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SERAPIO – Los singulares 2ª. Parte.

JORGE LUIS REYES LOPEZ

Serapio y Dorantes continúan con la sobremesa recordando la singularidad de algunos ciudadanos que vivieron en el imaginario popular. Ese toque mágico que los distinguía, era un obsequio de la naturaleza que no estaba etiquetado para un estrato social determinado. Es así que los recuerdos de Lapo, ahora se centran en Adrián, el Gancho Leyva, perteneciente a una de las familias más pudientes llegadas a Zihuatanejo. Parte de la hacienda de La Puerta fue comprada por él. Pero en el año de 1973 el gobierno federal le expropió la propiedad y la sumó a la superficie total que se destinó al desarrollo de Ixtapa. Adrián caminaba por Zihuatanejo sin la aureola de potentado. En cualquier banca de madera podía sentarse a echarse un trago de tequila con los parroquianos callejeros. El sobrenombre obedecía a la curvatura de su nariz aguileña, su cuerpo era enjuto y medio encorvado. No sabemos si sus días en la tierra acabaron en el estado de Puebla. Lo que sí sabemos es su desparpajo que le permitía interactuar con la gente ordinaria del pueblo, identificándose con muchos costeños que tenían un probado amor por un buen tequila.

Dorantes pone en la conversación a Porfirio Gutiérrez Espinoza, el Pelícano. Su madre Aparicia Espinoza era la matriarca del clan. Vivía al otro lado de la incipiente carretera que al llegar al pueblo y adentrarse en la comunidad se transformaba en calle, hoy llamada Cuauhtémoc. Esa calle  limitaba al barrio del huizache por el norte. Ahí había una línea de viviendas, habitadas por personas sencillas, vecinos de los Aparicio como frecuentemente les llamaban: Teodosia López García y Rosendo Reséndiz; Leobarda Rosas, costurera de oficio; el nievero, aquel moreno llegado de cuba y casado con una mujer petatleca. Estos son solo por mencionar algunos de los habitantes de esa zona. Porfirio llegó a Zihuatanejo después de abandonar su comunidad en algún lugar de la sierra de este municipio. Tenía una pronunciada nariz aguileña. Su voz era muy nasal y su caminar parecía torpe, desganado. No era muy comunicativo cuando estaba sobrio. Lo contrario sucedía cuando saboreaba el tequila. Grande ya, usaba una carretilla como instrumento de trabajo con la que iba y venía de su casa al mercado municipal. Pillo el Pelícano, era sobradamente conocido. Se decía que tenía vena de poeta y se le adjudicaba un verso que se hizo famoso entre la palomilla, que repetían llegando el caso si cabía la ocasión y la rima: Soy tiburón de la mar, amigo de las sirenas. Si no me lo quieres dar aticuñatelo de arena. Cierto o no, el estribillo circuló como de su autoría. El Pelícano voló y anda surcando los mares infinitos de lo desconocido.

Serapio carraspeó. Después toma la palabra y dice: parece que estamos recreando a los integrantes de un club de fieles seguidores de Baco. Bueno, para no desentonar, ora me toca a mí. En esta saga de personajes, el Negro Pina, no desentona. No he visto otro costeño con su habilidad para caminar en los troncos de las palmeras de cocos, en un ascenso vertical. Digo caminar, porque literalmente caminaba sostenido por manos y pies sin arrastrar su cuerpo por la palmera, ni al subir, ni al bajar. Lo veías subir en calzoncillos de manta, sin camisa, con un paliacate rojo liado al cuello. Parecía un garrobo como subía sin aparente dificultad. Alejandro Pina Vázquez, era un hombre trabajador. Ya lo veías labrando horcones para casas, como parando casas. Su trabajo más espectacular era cuando cortaba los racimos de coco. Encaramado en el cojollo de la palma, amarraba el racimo escogido con una reata que llevaba colgada a la cintura, junto con su bolo afilado. Amarrado el racimo de coco, el Negro se aseguraba de pasar la reata por encima de una de las pencas de la palma, que le serviría como tirante para una vez cortado ir soltando suavemente la reata hasta que el racimo llegara al suelo. Tenía pulso y vista fina para elegir correctamente los cocos de cuchara que eran los más solicitados. Ni tiernos de palmito, ni zocatos. El Negro tenía mal genio buenisano y no. Encontrarlo de buen humor no era fácil, pero sabía tener amigos. Sus últimos años los vivió en la orilla del centro, en la parte baja de la colonia Vicente Guerrero. Solo una barda lo separaba de la escuela primaria José María Morelos y Pavón. El Negro Pina también emigró a Mictlán. De su primera mujer Petra, solo sabemos que no vive y el hijo que procrearon, Luis, no radica en el puerto. De su segundo ayuntamiento está su hija Rosalba viviendo en la ciudad.

Hemos tenido la oportunidad de conocer personas especiales de las que siempre se aprende algo abundó Serapio. Marcelino Pan y Vino era la sonrisa andando. De estatura bajita, pelo crespo semicalvo. Luenga barba entrecanosa, ojos risueños con una chispa extra aportada por el alcohol; curiosamente sus pantalones de pinza bien sujetados por un cinturón, pero normalmente no usaba camisa, dejando ver un vientre plano. En la parte frontal de sus brazos había dos enormes tatuajes. Marcelino vivía casi en la esquina de las actuales calles Ignacio Manuel Altamirano y Cuauhtémoc. Del lado de lo que en esos ayeres ya llamábamos Las Salinas. Nunca fue pordiosero. Siempre trabajando y bebiendo. Su voz era dulce, algo que seguramente le ayudaba a evitar discusiones al calor del alcohol. No era agresivo, más bien tenía facilidad para socializar. Pero tampoco era manco. Hubo una ocasión en que cierta discusión se salió de control y fue imposible evitar los golpes. Entonces vimos a un Marcelino Pan y Vino transformado en un elegante boxeador de 60 años, cabeceando, moviéndose de costado, haciendo con la cintura un perfecto bending y de pronto la derecha del borrachito se estrella en la punta de la barbilla del rijoso, botándolo hacia atrás totalmente desencuadernado hasta que el suelo detuvo su trasero. Caballeróso Marcelino lo levantó y le ofreció un trago de tequila liquidando así la disputa. No supe de donde vino y no supe el final de su vida.

Si de chaparritos hablamos ¿Qué te parece Pancho el Cuche?. Venga, respondió Lapo. Le calculo un metro y veinte o poco más de estatura. Pansonsito y nalgón. Vestido como los vaqueros: pantalón de mezclilla, camisola de la misma tela, sombrero plano de ala ancha. Cara simpática, medio trompudito. Tenía estilo para caminar. Parecía que flotaba. ¡Cómo mascaba tabaco el condenado! ¡Esos chisguetes de saliva que le salían como chorros finos! Había que verlo. Una figura curiosa con una tirinche al hombro que le llegaba debajo de la cintura. Los cachetes se tornaban de un color rosa suave, cuando por sus venas corría el mezcal o el tequila. Sabía montar a caballo y no se le apeaba el buen humor. Dicen que era buen vaquero.

Lapo y Dorantes hicieron una pausa mientras les preparaban unos corrales como tentempié. Tortilla gruesa a la que saliendo del comal le pellizcaban la orilla formándole una cresta redonda, para después embarrarle una cucharadita de manteca de cuche, unos granos de sal y una buena salsa molida en molcajete. Después de esa botana los amigos continuarán su charla.

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