SOS COSTA GRANDE

 (Misael Tamayo Hernández, in memóriam)

El fin de semana anterior nos sorprendió con una tragedia por guachicoleo. Tarde o temprano, las hordas de ladrones de combustible –lamento usar esa frase pero es real-, se auto-inmolarían en aras de sostener un negocio que en realidad les es ajeno, pues mientras ellos se ganan unos cuantos pesos por los bidones que logran recolectar, los verdaderos dueños del negocio y que mueven a miles de familias en zonas rurales de varios municipios del país, están actuando con cálculo y sigilo, movilizando a su favor a los pauperizados, los habitantes de los traspatios de este país, a donde el desarrollo no ha llegado, y donde se viven niveles de pobreza catastróficos.

Esta es la herencia maldita del gobierno que recién dejó la presidencia de la República. Imposible no decirlo. Sabemos que esto provoca prurito entre los priístas del país, pero para ser sinceros, las bases del partido son inocentes de lo que desde las cúpulas se haya fraguado. Además, no están solos, pues en este negocito también figuran los panistas, quienes gobernaron desde el año 2000 al 2012. Y aunque Vicente Fox Quezada diga que en su sexenio no se conocía de ese delito, en efecto hubo pocas tomas clandestinas, pero el guachicoleo de cuello blanco, el que opera desde dentro de Pemex y en todas las áreas, ya existía.

¿Alguien recuerda, por ejemplo, las explosiones del 22 de abril en Guadalajara? Esa tragedia registrada en la perla tapatía en 1992, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari y del priísta gobernador Guillermo Cosío Vidaurri, también fue provocada por los guachicoleros de cuello blanco, quienes quedaron en la total impunidad porque todo el aparato de justicia y de gobierno se confabuló para protegerlos.

Los guachicoleros se habían robado tanto combustible, que ante la amenaza de una auditoría de la cual recibieron el pitazo, derramaron millones de litros de gasolina al drenaje, desde la planta de la colonia La Nogalera, situada en un lugar alto de la ciudad. El combustible corrió por el drenaje aguas abajo, pero se taponó justo en la avenida Independencia, donde en su cruce con la avenida Juárez, frente al mercado de San Juan de Dios, tuvieron que hacer un sifón en el colector de aguas negras para construir el paso del tren ligero.

Este sifón permitía el paso del agua, pero no de los mortales vapores de la gasolina. Calles arriba, en varias colonias del Sector Reforma de la ciudad, la gente comenzó a denunciar que de los drenajes de sus baños y regaderas salía olor a gasolina. Incluso de las losetas de sus pisos fluía el olor. Fueron varios días lo que los expertos de Protección Civil trabajaron, tratando de encontrar el origen de esos olores. Sólo detectaron la presencia de gasolina y otros hidrocarburos, pero no con el origen de ello. Una tarde, cuando ya era el olor insoportable y viendo que incluso salía vapor de las alcantarillas, Protección Civil Estatal comenzó a quitar todas las tapas del drenaje, dejándolas abiertas. Era un día martes. Al día siguiente, a las 10:00 de la mañana comenzaron a reventar las calles del céntrico barrio de Analco, afectando también a las colonias Atlas, San Carlos y Las Conchas, y otras de más arriba.

En un instante, 15 kilómetros de calles estallaron y aquello parecía una zona de guerra. Y es que levantaron las tapas del drenaje, pero no impidieron el paso de vehículos ni de personas, porque los expertos de Pemex no se dignaron a dar instrucciones, sabiendo que la gasolina es volátil y altamente inflamable. Tampoco evacuaron porque el alcalde de Guadalajara determinó que no había riesgo. Además eran días de asueto –Semana Santa-, y los niños estaban en sus hogares. Según cifras oficiales, esas explosiones que se registraron una a una ininterrumpidamente, ocasionaron la muerte de más de 700 personas, dejaron casi 800 heridos y 15 mil personas sin hogar. Sin embargo, periodistas y civiles que estuvieron cubriendo la tragedia reportan por lo menos el doble de muertos, siguiendo su propia contabilidad en los lugares que se habilitaron como morgues, donde se les iba colocando un número a los cuerpos, sin contar los que murieron en clínicas y hospitales posteriormente.

Pero el caso no paró ahí. Esas explosiones abrieron una verdadera cloaca que de haberse combatido en su época, se le hubiera cortado el pescuezo al monstruo guachicolero que ahora conocemos. Días después de estas explosiones, los expertos de la paraestatal –que para entonces ya estaban involucrados en las investigaciones- detectaron gasolina en el subsuelo de la colonia La Nogalera, precisamente donde se ubica la planta de Pemex en Guadalajara, y otras aledañas. Para recuperar el combustible, cavaron pozos de absorción para captar el agua del nivel freático y con ella la gasolina que se fugó por los drenajes rotos. Como consecuencia, al ser el suelo de Guadalajara de xal (piedra liviana y porosa), y al quedar sin agua porque la drenaron, el subsuelo se hundió provocando que cientos de casas se cuartearan.

Las pérdidas fueron incuantificables. Veamos la explicación del gobierno salinista: “Tubos de agua nuevos, hechos de hierro revestido de zinc, fueron emplazados cerca de una tubería de acero perteneciente a Pemex. La humedad de la tierra hizo que los metales tuvieran una reacción electrolítica, que eventualmente ocasionó la corrosión de esta última, creando un agujero que provocó que la gasolina se fugase al subsuelo y en la tubería principal municipal”. Un vil cuento, para tan grande tragedia. Eran tiempos salinistas, y lo que fue la evidencia de un robo hormiga, aumentó hasta convertirse en lo que ahora conocemos como “guachicoleo”.

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