Corrupción: un virus endémico, ¿que no tiene cura?

Una de las preguntas que especialistas de las más diversas disciplinas han intentado responder es la relativa al origen, al germen de la corrupción. ¿Es un fenómeno cultural diseminado en toda la sociedad o es un mal que aqueja solamente a un segmento muy específico de la comunidad?

El presidente Andrés Manuel López Obrador, quien ha señalado que el propósito fundamental de su gobierno es erradicar la corrupción, sostiene que se trata de un fenómeno de corte vertical que transita de arriba hacia abajo en la escala social, pues los menos favorecidos, el “pueblo raso” es “honesto por naturaleza” y solo se involucra en actos de corrupción si es forzado a ello.

De cuando en cuando, sin embargo, se ventilan públicamente casos que parecen evidenciar que la corrupción es un fenómeno que se encuentra arraigado más allá de lo deseable y que no está enraizado exclusivamente en una capa de la sociedad.

Señalar lo anterior no sirve, desde luego, para “exculpar” a quienes desde posiciones de poder -económico o político- se sirven de la corrupción para afianzar y multiplicar ese poder. Reconocer el hecho debe servirnos para acceder a un mejor entendimiento de cómo operan los resortes de la corrupción y de esa forma diseñar mejores soluciones para combatirla.

El comentario viene al caso a propósito del reporte que publicamos en esta edición, relativo a la denuncia formulada por Ismael Leija Escalante, secretario general del Sindicato Nacional Democrático de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos Siderúrgicos y Conexos, que agrupa a trabajadores de la empresa Altos Hornos de México.

De acuerdo con Leija Escalante, exempleados de la siderúrgica habrían pagado sobornos de hasta 100 mil pesos a médicos del Instituto Mexicano del Seguro Social para que les expidieran certificados que les permitieran tramitar, sin merecerlo, una pensión.

“Alteraban dictámenes y le daban (una pensión) a un trabajador que no (la) merecía, trabajadores que están completamente sanos… pagaban hasta más de 100 mil pesos…Hay gente enterísima de 50 a 52 años y cuenta con mejores pensiones que esta gente que anda en muletas”, ha denunciado el dirigente sindical, quien dijo tener pruebas de sus dichos.

Se dirá, desde luego, que el problema está en el lado de los médicos -que en este caso serían “los de arriba”-, quienes con su actuar inescrupuloso promueven este tipo de conductas. Pero la corrupción, como bien sabemos, requiere necesariamente de la participación de al menos dos partes y en todos los casos ambas partes tienen la misma posibilidad de contenerla.

Sin duda que el grado de reproche es mayor en la medida en que los partícipes de la corrupción cuentan con mayor formación académica u ocupan posiciones de mayor jerarquía en la escala social o laboral. Pero eso no implica exculpar a quienes participan e intentan beneficiarse de la corrupción porque se encuentran en la parte “débil” de la ecuación.

Por lo menos el caso que hoy publicamos parece dejar claro que estamos ante un fenómeno de ramificaciones inmensas que solo si es reconocido en su exacta dimensión podrá ser combatido con eficacia.

Crisis educativa: otro efecto indeseable de la pandemia

De acuerdo con la Unión Nacional de Padres de Familia (UNPF), unos 800 mil alumnos, de diversos niveles educativos, están siendo obligados a migrar de escuelas privadas a instituciones públicas, derivado de la crisis que en este sector ha provocado la pandemia del coronavirus.

El dato se suma a las malas noticias que hemos venido acumulando en los últimos meses y que van evidenciando los estragos que, en diversos ámbitos de la vida social, está provocando la peor emergencia que haya enfrentado la humanidad en el último siglo.

No es un caso exclusivo de México, por supuesto, pero en nuestro País las consecuencias pueden ser mucho más severas que en otras regiones del mundo debido a las características de nuestra economía.

Que cientos de miles de estudiantes estén solicitando ahora un espacio en una institución pública es signo de, al menos, dos cosas:

Por un lado, de la pérdida –o, en el mejor de los casos, la reducción– de los ingresos de las familias. Quienes han perdido su empleo o han visto recortados sus ingresos deben disminuir gastos y la educación privada sin duda que está en los primeros lugares de la lista.

Por el otro, del hecho que al no poder ofrecer todos los servicios de los cuales dependen sus ingresos –como el de guardería, por poner un ejemplo– o al verse obligadas a reducir su matrícula para cumplir con las restricciones de proximidad impuestas por las autoridades sanitarias, los planteles privados pierden viabilidad económica.

No estamos hablando solamente de menos alumnos en las instituciones privadas, sino también de la pérdida de puestos formales de trabajo y de la contracción de múltiples cadenas de valor que implican la producción de uniformes, la realización de eventos o la adquisición de materiales escolares.

Por otra parte, estamos hablando de una presión adicional al sistema de educación pública que eventualmente no tendrá capacidad para atender a quienes ahora voltean hacia el estado en demanda de un espacio en las escuelas que dependen de la SEP.

En Coahuila solamente, de acuerdo con lo informado por la Secretaría de Educación, 18 instituciones privadas han notificado ya su cierre definitivo y otras 10 han señalado que podrían dejar de operar en el futuro inmediato. Se trata de noticias que no son para nada alentadoras y que complican aún más el inminente reinicio de actividades escolares.

Frente a esta situación, el Estado mexicano tendría que diseñar una respuesta eficaz que impida el colapso del sistema de educación –incluido en ello el sector privado–, pues en última instancia es una responsabilidad gubernamental garantizar la educación para todos, en todo el territorio nacional.

Ver de manera impasible cómo cierran instituciones privadas y frente a tal realidad adoptar la posición de que son sus propietarios –y sólo ellos– quienes deben ocuparse de la situación, implica arrojar un bidón de gasolina a un incendio que no hace sino crecer cada día y eso, desde cualquier punto de vista, parece una muy mala idea.

Regreso a clases: decisiones en medio de la incertidumbre

Uno de los anuncios más esperados por millones de familias en México era el relativo al regreso a clases. Muchas decisiones relevantes de madres y padres de familia dependían del anuncio que las autoridades federales y estatales de todo el país realizaran al respecto.

Ayer finalmente se registró la decisión. O, más bien, el anuncio de la reactivación de actividades escolares con múltiples “peros” que no dejan claro lo que ocurrirá en el mediano plazo.

El problema sigue siendo el mismo que hemos visto a lo largo de toda la pandemia del coronavirus: la falta de coordinación precisa entre los órdenes federal y estatal de gobierno, lo cual implica dejar a las familias en el pantano de la incertidumbre.

El Gobierno Federal ha dicho que la reanudación de las actividades será a partir del 24 de agosto. El Gobierno del Estado coincide en la fecha. Pero allí se acaban las coincidencias, pues en Coahuila la administración estatal ha señalado que aquí se buscará “un modelo propio” para la reactivación escolar.

No está mal, en principio, que las autoridades locales planteen la necesidad de que las decisiones que afectan a quienes vivimos en Coahuila atiendan a las particularidades de la entidad, pero sería de esperarse una mayor coordinación, dado que el problema de fondo -la emergencia sanitaria- es un asunto que atañe a todo el país.

Por otro lado, sería de esperarse que el Gobierno de la República ofreciera mayores apoyos a las entidades del país toda vez que, aun cuando el sistema educativo ha sido teóricamente “federalizado”, en los hechos el presupuesto educativo sigue dependiendo de la Federación.

La falta de coordinación adecuada termina dejando a las familias en un estado de incertidumbre importante, porque al no estar viviendo en una “normalidad” total -ni en la “antigua”, ni en la “nueva”- los problemas que deben resolverse a nivel individual siguen siendo demasiados.

Por lo pronto, tenemos por delante otras tres semanas de inactividad escolar que teóricamente deberían servir para afinar la estrategia que servirá a todo mundo para, llegado el día 24, reanudar clases con plena certeza respecto del modelo para seguir afrontando la pandemia.

Sería de esperarse que, en esas tres semanas, tanto el Gobierno de la República como los estatales fueran capaces de coordinar mejor sus agendas y diseñar, al margen de diferencias ideológicas, una hoja de ruta que nos permita a todos adaptarnos a las exigencias de un ciclo escolar que no será, para nada, algo cercano a lo “normal”.

Y lo que está en juego, es importante señalarlo, no es si los alumnos de preescolar, primaria, secundaria o preparatoria podrán tomar clases y, eventualmente, obtener una calificación aprobatoria para avanzar al siguiente ciclo escolar. Lo que está en juego es la capacidad de las familias para desarrollar las actividades que les permiten obtener ingresos, al mismo tiempo que sus hijos atienden sus actividades escolares.

Esperemos que en las tres semanas que tenemos por delante seamos capaces de diseñar y poner en práctica un modelo que permita conciliar ambas esferas de la vida familiar.

El peor trimestre

De acuerdo con la “estimación oportuna” del comportamiento de la economía nacional, publicado ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), el Producto Interno Bruto de México se contrajo 18.9 por ciento durante el segundo trimestre de este año. El peor dato de la historia.

No es un dato sorpresivo, es cierto. E incluso podría decirse que el peor de los pronósticos no se ha materializado, pues múltiples analistas habían vaticinado que la contracción llegaría a 20 por ciento.

Pero no por ser esperado el dato deja de ser ominoso. Estamos hablando de un trimestre desastroso a cual más, cuyos efectos habremos de padecer por mucho tiempo. Incluso por más de una década, en los pronósticos más pesimistas que ya circulan.

Algunos cuestionamientos flotan en el ambiente luego de conocer el dato revelado por el Inegi: ¿era inevitable que la caída de nuestra economía fuera de esta magnitud? ¿Pudimos haber hecho cosas para suavizar el golpe y hacer menos drástico el retroceso?

No son pocas las voces que responden en sentido positivo a estos cuestionamientos y ello pone en duda la habilidad del actual Gobierno de la República para inyectar dinamismo a la economía nacional y colocar amortiguadores para la caída.

Y es que más allá de los números lo importante es voltear a ver a las personas, a los seres humanos que sufren las consecuencias de esta brutal contracción económica.

¿De quiénes estamos hablando? En primer lugar de quienes han perdido su empleo y con ello los ingresos que garantizaban el sustento de sus familias. De forma temporal, millones de personas; de forma definitiva, al menos 1.2 millones de mexicanos.

Lo peor de todo no es que quienes tenían un empleo formal y lo han perdido, ni siquiera tienen la expectativa de recuperarlo en el futuro inmediato, porque justamente la contracción económica que indica la estadística implica que las empresas que garantizaban la existencia de ese puesto de trabajo han desaparecido, acaso para siempre.

La incertidumbre que eso plantea, para el futuro de millones de seres humanos, no puede ser sintetizada en un número que indica la contracción de la economía y eso es lo que más debería preocuparnos como sociedad.

Por eso mismo, lo que tendría que ocuparnos como prioridad para el futuro inmediato es cómo vamos a diseñar y poner en práctica una estrategia capaz de relanzar nuestra economía de forma que podamos reconstruir, en el menor tiempo posible, la infraestructura que ha destruido la pandemia, pero también las pésimas decisiones económicas tomadas desde el poder público.

Además es necesario tener en cuenta que la caída registrada durante el segundo trimestre del año no se detendrá en el tercero, si bien será, previsiblemente, menos drástica, lo cual implica que seguirá agravándose el problema. Ante esta realidad cabría esperar una modificación a la estrategia económica seguida hasta ahora por el Gobierno de la República.

¿Era inevitable que la caída de nuestra economía fuera de esta magnitud? ¿Pudimos haber hecho cosas para suavizar el golpe y hacer menos drástico el retroceso?

¿Por qué la FGR no teme que Lozoya se fugue?

Ayer se dictó una segunda vinculación a proceso al exdirector general de Petróleos Mexicanos (Pemex), Emilio Lozoya, luego de 14 horas de audiencia en el segundo día consecutivo en el que se leyeron cargos en su contra. Sin embargo, pese a la relevancia de las imputaciones, la Fiscalía General de la República (PGR) no solicitó prisión preventiva en su contra.

En otras palabras, luego de que, según su abogado Miguel Ontiveros, permanezca “dos o tres días más” en el hospital privado donde se encuentra internado, gozará de libertad condicional durante el resto del procedimiento judicial al que ha sido sujeto por diversos delitos.

Es preciso insistir que la libertad condicional de Lozoya se debe, esencialmente, a que la dependencia a cargo de Alejandro Gertz Manero solamente solicitó que se le colocara un brazalete, se le retirara el pasaporte y las visas y se le prohibiera salir del País.

¿Por qué la FGR no considera que Lozoya debería enfrentar en prisión el proceso que se le seguirá en adelante? La pregunta es pertinente sobre todo porque a diferencia de la postura que ha asumido ahora la Fiscalía en el caso de la exsecretaria del gabinete de Enrique Peña Nieto, Rosario Robles, se consideró que “existía riesgo de fuga”.

¿Por qué en este caso no se tiene el mismo temor si, de acuerdo con los antecedentes del mismo, Lozoya Austin ya demostró su propensión a buscar escapar del brazo de la justicia?

Es importante recordar en este sentido que, al presentarse la primera denuncia en su contra, el exfuncionario se negó a comparecer a las audiencias que se le citó y huyó al extranjero obligando al gobierno mexicano a buscarlo por todo el mundo, hasta que fue detenido en España.

Contrario a esta conducta, Rosario Robles nunca buscó esconderse ni huir pero, a pesar de eso, la FGR insistió en la necesidad de mantenerla en prisión alegando que, de lo contrario, podría huir debido a que no había certeza de que tuviera “arraigo” en la Ciudad de México.

Otro detalle que es necesario resaltar en esta dicotomía es que los delitos de los que son acusadas ambas personas son esencialmente los mismos: delitos para los que no se exige prisión preventiva oficiosa, pese a que el presidente López Obrador repite, una y otra vez, que la corrupción ya es en México “delito grave”, es decir, que no permite la libertad bajo fianza.

La única explicación posible a esta conducta contradictoria es que los criterios más relevantes con los cuales se está “combatiendo” la corrupción desde el Gobierno de la República son de carácter político y no jurídico, lo cual no contribuye a documentar el optimismo.

Este episodio, por lo pronto, ha concluido. Ahora habrá que esperar medio año para que la FGR concluya su investigación. En ese periodo, nada concreto ocurrirá en relación al caso… salvo la recreación de una previsible guerra de papel derivada del interés político que para el Gobierno de la república tiene este caso “emblemático”.

Estambul no tiene la culpa

En política nada hay más complicado que la congruencia. Todos quisiéramos que nuestros políticos fueran absolutamente congruentes entre lo que dicen y lo que hacen, pero eso es imposible. Si hicieran lo que dicen y prometen, y solo eso, el país sería una caos, un conflicto permanente. Si solo prometieran lo que pueden cumplir a cabalidad, las campañas serían lo más parecido a un retiro espiritual de silencio. Por eso la ambigüedad y la contradicción son inherentes a la política.

Pero hay de contradicciones a contradicciones. Una cosa es tener que mediar entre la realidad y el deseo de transformación y la otra es cometer actos abiertamente contradictorios y, al menos en apariencia, por la simple voluntad de decir aquí quien manda soy yo. El nombramiento de Isabel Alvirde como Embajadora en Estambul es quizás el “chayote”, el “embute”, más grande de la historia de este país. Sí, es cierto, desde que Calígula hizo Cónsul a su caballo el servicio exterior se ha utilizado para cualquier tipo de arbitrariedades, desde desterrar enemigos o expresidentes hasta para pagar favores o premiar amigos. Pero justamente por eso, porque es una arbitrariedad y un abuso de poder uno no lo espera de una personaje que un día sí y otro también acusa de corruptos a sus antecesores y ataca a los periodistas que lo critican porque, sin presentar prueba alguna dice que eran chayoteros, actúe de una manera distinta.

La designación de Isabel Alvirde como Embajadora en Estambul es grave por lo que significa en términos de corrupción del poder, y muy grave por lo que representa para el servicio exterior mexicano. No solo es un insulto a los miembros de carrera del servicio exterior, que tristemente están más que acostumbrados a este tipo de imposiciones con lógica política, sino al país que recibe semejante representación. Estambul es hoy por hoy una de las grandes capitales del mundo y geopolíticamente el punto de encuentro no solo entre dos continentes sino entre dos culturas cada vez más encontradas. Pensar que alguien sin experiencia diplomática puede representar con eficiencia y eficacia los intereses de México en ese país es una quimera; pensar que la relación con Turquía es tan poco trascendente que una persona sin experiencia, por el simple hecho de compartir la visión o la amistad del Presidente, puede ser Embajadora en ese país, es una irresponsabilidad.

El problema no es el nombre ni lo que representa Isabel Alvirde, que, por supuesto, es muy discutible, pues se trata de una periodista con la adulación a flor de piel cuya convicción más profunda es estar bien con el poder en turno, sino el hecho en sí mismo.

En lo dicho, para ser diferentes se parecen demasiado a sus tan odiados antecesores. Estambul no tiene la culpa.

Pacto por la corrupción

Por la posición de los personajes, por el volumen de los recursos involucrados y la dimensión de las decisiones que se tomaron, en el caso que se investiga a partir de las declaraciones de Emilio Lozoya Austin, todo apunta a que estamos ante uno de los casos de corrupción más grandes de la historia reciente del país.

Una vez detenido el 12 de febrero de este año en Málaga, España, a donde se había refugiado cuando huyó de la justicia mexicana, se especuló sobre la información que proporcionaría el exdirector de Petróleos Mexicanos (Pemex) a la justicia mexicana. Como se recuerda, en un primer momento Lozoya Austin negó las acusaciones y posteriormente, a través de sus abogados (encabezados por Javier Coello Trejo), anticipo que se defendería y que si se le investigaba daría a conocer la información que disponía y hablaría de la participación de sus jefes superiores en los casos denunciados: sobornos de Odebrecht y la compra a sobreprecio de la planta de Agro Nitrogenados.

Una vez detenido, Lozoya Austin cambió de postura y aceptó la extradición y colaborar con la justicia por los delitos de lavado de dinero, asociación delictuosa y cohecho. Todo indica que en este cambio de postura tuvo qué ver la intervención de Emilio Lozoya Thalmann (padre del exdirector de Pemex y Ministro en el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari) y los abogados del imputado, entre ellos el exjuez español, Baltasar Garzón.

A cambio de aceptar la extradición y colaborar con la Fiscalía General de la República (FGR) para indagar a quienes y cómo beneficiaron de los sobornos entregados por la brasileña Odebrecht y la mexicana Altos Hornos de México, Lozoya Austin espera disminuir su condena o incluso quedar libre y también beneficiar a sus familiares involucrados: su madre Gilda Margarita Austin, su hermana Gilda Susana Lozoya y su esposa Marielle Helene Eckes (aunque según algunos juristas, cada una de ellas debe librar un juicio por separado).

Una de estas pistas es la revelación de Reforma el pasado viernes de que parte del dinero que la constructora Odebrecht entregó a cuentas secretas a Lozoya Austin fueron utilizadas en la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto. Según esta nota, Lozoya Austin le aseguró a la Fiscalía mexicana que tanto Peña Nieto como su coordinador de campaña, Luis Videgaray, estaban enterados de estas transacciones. La otra revelación es que parte del dinero sirvió para sobornar a diputados y senadores a cambio de que aprobaran la Reforma Energética que se discutía en el Congreso de la Unión en 2013. En este caso se destinaron 52.3 millones de pesos para aprobar reformas del Pacto por México. “El entonces Presidente Enrique Peña y el Secretario de Hacienda, Luis Videgaray, encabezaban directamente la estrategia”, se afirma en la nota firmada por Abel Barajas y Claudia Guerrero (Reforma, viernes 24 julio 2020).

Las denuncias de Lozoya Austin hacen un salpicadero de suciedad a diversos políticos que sostenían jubilosos el Pacto por México, entre otros el excandidato presidencial panista Ricardo Anaya, quien era el presidente de la Cámara de Diputados cuando se aprobó la Reforma Energética. Otros panistas mencionados son Ernesto Cordero y Salvador Vega, exsenadores, y los hoy gobernadores de Querétaro, Francisco Domínguez, y de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca.

Pero el salpicadero no termina con estos actores y estas cifras. De acuerdo con Milenio, la red de sobornos que en la que participó Lozoya Austin ascendió a unos 120 millones de dólares, según investigaciones de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la Secretaría de Hacienda. “Milenio tuvo acceso a las investigaciones de la Unidad de Inteligencia Financiera, de las que se desprenden 16 denuncias: ocho a personas físicas y ocho a morales. Los montos denunciados son por depósitos de 73 millones 531,419.85 pesos y 119 millones 75 mil 131.67 dólares, respectivamente”.

No es la primera vez que trasciende el soborno de los legisladores para aprobar leyes en México (de hecho esta es una práctica utilizada en el Congreso de Jalisco), pero lo que resalta en esta red de corrupción revelada por Lozoya Austin es el tamaño y dimensión que alcanzó la corrupción en los dos anteriores sexenios, convirtiendo al Pacto por México en un verdadero pacto por la corrupción. Ahora, que no haya pacto de impunidad.

Las dudas del caso Lozoya

Todo es extraño y confuso. Nada está claro y, a pesar de la relevancia política, social y mediática del asunto, son las filtraciones y el manejo intencionado de la información lo que prima. Nos referimos, desde luego, al tema del momento, al “Caso Lozoya”, que ha sido planteado -mediáticamente, desde luego- como un “parteaguas” en la lucha contra la corrupción.

Ayer, un juez federal presidió la inusual audiencia del “caso del momento”, con un detenido que se encuentra en la suite de un hospital privado y sin que el video del evento pudiera ser visto por nadie más que las partes en el proceso. Lo que sabemos de éste es sólo aquello que un desconocido funcionario del Consejo de la Judicatura Federal nos contó a través de un chat de mensajería instantánea.

Al final, según se informó, el exdirector de Petróleos Mexicanos fue vinculado a proceso y permanecerá, en calidad de detenido y portando un brazalete, en el cuarto de hospital a donde fue conducido desde que pisó suelo mexicano luego de ser extraditado desde España.

En términos estrictamente técnicos, a Emilio Lozoya se le ha dictado una medida cautelar que implica monitorear sus movimientos, pero extrañamente también se ordenó que se mantuviera la vigilancia policial en el inmueble donde se encuentra.

¿Se le dictó entonces prisión preventiva pero en tanto esta puede ejecutarse le han colocado de forma provisional un brazalete? O, más bien, como afirma el propio presidente Andrés Manuel López Obrador, ¿la vigilancia policial es para “garantizar su seguridad” porque corre peligro?

Las preguntas no hacen sino acumularse conforme pasan los días y las respuestas que se van ofreciendo no hacen sino multiplicar las dudas.

¿Cuál es la calidad real de Emilio Lozoya en términos judiciales? ¿Cuál es el trato que la Fiscalía General de la República hizo con él y sus abogados? ¿Se le va a juzgar y a condenar por los delitos que necesariamente debería confesar si, como se ha dicho, ha decidido “cooperar” con las autoridades?

No se trata de preguntas triviales, sino de cuestionamientos de la mayor importancia que deberían quedar perfectamente respondidos de cara a la opinión pública, pues de lo que estamos hablando es de esclarecer lo que el propio Gobierno de la República ha bautizado como uno de los más escandalosos casos de corrupción del pasado reciente.

De entrada parece claro que el primer compromiso de las autoridades mexicanas para con Emilio Lozoya es que no pise la cárcel. Pero eso, ¿es sólo temporal o implica que finalmente no se le juzgue sino que, al final, se le deje en libertad y se le permita disfrutar del dinero con el que ilegalmente se benefició según sus acusadores?

Rara forma de combatir la corrupción, al menos hasta ahora: realizando un proceso penal en la opacidad, “administrando” la información que se le entrega al público pero, sobre todo, usando abiertamente con propósitos electorales un caso que, al menos hasta el momento y en el terreno estrictamente judicial, ha hecho mucho ruido pero mostrado pocas nueces.

La batalla del cubrebocas

La defensa de la salud en tiempos de epidemia es un problema privado, además de público.

La historia de los contagios se narra sobre descuidos individuales o malas prácticas colectivas que provocan la transmisión del virus en cuestión, pues es difícil contagiarse si se siguen todas las instrucciones de cuidado, sencillas por cierto, que han compartido los expertos en materia de epidemia; aun así es increíble como los adversarios del régimen han concentrado su lucha política, publicitaria y propagandística en demostrar que “lo que dice el Gobierno es falso”.

Una de las batallas más intensas la han centrado en el uso del cubrebocas, convirtiéndolo en causa belli e intensificándola de tal manera que ya hay personas que consideran que el cubrebocas protege de toda suerte de contagio; el tema lo usan a sabiendas de que es un tema secundario, que sólo funciona o es indispensable en ciertas circunstancias, y no es garantía de salud.

Este fin de semana Lopez-Gatell usó un cubrebocas y explicó que era recomendable usarlo en interiores con poca circulación de aire y sin poder guardar la sana distancia, lo que aprovecharon los adversarios del actual Gobierno como su victoria en la guerra por la protección de la salud.

Un editorialista de un afamado periódico escribió en su Twitter lo fácil que hubiese sido reconocer, hace tres meses, que el cubrebocas era indispensable y en respuesta cientos de comentarios se unieron a su canto de victoria, como si la selección mexicana hubiese ganado la Copa Mundial, además de exigir que López-Gatell fuera enjuiciado por la muerte de todas las víctimas de la COVID-19 hasta la fecha.

No se requiere ser un experto epidemiólogo para entender que este accesorio puede ser útil en ciertos momentos y que no necesariamente representa la diferencia entre la vida y la muerte.

La guerra por el cubrebocas, responsabilizar a las autoridades por el aumento de los contagios, la exigencia permanente por la reapertura de negocios e industrias con la excusa de fortalecer la economía y el uso de la muerte dolorosa en las familias como argumento político ha desnudado la calidad moral de quienes ansían la renuncia de Andrés Manuel.

Es cierto que las condiciones económicas y sociales actuales hacen imposible mantener por más tiempo la emergencia sanitaria y la disminución de la movilidad de la población; tenemos que salir a buscar trabajo, comida y los recursos necesarios para la supervivencia, y aquí en Ciudad Juárez sabemos que salir a la calle representa muchos riesgos, como una balacera en vía pública que termine con nuestras vidas por una bala perdida, como le ha pasado a muchas personas, pero no nos queda de otra.

Estoy seguro que es bueno usar el cubrebocas pero este accesorio es secundario y no garantiza mi salvación.

Tapabocas: la ideologización de un trapito

¿Realmente nos vamos a confrontar por el uso del tapabocas? La pregunta parece idiota, de hecho lo es, pero más es que a estas alturas del partido sigamos discutiendo el asunto y, peor aún, que el Presidente siga aferrado no solo a no usarlo, sino a imponer por la vía de los hechos su desprecio al trapito. En la fotografía de la firma del acuerdo de pensiones el único que trae tapabocas es el representante empresarial, Carlos Salazar, el resto, secretarios, diputados y senadores de Morena, se lo quitaron para no “desentonar” con el Presidente.

Uno de los símbolos que más odiamos del presidencialismo eran esos desplantes del Estado Mayor, que si al Presidente se le ocurría quitarse la corbata a medio camino y llegaba sin ella a una comida obligaban a todos los asistentes a quitárselas. No es distinto ahora. Los cocodrilos siguen volando, bajito, pero volando. Si el Presidente no trae tapabocas, por absurdo que esto sea, nadie se lo pone o, peor aún, se lo quitan. No usar tapabocas en reuniones que no sean de familia nuclear o en espacios públicos es una irresponsabilidad, pues implica la posibilidad no solo de contagiarse sino de contagiar a otros y, ninguna persona, ni el Presidente de la República, tiene derecho a ello.

Nadie puede reclamarle al Presidente la pandemia, esa llegó, como a todo el mundo, sin que fuera invitada o por culpa de alguien; no es cierto, como dijo del cada día más desatinado López Gatell, que llegara por los ricos viajeros, en los primeros casos hay de todo, desde elegantes vacacionista en Vail hasta esforzados choferes de tráileres de carga. Lo que si le podemos y debemos demandar al Presidente son políticas públicas orientadas a mitigar los efectos de la epidemia y una de esas políticas públicas fundamentales es el uso obligatorio del tapabocas. Pero de nada sirve que el Secretario de Hacienda lo ponga como una condición para el regreso a la actividad económica o que los gobernadores, de todos los partidos, les exijan a sus ciudadanos si el Presidente no solo lo desestima, sino que se encarga en los hechos y en el discurso de contradecir las políticas de su propio Gobierno.

El contagio del Presidente es moral, dijo a una de sus inolvidables frases el doctor López Gatell. Igual podemos decir que el contagio del no uso del tapabocas del Presidente es inmoral, pues se ha contaminado a las redes sociales e ideologizado el uso de un trapito y esa es quizá la peor de las muchas y muy debatidas decisiones que ha tomado López Obrador con respecto a la COVID-19. No  alcanzo a entender la razón detrás de este absurdo desacato, si es una tema de amor propio, si es de creencia o de simple terquedad, pero el daño que esa aparente tontería ha hecho al país, que tanto dice querer, es enorme.

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