Día: 5 junio, 2019
Editorial
Le falta ambición a AMLO
A veces cuesta trabajo concebir a políticos que buscan el poder por el poder mismo, no como medio para enriquecerse. Parece ser el caso de López Obrador. En su estupendo texto en la revista Nexos, María Amparo Casar hace un elocuente y detallado recuento de cómo y dónde avanza rápidamente en este proyecto.
AMLO entiende la ventana de oportunidad que proviene de su incuestionable mandato electoral y evidente popularidad. Sin ambages, ha pasado encima de la ley, debilitado contrapesos y atacado con la fuerza del Estado a quienes lo cuestionan. Llena vacantes en la administración pública con funcionarios sin capacidades mínimas, en su mayoría, pero más obedientes, leales e ideológicos.
Nadie se le pone enfrente pues la oposición está mutilada y arrasada. Me parece injusto esperar que en cien días estén listos para reaccionar, dada la magnitud del choque recibido. Pero más les vale apresurarse.
AMLO no ve que su falta de pragmatismo es su peor enemigo. Esto es positivo. Si estuviera ejecutando el mismo arrasador proyecto para monopolizar poder con más inteligencia, visión táctica y pragmatismo, sería imparable. Si, por ejemplo, hubiera frenado la cancelación del aeropuerto, habría comprado tiempo invaluable, muchos le seguirían dando el beneficio de la duda. Si no hubiera detenido las nuevas rondas para explotación petrolera, hubiera liberado cuantiosos recursos que el Estado podría utilizar para fines que le rendirían frutos políticos infinitamente más jugosos que su despistado intento de salvar a Pemex. Ese error sellará su destino. Si no hubiera, innecesariamente, presentado un ambiente tan hostil a la inversión extranjera e incierto para inversionistas nacionales, la inversión tendría una inercia capaz de acelerarse, generando crecimiento que le daría muchos más recursos fiscales de los que tendrá. Si fuera más pragmático e inteligente, no estaría peleándose con las calificadoras y con los mercados, cuando en su Presidencia apenas amanece.
Lejos de lo que parecería a primera vista, el mayor problema de AMLO es su falta de ambición, no su exceso. Él imagina un México en el que nuestra población subsiste, donde todos los niños reciben alguna educación, aunque sea mala, y donde Morena pasa de ser un movimiento a un partido hegemónico en un país donde la separación de poderes es mera ceremonia. Un partido cuya permanencia proviene de un sistema clientelar nacional bien arraigado.
En su visión, México ve hacia adentro. No se mete con nadie, esperando que los demás hagan lo mismo. Su afición a la historia lo encandila y le hace pensar que su Presidencia es rehén de un pasado cuya realidad está más lejos de la actualidad que la distancia cronológica. Lo está porque en decenas de miles de años de humanidad nunca ha habido un entorno cambiando más rápido que éste. El avance de las ciencias, de la tecnología, de la medicina presentan retos y oportunidades grandiosas de las que no podemos ni debemos abstraernos. Quiere aislarnos en medio de un mundo que nunca ha estado más conectado y que, por lo mismo, nunca ha sido más co-dependiente.
Su miope liderazgo y absoluta falta de entendimiento de lo que viene condena a México a un futuro de inferioridad, de sumisión y de atraso. O decidimos cómo nos incorporamos a un mañana lleno de esperanza, o ese mañana nos llevará tirándonos del pelo, sin oportunidad alguna para decidir dónde y cómo desarrollamos nuestras fortalezas relativas para insertarnos en forma estratégica e inteligente; para pasar de ser espectadores a protagonistas, de ser clientes a proveedores, de regatear migajas a crear riqueza verdadera.
AMLO no imagina a millones de niños mexicanos capaces no sólo de incorporarse al futuro sino de contribuir e influir en él. No imagina un México abierto y sin miedos, capaz de ser mundialmente competitivo. Cree en regalarle títulos sin valor a nuestros jóvenes, porque no los cree capaces de sudar y competir para obtenerlos. No los cree capaces de emprender y sólo alcanza a concebirlos como clientes. Cree en un país de dependencia, no en uno creativo y pujante.
A AMLO lo que le falta es ambición.
Soplo de vida
Sergio Sarmiento
“Entonces formó el Señor Dios al hombre del polvo de la tierra, y alentó en su nariz soplo de vida; y fue el hombre un ser viviente.”
Génesis 2:7
Los políticos no tienen capacidad para decidir cuándo empieza la vida humana. El Congreso de Nuevo León asume una posición que sería risible, si no pudiera ser tan trágica, al declarar: “Es de reconocer por este Parlamento que existe vida humana desde el momento mismo de la concepción.” La frase refleja la arrogancia de la ignorancia.
Los filósofos y los teólogos han disputado por milenios acerca del inicio de la vida humana, el momento cuando el ser humano puede ser caracterizado realmente como tal. Aristóteles señalaba que el embrión adquiere el alma de manera gradual durante el embarazo, pero ni siquiera el alma es suficiente para la vida, ya que “El alma es la entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida” (De ánima). Santo Tomás de Aquino desarrolló las ideas de Aristóteles y sostuvo también que Dios introduce el alma de manera progresiva en el embrión: primero el alma vegetativa, luego el alma sensitiva y finalmente el alma racional; por eso en la “resurrección de la carne”, dice santo Tomás, no participarían los embriones, ya que no se les habría infundido el alma racional y no serían por lo tanto seres humanos.
El cigoto es la primera célula con material genético fusionado de los dos padres. El American College of Pediatricians señala, en un documento preparado originalmente por Fred de Miranda en 2004 y actualizado por Patricia Lee June en 2017, que “la vida humana empieza en la concepción, la fecundación”; pero enfatiza la posición de J.T. Eberl: “Sin embargo, lo que es controvertido es si esta célula genéticamente única debe considerarse como una persona humana.” Según Arthur Caplan, profesor y fundador de la División de Ética Médica del Centro Médico Langone de la Universidad de Nueva York, “Muchos científicos dirían que no saben cuándo empieza la vida. Hay una serie de momentos cruciales” en el proceso (citado por Elissa Strauss, Slate, 4.4.17).
Los seres humanos comunes y corrientes coincidimos sin darnos cuenta. No damos emocionalmente la misma importancia a la pérdida de un cigoto, formado por una sola célula, o a la de unos blastómeros, una mórula, una blástula o una gástrula, agrupaciones celulares diminutas y sin diferenciación, que a la de un feto desarrollado o a la de un bebé. Las organizaciones antiabortistas no ilustran sus pancartas o videos con un cigoto o una gástrula, sino con un feto desarrollado, porque no obtienen la misma respuesta visceral a la pérdida de un grupo indiferenciado de células que ante la de un feto con todas las características del ser humano. En los cumpleaños, por otra parte, no festejamos el momento del coito sino el del alumbramiento.
Yo puedo coincidir con los antiabortistas en la necesidad de reducir los abortos, pero el camino no es castigar a las mujeres que aborten sino disminuir los embarazos no deseados. Una buena política pública de educación sexual y difusión de los métodos anticonceptivos, sobre todo entre los jóvenes, tendría la consecuencia tan deseada de disminuir los abortos que no ha logrado el encarcelamiento de las mujeres.
Pretender que los políticos saben más que los filósofos y los científicos, y que pueden definir con exactitud cuándo un embrión se convierte en ser humano, es una simple exhibición de ignorancia. Encarcelar a una mujer por abortar, con la idea de que el aborto es un homicidio, no solo es mala ciencia y peor filosofía, sino una pésima política pública.
Iguales
Donald Trump se queja constantemente del “failing New York Times” y de la “fake news CNN”. López Obrador cuestiona a la prensa fifí y en particular al Reforma. No son diferentes. El objetivo de ambos es atacar a los medios críticos.