El estilo de gobernar
Raymundo Riva Palacio
En cualquier país con
sistema abierto, una descalificación tan pública y dura como la que hizo el
presidente Andrés Manuel López Obrador al subsecretario de Hacienda, Arturo
Herrera, tendría que haber ido acompañada de su renuncia. Herrera declaró al Financial Times que la refinería de Dos
Bocas no se construiría –este año-, y que una parte del dinero presupuestado,
se invertiría en Pemex. No, dijo López Obrador, la refinería y se trata de un
malentendido. El caso está cerrado, pero el episodio arroja luz sobre la forma
como funciona el gobierno. Si alguien pretende entender a López Obrador, tire
los referentes que conoce y parta del hecho que todo nace y muere entre 7 y 8 y
media de la mañana, cuando comparece ante la nación y ofrece una conferencia de
prensa.
El Salón de la Tesorería,
donde se hace el evento diario, es el escenario. En público o en privado, López
Obrador ejerce de manera unipersonal. Ordena a su gabinete en función de ideas
u ocurrencias surgidas del encuentro con periodistas, y los obliga a rendir
cuentas. La mañanera, como se conoce
al momento en el que se presenta ante el público, es el eje articulador de su
administración, y su equipo, particularmente aquellos que no conocían su estilo
de gobernar, lo ha ido aprendiendo para capitalizar del desorden que el propio
presidente provoca.
El gabinete carece de líneas
de mando claras y establecidas. Por ejemplo, la política, que lleva la
Secretaría de Gobernación, se maneja predominantemente desde otras oficinas en
Palacio Nacional, como la Conserjería Jurídica, la Coordinación de Delegados o
la Dirección de Comunicación Social. La economía, orienta la Secretaria de
Hacienda, la determina el presidente, y en función de sus temas y prioridades,
asigna eventualmente poderes superiores a otras dependencias, como en el caso
de Dos Bocas, donde la secretaria de Energía, Rocío Nahle, corrigió al
subsecretario Herrera, que no habló sobre la refinería sin el conocimiento y
aprobación del secretario, Carlos Urzúa, por lo que a quien finalmente enmendó
fue a él.
Urzúa no siempre es
escuchado, y comparte responsabilidad para hablar con inversionistas con el
jefe de la Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, el primer gran lastimado
del gabinete, antes incluso de iniciar el gobierno, cuando les garantizó que se
concluiría el nuevo aeropuerto, al ser aplastado por el actual secretario de
Comunicaciones, Javier Jiménez Espriú, y por el ministro sin cartera, el
constructor José María Riobóo. Comparten lamentos con la secretaria de
Economía, Graciela Márquez, a quien le quitaron la responsabilidad del acuerdo
comercial con Estados Unidos y Canadá, para entregárselo al de Relaciones Exteriores,
Marcelo Ebrard, que también se mete en el tema de los inversionistas.
Cada quien actúa, no dentro
del ámbito de su responsabilidad, sino de las tareas que les encarga el
presidente, para quien las líneas de mando son un estorbo y busca la funcionalidad
sobre la organización. No necesariamente eso resulta, como se ha visto con
discrepancias tan fuertes como la de este martes, o con aclaraciones que ha
tenido que dar porque sus secretarios declararon algo que no iba en línea con
su pensamiento. El problema que han visto varios de sus colaboradores es que la
línea de su pensamiento es cambiante y contradictoria en cuestión de días. Por
ejemplo en el aeropuerto, donde además de Romo,
secretarios estaban convencidos de que continuaría Texcoco, o Urzúa y Herrera,
quienes probablemente escucharon las dudas que tenía López Obrador sobre Dos
Bocas la semana pasada, pensando en la reacción de los mercados, y que el
martes se despertaron con la sorpresa de la descalificación al subsecretario.
Un gran número de miembros
del gabinete no saben lo que les depara cada mañana, por lo que están siempre
atentos al mensaje del presidente y procuran ir a las reuniones previas a la mañanera. Normalmente López Obrador
llega a Palacio Nacional poco antes de las seis de la mañana para presidir la
reunión con el gabinete de seguridad. En esa misma junta, secretarios de otras
áreas llevan temas sus asuntos para planteárselos al presidente. Esto se
resolvía en el pasado con acuerdos, pero el estilo de López Obrador los tiene cancelados.
Salvo excepciones o casos de emergencia, no existen tales acuerdos, por lo que
esa es la única oportunidad que tienen
para hablar con él. “Si no lo hiciera, jamás lo vería”, confió un
miembro del gabinete.
Este modelo
hiperpresidencialista, hipercentralizado, tiene el beneficio, para él, de tener
un control vertical y rígido sobre su gabinete, al cual no deja que haga nada o
diga nada que no autorice y avale. Tiene también la vulnerabilidad de que al no
tener contacto con prácticamente nadie del gabinete, su falta de información
sobre temas en general, así como su desconocimiento, son grandes y profundas.
El martes no sabía, por ejemplo, de la entrevista de Herrera en el Financial Times. Tampoco conocía con
detalle la privación de libertad de 22 migrantes. El riesgo es que no tiene
contención alguna para hablar de todo, sin importar que no tenga todos los
elementos para ello.
Su escapatoria es la
corrupción. Cualquier obstáculo lo salta con el caballo de los males del
neoliberalismo con antifaz que ya acabó. Frente a la opinión pública, eso le
podrá seguir funcionando, pero estructuralmente irá aflojando los amarres de su
andamiaje hasta que se colapse, entendido esto como contradicciones que no
podrán ser resueltas sin impactos perniciosos para su gobierno, como es el caso
de Dos Bocas, o que sus secretarios, ante la humillación continua y la imposibilidad
de trabajar para dar resultados, abandonen el gobierno derrotados por este asfixiante
estilo de gobernar.
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