(Misael Tamayo Hernández, in memóriam)
A propósito de la desaparición de diversos programas y fondos de inversión a nivel federal, conviene revisar el programa de comedores comunitarios, que aunque fueron parte de una fallida estrategia contra el hambre del gobierno de Enrique Peña Nieto, a cargo de Rosario Robles Berlanga –cuyos desfiguros como funcionaria pública salieron a la luz y se denunciaron desde el sexenio pasado, y ella está a buen recaudo-, realmente fue lo único rescatable de esa estratagema que se inventaron para destinar toneladas de dinero para, según, salvar a los pobres de entre los pobres de la hambruna.
Y nos preguntamos qué pasó de ese tiempo a la fecha para que se haya decidido ya no mantenerlos abiertos. ¿Se acabó el hambre? ¿Ya no hay gente en extrema pobreza? ¿No hay viudas, ancianos, niños huérfanos, niños desnutridos, mujeres embarazadas anémicas, gente enferma y sin trabajo, sin acceso a la salud y a la educación?
Las causas persisten, desde luego. También se tiene la infraestructura necesaria, porque si algún programa recibió el apoyo de los alcaldes fue el de comedores comunitarios, ya que incluso gastaron recursos del Ramo 33 para construir los edificios, que actualmente están abandonados, mientras que los enseres de cocina que se les proporcionaron están arronzados como trebejos viejos.
Lo que falta es una visión integral del desarrollo, que involucre la participación de la comunidad, como sucedía con este programa que, en efecto, aunque era usado con fines electoreros por todos los partidos políticos, y aunque se detectaron anomalías graves que implican actos de corrupción masivos, lo que procedía era resolver esos pequeños detalles, en lugar de desechar una experiencia que tenía ya 6 años operando y que de algún modo había logrado meterse al seno de la sociedad rural y de las colonias marginadas.
Y entonces se prefirió desecharlo, aplicando la teoría de vale más hacer algo nuevo que remendar algo viejo.
Así quedaron a expensas de la hambruna cientos, miles de personas que todos los días recibían en los comedores comunitarios un plato de comida.
Pero, sobre todo, se tiró a la basura un esquema valioso de autogestión y participación social, algo de lo que hoy se carece, y que es sumamente difícil construir. Porque a la gente invítala a un baile y va; pero no la invites a involucrarse en la solución de los problemas de la comunidad, porque entonces no van, o siempre preguntan cuánto les van a pagar.
En contraparte, el gobierno federal promueve sin éxito programas de reconstrucción del tejido social, pero mediante acciones de deporte y cultura, y rescate de espacios públicos.
Eso está demostrado que no da resultado, pues lo más importante es que primero se facilite la construcción de la “comunidad”, si queremos usar un término sociológico.
Si algo se padece en México es que el tejido está roto. Ya no hay vecinos solidarios. Ya no se tiene esa identidad de barrio, de colonia, de pueblo. Estamos todos contra todos.
Y los comedores comunitarios cumplían esa función. No sólo se trataba de ayudar a la gente necesitada, sino que mediante este acto de caridad, las mujeres y sus hijos comenzaron a socializar, a hacerse equipo.
Entonces, los comedores se convirtieron en un medio muy eficaz para garantizar el acceso al ejercicio del derecho a la alimentación, sí, pero también coadyuvaron a un fin aún mayor: fueron un vehículo para construir comunidad. Se convirtieron en el espacio, el punto de encuentro de vecinas y vecinos, en un lugar de ayuda mutua, en el medio de conocimiento y respeto de la gente. Así se fortalecieron los lazos de solidaridad y fraternidad, la responsabilidad de las personas y su vocación de servicio.
¿No es eso suficiente para reabrirlos?