Un encuentro bañado en miel

El encuentro entre los presidentes de México y Estados Unidos ayer fue, a no dudarlo, uno que se caracterizó por la cordialidad, el trato amable y la generosidad en los elogios mutuos. Un encuentro típico de una “luna de miel” entre ambos mandatarios.

A partir de lo que públicamente ocurrió, eso que todos pudimos ver, no podría caber duda que debe creérseles a ambos presidentes cuando afirmaron, sin ambigüedades, que son amigos y lo seguirán siendo.

Así pues, si las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos –o entre sus gobiernos, para ser más precisos– se juzgan tomando en cuenta solamente los discursos pronunciados por López Obrador y Trump ayer, uno tendría que concluir necesariamente que éstas se encuentran en el mejor momento de su historia.

Habría que ser cautos, sin embargo, antes de echar las campanas al vuelo y considerar que el encuentro de este miércoles retrata de forma precisa el complejo entramado de nuestras relaciones bilaterales o que éste marca “una nueva era” en este rubro.

Es muy positivo, desde luego, que los pronunciamientos públicos hayan sido cordiales y, sobre todo, que Donald Trump haya modificado notablemente sus expresiones hacia nuestro País, que han sido gravemente ofensivas desde el momento mismo en que lanzó su candidatura presidencial hace cuatro años.

Sería ingenuo, sin embargo, tragarse el anzuelo de que lo de ayer constituye un viraje de 180 grados en la forma como el principal inquilino de la Casa Blanca nos percibe y, sobre todo, en su posición respecto de la conducta que espera de nuestro gobierno.

En particular, es necesario esperar a que el proceso electoral estadounidense, en el que Trump se juega la reelección, avance hacia su etapa álgida para ver si no da vuelta en redondo y, como lo hizo en las elecciones de 2016, hace de México una “piñata”.

Por lo pronto, no habrá que regatearle al presidente López Obrador la victoria que implica haber hecho el viaje hasta Washington para ser tratado como un socio y un aliado, es decir, con el respeto que merece la investidura de quien representa a los mexicanos.

Pero también habría que conocer en detalle los acuerdos que en privado se realizaron y los compromisos establecidos entre ambos mandatarios, y de los cuales no se dijo una sola palabra durante las dos apariciones públicas realizadas por López Obrador y Trump.

En este sentido, conviene no olvidar que, de acuerdo con el discurso oficial, este fue un viaje “de trabajo”, es decir, uno en el cual se discutirían asuntos concretos de la agenda bilateral, y no simplemente una visita de cortesía.

¿En qué se trabajó durante las reuniones privadas sostenidas por ambos mandatarios y sus equipos? Eso falta aún por saberlo y en esos detalles podría estar justamente oculto el diablo que tire por la borda el “amor eterno” que ayer se juraron los presidentes.

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