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Serapio – Los singulares última parte

Jorge Luis Reyes López

La conversación entre Serapio y Dorantes seguía un camino caprichoso sujeto a la memoria que cada uno tenía de vecinos singulares. La idea de lo singular que ellos tenían, era eso: singular. Juntos complementaban los recuerdos.

Por el camino a la escuela secundaria Eva Sámano, había huertas. Una de esas le pertenecía a Celia Galeana. Los amigos tienen presente a uno de los huerteros que trabajaron cuidando la huerta, conocido como La Broca. Era alto, blanco, barbicerrado. Uno de sus hijos, Ublester se dejaba caer un mechón color arena, sobre uno de sus ojos. La Broca caminaba de la huerta al centro del poblado para hacer la compra de víveres necesarios para él y para su familia. Pertenecía al grupo de vecinos llamados sencillamente forasteros. Poco a poco se mezcló con la población logrando hacerse de conocidos y amigos. Quizá le ayudó su carácter amable y risueño.

Pablo Sánchez Trejo era tan alto como La Broca, pero su piel era morena, los costeños decían que era prieto. Platicador y bueno para caminar. Tenía su vivienda en el Posquelite. También él tenía un mote de manera que se referían a su persona como Pablo La Lata. El sobrenombre pretendía describir su estatura. Pablo nació en la comunidad de El Gallo, en el municipio de Coahuayutla. Ni como negar que tanto a La Broca como a Pablo La Lata les gustaba  saborear una buena tequila. Disfrutaban las tertulias y ambos eran buenos narradores. Ahora seguramente pocos o ninguno los recuerda. Ellos por si mismos se hacían notar. Difícil que pasaran desapercibidos y en el Zihuatanejo de ayer eran visibles, muy visibles.

Sigue la mata dando comento Lapo, causando una sonrisa de complicidad en Dorantes. ¿Qué me dices de Jesús Oregón, La Chiva? Deslizó Dorantes. Parecía vivir sin prisa. No tenía la urgencia de una vivienda. Su estómago no era exigente, más bien parecía conformista, siempre y cuando no le faltara tequila, mezcal o alcohol de caña de azúcar, respondió Serapio. Era acomedido y platicador. Blanquito de piel. Generalmente caminaba descalzo. No necesitaba o no quería traer camisa puesta. Eso sí, los pantalones permanentemente enrollados. La Chiva se podía quedar dormido en cualquier lugar. No necesitaba techo. Para los pobladores resultaba inofensivo y útil para cualquier mandado. Una mañana se corrió la voz de que La Chiva había muerto ¿Cómo pudo suceder? Se preguntaban. Conforme el día avanzaba se desveló la duda. Zihuatanejo era un pueblo con un transporte público limitado a unos escasos taxis y los llamados carros de volteo. La noche anterior la chiva tomó, sin preocuparse por donde dormir, ni cuando parar de beber. La calle le pareció suficiente para descansar. No tenía conciencia de los riesgos, ni le importaba. Los pocos taxistas, conocidos todos, trabajaban temprano. El día que murió La Chiva era una jornada más para los trabajadores del volante, pero para La Chiva, sería el fin de su vida. Dormido y atravesado en una calle al final de una pendiente, no pudo ser visto por el taxista, hasta después de haber pasado por encima de su humanidad. Oregón, La Chiva vivió y murió fiel a su estilo de vida.

Hubo extranjeros que hicieron ruido. Quizá los recuerdes Dorantes, expresó Lapo. Uno era alemán, de apellido Wember. El otro era ecuatoriano, del puerto de Guayaquil, su nombre era Tomás Pacheco. El caso de Wember era como un juego de misterio. Poco se sabía de él y mucho se especuló con su presencia en Zihuatanejo. Algunos aseguraban que era berlinés, otros que era de la ciudad de Stuttgart, algunos más que había nacido en Hamburgo. Parte de la especulación popular pasaba por la conjetura de que era un espía alemán durante la segunda guerra mundial. Caminaba por la orilla de la bahía. Luego se estacionaba como cavilando. Después de la rendición de Alemania (7 de mayo de 1945). Wember se fue. Desde de su ausencia solo Juan Ayvar lo recordaba, llamando Wember a un chiquillo prieto que pasaba por su tienda para comer  los plátanos machos, ya negros de la cáscara que destilaban miel.

De Guayaquil la información es más reciente. Fue de los primeros trabajadores en usar el anticorrosivo en la pintura de los vehículos en Zihuatanejo. Siempre rodeado de una jauría de raza heterogénea. Bajito el mulato, salivoso al hablar por la escasa dentadura. Caminaba torcido como deteniéndose para no irse hacia atrás. Las manos manchadas de pintura. Cuando ocasionalmente la gorra abandonaba la cabeza, se podía ver la calvicie en la bóveda craneal rodeada de un pelo rizado. Su cara agria respondía a su genio que cual cerillo se encendía al pasón.

Lapo, Cuando describes a Guayaquil, pienso en Peche. También era mulato, chaparrito. Imagínatelo con uniforme caqui, incluyendo el quepí, esa gorra militar del mismo color que el uniforme. Lentes negros y los zapatos igualmente negros, bien lustrados. Le sentaba bien la frase esa de que no hay negro que no sea chocante. En un Zihuatanejo con un parque vehicular escaso, él fue jefe de tránsito. Cuentan las lenguas de doble filo que cuando le hicieron una auditoría ante la lluvia de observaciones dijo: ¡Jodé, el gobernador me dio la chambita para que me ayudara!”. Si bien, todos lo conocían como Peche, aunque su nombre era Abraham Morales, pero si se te ocurría hablarle por su nombre era probable que no te respondiera, pensando que le hablaban a otra persona y no a Peche.

El tiempo de conversar está llegando a su fin. Los amigos suspiran ante la nostalgia de no poder abundar en su charla. Otra vez será cuando puedan platicar de tantas mujeres y hombres que están en el olvido: La tía Juel de Agua de Correa, que permitió acuñar la frase “Pelotilla dijo la tía juel”; la mama Julia, que vivió en el centro de Zihuatanejo, vendedora ambulante con unos pronunciados senos; doña Julia Barragán, avecindada en el otro lado de Las Salinas; Nerio (Nereo) el huertero, del grupo de los frasteros acostumbrado a trabajar limpiando la huerta con machete y tarecua; la pareja formada por doña Rosa y don Bartolo, huerteros celosos, rodeados de perros bravos que corretearon a más de uno cuando “robaban” mangos y ese guajolote de mal genio que si te agarraba descuidado te tundía a golpes, ¡animal tan carajo!; Camilo soloundientes, con el que aseguraba cortarte el dedo de una mordida. Cuerpo enjuto. La espalda se le juntaba con el estómago. Buen mandadero en el mercado y mejor jugador de dominó, decía, con la ficha en la mano, que ya “había columbrado desde allá tú jugada”; don Tacho y su nieto Taide. Un anciano apoyado en el nieto, que diario caminaban del mercado a su casa al otro lado de Las Salinas en la faldita del cerro. Ya más grande hacía algunos despropósitos corporales algo incómodos, aunque a otros les parecían graciosos y divertidos; Alberto Ávila cuyo caminar recordaba a las películas del viejo oeste norteamericano, justo cuando enfrentaban duelos mortales con pistola; Mauro Pineda, El Masito. Delgado, bajito, prietito. Con sombrero, calzones de manta y huaraches de correa. ¡En fin, tantos y tantos!. Ya tendremos ocasión de reunirnos otro día y repasar la vida de algunos ciudadanos que a su singular manera, ayudaron a formar la historia del Zihuatanejo actual.

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