libres es el 6 de julio. No el de 1988 cuando el gran demócrata hoy parte del Gobierno de la transformación, Manuel Bartlett Díaz, siendo Secretario de Gobernación tumbó el sistema de información porque el PRI iba perdiendo la elección. Sospechamos, con muchos elementos, que esa elección la ganó Cuauhtémoc Cárdenas, pero nunca lo sabremos a ciencia cierta. Es curioso que López Obrador nunca hable de ese fraude y solo se refiera a aquellos en los que él se ha visto afectado, quizá porque en ese momento él todavía era parte del PRI. Pero el 6 de julio de 1997, tuvimos la primera elección con consejos electorales ciudadanizados, donde los partidos tienen voz, pero no voto, donde el Secretario de Gobernación no mete las manos, con ciudadanos contando los votos en las casillas y cuidando las actas.

No nos equivoquemos: la democracia no nació con el triunfo de López Obrador, él no es el paladín de la democracia en México sino un beneficiario más. Podemos discutir si en la elección de 2006 hubo acuerdo por debajo de la mesa y si se organizaron los poderes fácticos para descarrilar a un candidato. Lo que no es discutible es que los votos que contaron los ciudadanos y el IFE fueron los que fueron.

La democracia no existe o deja de existir por la voluntad del Presidente, sino por la fortaleza de las instituciones; la democracia no nació con López Obrador, nació con el IFE. Por eso aquel 6 de julio de 1997, no se olvida (y el de 1988, tampoco).

Dos años después

Hace exactamente dos años arrancó la histórica jornada electoral que concluyó con el triunfo arrollador de un candidato que, luego de dos intentos fallidos, convenció a más de la mitad de los electores que decidieron ir a las urnas, de que él representaba la única esperanza de un futuro mejor.

Andrés Manuel López Obrador se alzó así, el primer día de julio de 2018, con una victoria indiscutible que no sólo implicó alcanzar su sueño de ser Presidente, sino el llegar a la titularidad del Poder Ejecutivo Federal con el respaldo de la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión.

Con este triunfo quedaron atrás dos décadas de presidentes que, desde Ernesto Zedillo, se veían obligados a negociar todo con el Poder Legislativo porque, aunque las bancadas de sus correligionarios fueran las más numerosas en las cámaras de Diputados y Senadores, resultaban insuficientes para sacar adelante sus propuestas sin negociación ni concesiones.

También quedaron atrás los tiempos en que, pese a obtener el triunfo, los presidentes mexicanos sólo eran respaldados por “la minoría más grande”. Carlos Salinas de Gortari había sido el último Presidente Mexicano a quien se reconociera -en unos comicios que hoy siguen siendo discutidos- más del 50 por ciento de los votos depositados en las urnas.

Nadie, en décadas, llegó al poder con tanta legitimidad como López Obrador, ni cargaba con las esperanzas de tantos mexicanos en la posibilidad de un cambio drástico en el derrotero del país.

Dos años después de ese triunfo histórico y tras 19 meses de ejercer el poder, la esperanza sólo es sostenida por la fe de quienes consideran que basta la voluntad del oriundo de Macuspana para superar los enormes retos que sigue enfrentando el país y no han sido atendidos con eficacia hasta ahora.

Los números, fríos e insensibles, reflejan una realidad muy distinta al paraíso ofrecido a lo largo de tres campañas presidenciales y reiterado en cientos de conferencias de prensa ofrecidas desde Palacio Nacional.

La economía se encuentra en el peor momento de las últimas décadas, la violencia no solamente no ha disminuido sino que se ha incrementado, las desigualdades sociales siguen allí, intocadas, y solamente un indicador muestra signos constantes de crecimiento: la polarización.

López Obrador ha persistido, como Presidente, en la estrategia que le dio la victoria como candidato: atizar el sentimiento de animadversión entre ricos y pobres, “liberales” y “conservadores”, los integrantes del “pueblo bueno y sabio” y los “fifís rapaces”.

El problema es que esa estrategia, si bien es eficaz para conquistar votos -e incluso puede ser calificada de inteligente en ese proceso- es una pésima idea como brújula para gobernar y promover la alineación de esfuerzos en torno a los objetivos comunes de la nación.

López Obrador fue electo para gobernar cinco años y once meses. Aún le restan casi cuatro años y medio a su mandato. Es el momento de rectificar y dejar de comportarse como el líder de una facción para convertirse en el Presidente de todos los mexicanos.

Machismo en las alturas

En una, diría Monsiváis, escrupulosa declaración patrimonial de sus bienes intelectuales, el Presidente soltó desde el fondo de su alma una frase lapidaria: “A veces no gusta mucho porque, también con razón, se quiere cambiar el rol de las mujeres y eso es una de las causas, una de las causas justas del feminismo, pero la tradición en México es que las hijas son las que más cuidan a los padres, nosotros los hombres somos más desprendidos”. Desde el fondo del auditorio el fantasma de Melchor Ocampo, entusiasmado, aplaudía. ¿cómo no se me ocurrió antes? pensó. Ahí en el segundo párrafo de mi epístola donde dice que la mujer “debe dar y dará al marido, obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende…” podemos agregar una línea que diga: “y fieles a la tradición mexicana, cuidarán a sus padres para que el hombre pueda ser, como es, desprendido”. Si se agrega la frase el fantasma Melchor no tiene inconveniente que en lo sucesivo la epístola lleve el nombre Ocampo-López.

López Obrador es, o quiere ser, un liberal del siglo XIX, pero es un conservador del siglo XXI. Más allá del pitorreo, el problema es que esta concepción anacrónica de la familia se refleja en las políticas públicas del Gobierno. El Presidente apuesta un día sí y otro también a una familia mexicana idealizada que solo existe su cabeza y en la de uno que otro obispo. No es la primera vez que el Presidente hace este tipo de declaraciones. Comenzando el Gobierno anuló el subsidio a las guarderías y dijo que lo mejor era que a los niños los cuidaran los abuelos. Luego pidió a las feministas no afectar los monumentos en sus marchas y poco después con su decálogo con el que pretendía reivindicarse escribió que violentar a las mujeres era cobarde y anacrónico, pero nunca dijo que se trata de un delito. “¿Maltrato al interior de las familias? No, no, al contrario…” dijo el 20 de mayo pasado negando el incremento de violencia intrafamiliar durante el confinamiento. Prometió que mostraría una encuesta donde se demostraba lo contrario. Nunca llegó. Las cifras oficiales de violencia intrafamiliar sigue creciendo y cada reporte mensual es peor.

No tengo la menor duda de que haya familias funcionales, incluso que en la mayoría de las familias el saldo sea positivo, que la estrategia de sobrevivencia en los sectores más pobres de la sociedad se basa en la familia, pero negar o minusvalorar el problema de violencia familiar y que parte esencial de esa violencia es la reproducción de conductas machistas que impone a las mujeres doble o triple jornada, no solo es retrograda, un retroceso de dos siglos, sino criminal.

Hay machismo en las alturas y en un Gobierno tan personalizado, tan centrado en la persona del Presidente, esta concepción no solo permea el discurso, sino que está detrás del desmantelamiento de las instituciones de protección a mujeres y víctimas de violencia.

Pandemia indomable

El director General de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, advirtió ayer que la pandemia provocada por el virus SARS-CoV-2 se encuentra lejos de su punto final, luego de registrarse oficialmente casi 10 millones y medio de contagios y haber superado el medio millón de víctimas fatales a nivel global.

“El virus tiene todavía mucho espacio para moverse. Todos queremos que esto termine, todos queremos volver a la normalidad, pero la realidad es que esto ni siquiera está cerca de terminar”, dijo el responsable de coordinar a nivel planetario el esfuerzo sanitario de contención del patógeno.

Las palabras de Ghebreyesus tan sólo sintetizan la idea que todos podemos desarrollar a partir de observar las gráficas globales de casos nuevos diarios, así como de víctimas mortales.

Tales gráficas, aunque parecían mostrar un comportamiento con tendencia a la estabilización –luego de lo cual era esperable observar un descenso– han vuelto a crecer de forma exponencial mostrando incluso que la propagación del virus está cobrando velocidad nuevamente.

En el caso del número diario de contagios, aunque las gráficas que muestran la evolución estadística de esta variable parecen detener su crecimiento entre principios de abril y finales de mayo, ha vuelto a dispararse durante junio, acumulando 4.15 millones de nuevos contagios en solo 29 días, es decir, el 40 por ciento de todos los casos oficialmente registrados.

Algo similar ocurre en el caso de los decesos: de 508 mil 228 que se contabilizaban anoche, al momento de redactar este reporte, poco más de 134 mil corresponden sólo al presente mes de junio, es decir, 26.4 por ciento del total o una de cada cuatro víctimas.

Lo peor de todo, para nosotros, es que Latinoamérica se ha convertido en el nuevo epicentro de la pandemia, pero con una agravante: el control sobre el fenómeno parece absolutamente perdido y los discursos gubernamentales no hacen sino incrementar el desatino oficial todos los días.

Brasil, México y Chile constituyen los focos más preocupantes para la OMS, pero claramente existen matices entre las tres naciones, sobre todo en el número de muertos y la velocidad a la que estos se acumulan: Brasil contabilizaba anoche poco más de 58 mil decesos y se ubicaba en el segundo lugar mundial en este rubro, mientras que México superó los 27 mil, muy lejos de Chile que rondaba los 5 mil 600.

En el caso de nuestro País, todo hace indicar que en unas horas podríamos ingresar al deshonroso top five de los países con más muertos en el mundo, superando a España y a Francia, países donde las gráficas de nuevos casos diarios y decesos muestran claramente que el pico de la pandemia ha pasado y que sus servicios de salud han ganado la batalla.

La estadística, fría y desprovista de prejuicios políticos o vocaciones ideológicas, ofrece pues, a cada momento, un veredicto contundente en contra de los discursos irrealmente optimistas e irresponsablemente triunfalistas: la pandemia no sólo está lejos de haber sido “domada”, como presume el presidente López Obrador, sino que lo peor aún podría estar por venir.

A Washington; ¿quién gana qué?

Donald Trump es visto por la mayoría de mexicanos como enemigo de la nación; insulta, desprecia, amenaza a los mexicanos en general y a los que viven allá. Los ha llamado delincuentes e incluso animales. Pero no es el caso de Andrés Manuel López Obrador, quien ve en él alguien respetuoso, que incluso le da un trato de amigo. Más que amistad, hay sumisión. Eso suele ser explicado en términos de la asimetría entre ambos países; ¿qué le queda a México, sino callar y obedecer? aseguran. En parte es verdad, pero algunos presidentes han tenido respuestas distintas —a veces más dignas— frente a esa asimetría, exigencias o insultos de sus homólogos del norte. Pero si dice Trump frente al ignominioso muro, que quiere al presidente mexicano en Washington, AMLO anuncia de inmediato que irá. A AMLO no le gusta salir del país pues se siente desubicado, pero ante la instrucción de Trump, pues hay que ir.

Trump requiere verse al lado de AMLO para intentar atraer al menos algunos votos de los 20 millones de electores mexicanos, sabiendo que son adeptos al presidente mexicano. Pero podría ser a la inversa; que esos ciudadanos mexicanos se decepcionen de AMLO por apoyar a quien los insulta, humilla y discrimina. Podría ocurrir lo que vislumbra Armando Vázquez-Ramos, presidente del Centro de Estudios California-México: “Para los 40 millones de mexicanos que vivimos en EU sería vergonzoso y un insulto que la primera visita al exterior del presidente López Obrador fuera para ayudar a reelegir al peor presidente… el más despreciado en el mundo por su racismo y odio contra los mexicanos, inmigrantes y mujeres”. (25/VI/20). El gobierno mexicano ha intentado paliar el costo sugiriendo que también vaya el primer ministro canadiense. Pero al parecer, Trudeau no está para esos juegos. A él Trump no le truena los dedos.

AMLO arriesga su imagen, como ocurrió con Peña durante la visita del candidato Trump aquí, quien quedó empequeñecido, casi borrado, en la conferencia conjunta. Si el norteamericano quiere ser desafiante con México para fortalecer a su base, AMLO quedará atrapado. Y a los demócratas no se les olvidará tan fácilmente el respaldo electoral que AMLO brindará a Trump, considerando que es probable que incluso perdiendo la presidencia, controlen la mayoría del Congreso. Algunos analistas sugieren que el viaje también será aprovechado por Trump para sugerirle (exigirle) en privado a su socio mexicano que modifique su política frente a los inversionistas extranjeros. Las declaraciones del embajador Christopher  Landau son un aviso. Dijo, entre otras cosas, que “No se puede decir a la vez queremos atraer inversión y capital de otras partes del mundo y también decir, vamos a cambiar las reglas… Uno no puede tener las dos políticas a la vez; o un país tiene una política de atraer inversión o… de espantar inversión” (25/VI/20). ¿Más claro? De seguro no fue una mera ocurrencia del embajador.

AMLO minimizó el mensaje, aludiendo al apoyo público del que goza. Pero Trump podría provocar que AMLO modifique su política de frenar inversiones privadas y, retome el compromiso de no cambiar las reglas a mitad del juego, que parece ser un eje esencial de su pretendida transformación. Y es que Trump por sí sólo pesa más que los millones que respaldan a AMLO y de los que él se ufana. En todo caso, la visita no es pues una cuerda floja donde se puede ganar o perder; parece más un salto al vacío con pérdidas netas. Pero el presidente se siente obligado a ir ante la exigencia del único personaje a quien no se atreve a decir que no. El belicismo de AMLO y sus plumas frente a EU cuando estaban en la oposición, de pronto se tornó en la pasiva abnegación que tanto condenaban.

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