Un fiscal que es un déficit

Carlos Pérez Ricart

“No sabemos lo que pasa, pero intuimos que lo que pasa es terrible”, más o menos así describió Borges las novelas de William Faulkner. Es verdad: durante decenas de páginas del escritor estadounidense apenas pasa algo, pero en el fondo se advierte que algo malo está a punto de suceder. O que ya sucedió. O que sucede en este preciso instante; en el momento el que usted comienza a leer esta columna.

Durante varios meses todos percibíamos que algo no marchaba bien en la nuevísima Fiscalía General de la República (FGR). Había mensajes, silencios y letargos que no encajaban con la narrativa del gobierno y obligaban, a más de uno, a fruncir el ceño: a intuir que lo que sucedía tras bambalinas no solo no era bueno; acaso era terrible. Con más buena fe que evidencia achacábamos esos síntomas a la inercia de una institución lenta, a la supervivencia de enclaves autoritarios y a un pésimo manejo de comunicación pública.

Teníamos motivos para ser optimistas. En el nombramiento de Alejandro Gertz Manero hubo más consensos que críticas. A muchos —incluyendo a quien esto escribe— nos parecía que el fiscal cumplía con una serie de virtudes difíciles de encontrar en otra figura pública de alcance nacional. Para empezar, su edad. A los ochenta y tantos años las ambiciones pueriles están — o deberían estar— en un segundo plano. Al asumir la posición de fiscal, Gertz ya era rico, famoso y había visto la capacidad del poder para derrotar la voluntad. A sus casi ochenta años —al menos esta era la intuición general— el fiscal iba a buscar trascender políticamente, no a coleccionar las cosas mundanas a las que nos dedicamos nosotros, los simples mortales. La apuesta no era mala.

Además de las buenas noticias que advertía su edad, gustaba su carrera púbica. Tres años después de su designación se ha vuelto deporte nacional juzgar y caricaturizar los años del servicio público de Gertz Manero. Esa crítica olvida, sin embargo, que en su carrera se había mostrado como un funcionario competente, transexenal y ajeno a grandes escándalos (son, desde mi punto de vista, infundadas las críticas sobre su responsabilidad directa en casos de tortura durante la campaña antidrogas en Sinaloa en la década de los años setenta). En el antiguo régimen Gertz Manero trabajó durante décadas como alto funcionario, igual que lo hizo durante el gobierno de Vicente Fox (nada menos y nada más que como Secretario de Seguridad Púbica) y ahora lo hace en el gobierno de López Obrador. Alguien podría leer ese perfil como evidencia de la existencia de redes de complicidad en el, así llamado, Estado profundo (Deep state); yo prefiero leerlo desde la virtud que implica ser un funcionario con fama de solucionar problemas, arreglar tuberías, enderezar entuertos.

Además de la edad y la carrera pública se asomaban otras virtudes. Su perfil académico, sin ser deslumbrante, no estaba mal: no solo era doctor en derecho; había sido catedrático en cinco universidades distintas, escrito una docena de (malos) libros y ejercido como rector de una universidad privada. En tiempos recientes fue, incluso, diputado del Partido Convergencia (actual Movimiento Ciudadano). Además, Gertz Manero (a diferencia de otros perfiles que se manejaron) no era in incondicional de López Obrador. De él se esperaba pluralidad, liderazgo, capacidad, dialogo, experiencia y, sobre todo, cierta autonomía frente al presidente.

Hasta ahora, sin embargo, esas supuestas virtudes no aparecen en ningún lado. El número de escándalos de Gertz Manero es ya exasperante. Hago la lista y no termino: el litigio contra la familia de su hermano, su forzada (e ilegal) incorporación al Sistema Nacional de Investigadores, el plagio documentado de uno de sus libros, la disputa palaciega contra Santiago Nieto y la UIF, así como en contra de Karla Quintana y la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, la denuncia por el manejo de millones de dólares en paraísos fiscales, la falta de claridad de su declaración patrimonial, la disputa por el registro de la marca comercial de la “Universidad de las Américas”, el descubrimiento —por parte de uno de sus peritos médicos de la fiscalía— de una “anemia desarrollada” en el cuerpo de Emilio Lozoya, misma que le impidió al ex funcionario pisar el Reclusorio Norte. Por separado pueden justificarse, acaso, como frivolidades o casos aislados. Juntas se parecen más a una novela de Kafka que de Faulkner.

A la enorme lista hay que agregar, ahora, el desmesurado intento de la fiscalía por encarcelar a un grupo de académicos y funcionarios públicos bajo la imputación de delincuencia organizada: una acusación tan disparatada judicialmente como políticamente suicida.

En otro espacio se podrán analizar los méritos (que los hay) de la administración de Gertz Manero al frente de la fiscalía. Por ahora me importa señalar lo evidente: Gertz Manero no entiende o no quiere entender que algo no marcha bien cuando la conversación pública gira en torno a la figura del fiscal; donde se esperaba madurez y orden, solo hay bisoñería y anarquía; donde todo apuntaba a experiencia y resultados, abundan la impericia y el vacío.

La percepción general —y parece, por una vez, contar con el diagnóstico adecuado— es que el fiscal, lejos de dirigir con sabiduría el ejercicio de la acción penal pública, utiliza su tiempo y herramientas a su alcance en planear y ejecutar venganzas contra sus enemigos personales. Lo suyo se parece más al revanchismo que a la búsqueda de justicia expedita e inmediata. No parece el abogado de la sociedad; ejerce de abogado de sí mismo.

Hay quienes ven en las acciones del fiscal el espejo de la voluntad del presidente. No comparto esa lectura. Es verdad que, en los últimos días, López Obrador ha cobijado públicamente a Gertz Manero; leo ese acto como la protección natural que ofrece el presidente a los suyos, no como un mensaje incondicional de inmunidad. Tarde o temprano —si no lo hizo ya— el colmillo político de López Obrador comenzará a lamentar la decisión de sostener a un fiscal que solo le genera costos políticos cada día más caros a su proyecto político. Si el presidente no mueve ficha, al fiscal le quedarán otros seis años en su puesto; La novela de Faulkner, si no hay cambio en el guion, se anuncia larga.

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