Asesinato en Artz
Raymundo Riva Palacio
Poco más de 24 horas
después del asesinato de dos israelitas con un historial criminal en Artz
Pedregal, el centro comercial más lujoso de América Latina, cuatro cuerpos
fueron encontrados con huellas de tortura en un paraje en la carretera
Picacho-Ajusto. Las autoridades investigan si los dos eventos están
relacionados. Pero más allá de confirmarse la hipótesis, lo que sucedió la
semana es un asunto muy grave: la guerra entre el Cártel Jalisco Nueva
Generación y el Cártel de los Hermanos Beltrán Leyva por la Ciudad de México,
cuyo corazón es el Aeropuerto Internacional “Benito Juárez”, por donde llegan ilegalmente
el fentanilo, precursores químicos para las metanfetaminas y cocaína, y cuyas
venas son el narcomenudeo. Aquí, los delitos federal y del fuero común son
indisolubles.
La guerra entre cárteles abrió
un nuevo campo de batalla, brutal, y hasta ahora, impune. Lo que sucedió en
Artz es la mejor demostración. Un par de asesinos presuntamente alquilados por
el Cártel Jalisco Nueva Generación –siguiendo el modelo de su superior, el
Cártel del Pacífico, que subcontrataba sicarios para ejecuciones en la Ciudad
de México-, que decidieron el crimen en un lugar logísticamente muy difícil
para salir bien.
El restaurante donde se
cometió se encuentra a casi 100 metros del Periférico y no hay rutas alternas
para escapar salvo esa vía rápida, que se encuentra a escasos 180 segundos,
corriendo, del cuartel general de la Policía Federal. Sin embargo, al menos uno
de los asesinos y dos personas que servían de “muro” para seguridad, se
escaparon literalmente, frente a sus narices. Sólo se detuvo a una mujer que
estuvo a punto de huir.
Lo que mostró este desastre
en la seguridad, fue falta de capacidad táctica y nula reacción. La policía capitalina
actuó ante la llamada de emergencia, pero sin establecer los “protocolos de
tirador activo”. Es decir, buscaron intervenir como si el escenario fuera un
incidente ordinario, lo que sugiere porqué dos de los “muros” pudieron someter
fácilmente a un policía cuando se iban a dar a la fuga en un automóvil, y
cruzaron disparos con una patrulla que llegó, sin que pudiera frenarlos. El
número era similar entre policías y sicarios –el estándar policial para tener
éxito es cuando menos tres oficiales por cada civil-, pero la capacidad de
fuego era totalmente asimétrica.
Durante muchos años, las
zonas donde se movían personas de alto ingreso, con vinculaciones a la clase
política o empresarial, tenían una vigilancia especial porque, de sucederles
algo, el impacto en la opinión pública iba a ser tan grande, que repercutiría
inmediatamente en la percepción de inseguridad colectiva y el gobierno. Eso ya
no existe al haber sido desmantelado.
Por esa razón, para cubrir
el hoyo en el que está el aparato de seguridad, se decidió correr la versión de
que había sido un crimen “pasional”, a sabiendas que era falso, pero que ayudó
a despresurizar en un primer momento la carga sobre la jefa de Gobierno,
Claudia Sheinbaum, a costa, sin embargo, del continuo descrédito del secretario
de Seguridad Pública y la procuradora locales.
La estrategia mediática
blindó políticamente a Sheinbaum, cuando menos temporalmente, pero no resuelve
el problema de fondo. El asesinato de Benjamín Yeshurun Sutchi, conocido como “Jony
Ben”, y de Alon Azulay, mostró también serias deficiencias en los servicios de
migración y de inteligencia del gobierno mexicano. Los dos, conocidos en Israel
por sus actividades criminales, entraron a México y obtuvieron visas de trabajo sin ser detectados. Es una deficiencia del gobierno de
Andrés Manuel López Obrador, pero arrastrada, por la debacle en la estrategia
de seguridad, desde el gobierno de Enrique Peña Nieto.
La destrucción de las bases
de datos de inteligencia criminal realizada por el anterior gobierno, no se han
podido reconstruir y el nuevo gobierno está considerando tirar todo y comenzar
desde cero. El CISEN no alertó sobre la presencia de los israelitas en la
administración anterior, aunque se desconoce si fue por la falta de información
de Migración. Su sustituto, el nuevo Centro Nacional de Inteligencia, tampoco
tuvo conocimiento aparente de la presencia de los criminales israelitas.
Estas deficiencias alertan sobre
el derrotero que está tomando la violencia en la Ciudad de México, y la
expansión de la guerra entre los cárteles sin temor al gobierno, a la Guardia
Nacional y a nadie. En paralelo y sin ser excluyente, si se confirma que los
casos de Artz y el Ajusto están relacionados, demostrará que los aparatos de
contrainteligencia de la delincuencia organizada son más eficientes y efectivos
que los del gobierno. Si la línea de investigación no se sostiene, nos quedamos
de cualquier forma con preguntas e incertidumbres, sobre las capacidades
policiales y de inteligencia del gobierno actual, y su visión estratégica del
fenómeno.
El gobierno de López
Obrador está pagando las consecuencias del desastre que heredó de la anterior
administración, pero tampoco hay señales que habrá una estrategia diferente. El
asesinato en Artz podría ser un punto de inflexión, pero no se ve así dentro del
gobierno, que está decidido a mantener los mismos principios de que produjeron
en la administración anterior la crisis de violencia que se vive.
La racional es que este
tipo de crímenes forman parte del enfrentamiento en el país entre grupos criminales,
y hay que dejar que se liquiden unos a otros. En el gobierno de Felipe Calderón
se insistió –y no le creían-, que el 92% de los homicidios dolosos era entre
criminales, pero no dejó de combatir a los cárteles. El mismo diagnóstico hizo
el gobierno de Peña Nieto, pero dejó de afrontarlos. Así le fue. Si el de López
Obrador imita al de Peña Nieto, así le irá.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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