Pablo Gómez
La pandemia covid-19, como emergencia de salud,
durará unos meses, pero su impronta podrá perdurar varios años y provocar
cambios imprevistos. No se trata de la recesión a la que ha llevado la alerta sanitaria,
ya que, al fin, la bajada de la producción y de los servicios será superada y
paulatinamente se recuperará la economía mundial.
El problema que tenemos enfrente es que la
globalización económica galopante no contiene un acuerdo político suficiente
para establecer normas admitidas por todos y mecanismos comunes para la gestión
de las condiciones básicas de la vida, incluyendo, naturalmente, la seguridad
en su más amplia acepción.
Lo hemos visto con mayor claridad en la
coyuntura sanitaria. El organismo de salud de Naciones Unidas (OMS) está prácticamente dedicado
a emitir un boletín diario con algunas recomendaciones. Ningún gobierno ha
hecho un pronunciamiento sobre la forma titubeante en que él mismo reaccionó al
principio. Los sistemas de salud de casi todo el mundo se encuentran colapsados
o lo estarán pronto porque están mal hechos.
La gran pandemia de 1918-20 se produjo
luego de una terrible guerra que había arrojado al menos 14 millones de muertos
entre militares y civiles. Se calcula que de aquella gripe enfermaron 50
millones y otros cinco millones fallecieron. No existía entonces el transporte
aéreo de pasajeros como industria mundial, no obstante la enfermedad abarcó
muchos países: viajó en ferrocarril y en barco.
El covid-19 llegó en avión a casi todos
los países y, consecuentemente, lo hizo con una rapidez muy previsible pero que
no se quería admitir al principio. La OMS tardó días en anunciar la pandemia,
tal como el gobierno de China, antes, se había demorado mucho en reconocer el
brote epidémico por temor a que se afectara su economía.
El sistema de globalización económica no
sirve para proteger a los humanos, es decir, al sustento básico de la humanidad
que es la salud para vivir. Esto es así al tiempo en que tampoco sirve para
proteger el medio ambiente, evitar la guerra, garantizar la paz, superar la
pobreza, combatir las violencias, igualar las condiciones de vida básicas,
redistribuir la riqueza entre las naciones, los pueblos y las clases. ¿Para qué
sirve, entonces, si ha fracasado también en lo más vital: la salud de la
humanidad?
La globalidad es una forma de relación
del capitalismo interconectado. Ningún país puede ser autosuficiente porque, al
consumir todos mercancías iguales o semejantes, se imponen las diferencias
tecnológicas, de materias primas y de nivel de vida de los productores, todo lo
cual se expresa en los costos. El encadenamiento productivo es capitalista, no
tiene que ver con la salud ni con el planeta sino con la ganancia. Esto se sabe
de tiempo atrás, pero hoy quizá sea mucho más claro. De cualquier forma, esa
globalidad es frágil, pues una pandemia la lleva al desequilibrio. Un desajuste
productivo, comercial o de servicios conduce a otros desajustes y así
sucesivamente, tal como ocurre con el contagio viral.
Una globalización así no tiene futuro en
tanto pacto, ya que, como ahora, ni siquiera se pueden tomar medidas globales
sobre un virus emergente que se desplaza en forma de enfermedad pandémica, es
decir, global, y puede enfermar a cualquier persona en cualquier país, aunque
al final el número de fallecimientos sea estadísticamente “marginal”.
Por lo pronto, la pandemia paraliza una
parte grande de la economía y es ahí donde está radicado el debate de un mundo
globalizado que se organiza como maquinaria de producción de plusvalor, es
decir, de apropiación privada del producto excedente de la humanidad.
La Unión Europea es la más alta expresión
de la globalidad actual: la asociación política de Estados independientes sin
fronteras ni aranceles. Está, sin embargo, a las puertas de una crisis vital
porque no es “natural” la ausencia de acuerdo suficiente para que los costos
sociales sean cubiertos en condiciones equitativas entre sus integrantes. Los
salvamentos europeos suelen consistir en prestar dinero para asegurar los pagos
a los bancos alemanes y franceses, tal como lo vimos en Grecia. Las primas de
riesgo que sólo pagan algunos por sus deudas dividen entre sí a los países de
la Unión como si fueran adversarios, sometidos sólo a la dictadura de los
mercados. No se trata de falta de solidaridad sino de ausencia de un gobierno
compartido basado en reglas democráticas suficientes para ser en verdad una
unión.
La globalización como instrumento de las
clases dominantes no podrá nunca arrojar un gobierno internacional democrático
porque la democracia de esas clases, las propietarias, no va mucho más lejos
que algunos derechos históricamente alcanzados, por cierto, en su mayor parte,
por quienes no son propietarios.
Es por ello que no hay acuerdo suficiente
sobre Estado social, distribución del ingreso, medio ambiente, armamentismo,
hegemonismos internacionales, y ahora sobre sanidad, sino sólo en cuanto a las
esferas conectadas directamente con el funcionamiento de la maquinaria de
exacción mundial de excedentes económicos. En el fondo, el pacto global se basa
en la unión de los capitalistas de los países miembros para dar seguridad y
estabilidad al sistema de producción de plusvalor. Luego de la pandemia, en
Europa habrá mucha más gente que se pregunte sobre el valor, significado y
alcance de la Unión Europea, a la vista de la falta de normas y de gobierno
común para hacer frente a todos los problemas humanos.
En verdad, en la emergencia, cada
gobierno europeo ha estado solo, decretando las medidas sanitarias que
buenamente considera pertinentes, tratando de salvar lo más que se pueda de la
producción, el comercio y los servicios, y, finalmente, subsidiando empresas,
otorgando garantías públicas sobre el crédito bancario y cubriendo una parte
del consumo de trabajadores formales e informales desplazados.