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SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

Cada momento que dedicó a pensar en Zihuatanejo, en su futuro, terminó en la misma y repetida conclusión: Es un pueblo elegido para ser gran cosa. Pero hasta los llamados a ser grandes descuidan cosas básicas para su desarrollo. Aquí se ha olvidado de tener un lugar donde reposen los muertos. Enredado con sus pensamientos, Lapo traía en la cabeza un tambache de ideas.

Por el lado del arroyo de el Limón hay un breve espacio usado como camposanto, y entre las playas de La Madera y de las Manzanillas existe otro lugar chiquito, que tiene algunas sepulturas.

Aún sin ser un lugar muy poblado, Zihuatanejo tiene una abundancia de leyendas, mitos y sucesos que trastornan el espíritu. ¿Cuántas veces hice el camino de ida y vuelta al hujal solo por curiosidad?, deseando encontrarme con el perro negro echando lumbre por el hocico. Serapio hizo una pausa y se sirvió un traguito de tequila.

Al caminar entre tantos hujes altos, frondosos, donde las verdes copas entrelazan sus ramas con sus vecinos, creando un túnel fresco, con un techo sombroso, era una invitación a descansar. Invitación difícil de resistir. Tirado en el suelo, mirando las ramas y oyendo el ruido arrullador de las hojas al ser besadas por el viento, hacen que el espíritu entre en un aletargamiento del que hay que saber salir.

No es solo el bosque de hujes, también son sus habitantes y su peculiar lenguaje. Todo está hecho para dormir despierto. El nido colgante de las calandrias con sus colores negro y amarillo brillante; las ardillas correteando entre las ramas mientras mastican hujes de las que al suelo caen algunas borusas; el cú cú de las cunguchas; el fuerte aleteo de las parvadas de tordos como abanico abierto haciendo piruetas en el aire, y luego, en precipitada picada se posan en los hujes ¿Cuántas horas practicarán? ¡Nunca se equivocan! Si los tordos tienen tanta disciplina, parece que los capichochos no la conocen. Sus nidos desordenados semejan la cabellera de un chamaco desaliñado antes de ir a clases.

Este bosque de hujes, calcula Lapo, tendrá al menos cinco hectáreas. ¡Bello lugar! ¡Ah pero de noche cualquier mente calenturienta la puede imaginar tenebrosa!

En mi vida he tenido experiencias difíciles de explicar a la luz de la razón, pero en el hujal nunca ha salido un perro negro vomitando fuego. A pesar de ser una fantasía, está viva. Se escucha de ella en las calles. Siempre hay “testigos” oculares. Tampoco faltan inocentes que la crean.

Lapo trae viejos recuerdos de experiencias complicadas, algunas parece que tienen explicación, otras quizá no. Entre las primeras está lo que sucedió una noche que se quedó a dormir en la tabiquería de su yerno Víctor. Era necesario proteger los instrumentos de trabajo con los que se hacían la teja, tabique y petatillo debido a que en raras ocasiones algún trabajador se las apropiaba.

La tabaquería estaba ubicada en una i griega formada por dos arroyos antes de unirse para llegar al mar en la playa Principal, fusionándose antes con el estero. Estos arroyos eran el de El Limón y el de Agua de Correa.

En esos tiempos Manolo Bervoonen y Ema Otero vivían en la huerta de enfrente y tenían de vecinos al matrimonio formado por Cheque Bravo Ávila y María Luisa Vargas Galeana, a la que todo mundo le decía Orfa. Serapio recuerda que él dormía en una cama de varas. Lo acompañaba el azabache, un perro negro, bravo y leal. Una picha le servía de colchón y un gabán de almohada. Un salón calibre .22 de un solo tiro y de cerrojo; una gringa afilada con cacha de cuerno de vaca y una lámpara de batería. Dormía bajo una parota.

Una noche después de haber tomado café negro con pan que había comprado en Agua de Correa, en la tienda de Imelda Villegas, chupaba su cigarro tumbado boca arriba mirando la bóveda celeste llena de infinitos puntos brillantes donde resaltaba la enorme luna fosforescente de un color amarillo profundo. 

Serapio estaba respirando paz, una gran quietud. Un agradable silencio que violentamente fue alterado por un chillido agudo, penetrante, salvaje, amenazador. Un sonido que no podía identificar. Azabache salió de debajo de la improvisada cama asustado, inquieto, dando vueltas como rehilete, aullando, no ladrando. Los perros de los vecinos se unieron en coro a los lamentos de azabache. Tanto Cheque como Manolo salieron de sus casas con lámparas en mano, gritando si estábamos bien.

En la oscuridad podía imaginar el rostro de Chequelón con aquellos ojos grandes y ese hablar atropellado que contrastaba con la voz entrecortada de Manolo. Se hizo un rápido inventario de bienes. Ellos de sus vacas, gallinas, burros y caballos. Yo de los instrumentos de labores. Nada faltaba. El alma se nos arrugó.

Seguimos juntos por más de una hora tratando de identificar el aullido sin poder reconocerlo como propio de algún animal salvaje de la región. Nos parecía que era el ruido salvaje, producido por una mezcla de sufrimiento e ira. Algo de humano y mucho de bestia. No pudimos desentrañar las dudas. 

Nos despedimos y regresé a la parota, a mi cama. Dormía en el nivel donde estaban los patios usados para tender la teja de barro, mezclado con pajoso molido de burro o de caballo, que se usaba como liga para evitar que el barro se reventara. Otros patios eran usados para tender tabique y petatillo. Los bancos de tierra donde se batía el lodo para hacer los tabiques estaban abajo y se descendía por unas escaleras de tierra.

En esa zona estaba la noria que tendría unos seis metros de profundidad, conservándose con agua siempre hasta la mitad, suficiente para las necesidades de la pequeña tabiquería. Al lado de la boca de la noria había dos horcones, y sobre ellos, un travesaño que sostenía una carrucha por la que pasaba una reata. De su extremo se ataba una lata de manteca clavada en la parte superior con un trozo de madera que servía de soporte del que se amarraba con un nudo de cuche para evitar que se soltara. Así descendía hasta el espejo de agua y con movimientos hábiles el carruchero latigueaba la reata haciendo que el bote se ladeara y se hundiera hasta salir rebosando mientras se jalaba por la carrucha hasta llegar a la superficie, repitiendo la rutina hasta satisfacer las necesidades diarias.

El bote al bajar hace un sonido inconfundible al golpear las paredes de la noria. Horas después de aquel inusual aullido, Serapio seguía despierto pensando en él ¿Que sería? Sus pensamientos fueron interrumpidos, primero por un ruido suave del bote al bajar por la carrucha. Luego, todo fue más sonoro. Con la sospecha de que querían robar, Lapo se levantó silenciosamente. No necesitaba la lámpara. La luna brillaba con intensidad. Toma el salón y calladamente le quita el seguro y camina en dirección a la escalera.

El escándalo aumenta. Ya no duda ¡Quieren robar! Avanza mirando a los lados con la idea que pueden ser dos los ladrones. Parado en la orilla mira hacia abajo. ¡Nadie, no hay nadie! Pero el talalán talalán del bote aumenta. Se fija cuidadosamente en la noria y no ve nada extraño. Todo está en su lugar. Intrigado baja decidido un escalón a la vez. La boruca sigue, y viene de lo profundo de la noria, acompañado del chirrido de la carrucha mal engrasada. Claramente ve en el suelo el bote y la reata enrollada en el travesaño, pero el ruido no cesa. No, no es humano lo que está pasando esta noche. Nadie usa el bote.

Llega a la noria, se asoma y ve el reflejo de la luna en el agua quieta, sin movimiento. El sonido del bote golpeteando las paredes de la noria sigue. Lapo tiene repentino frío. Le tiemblan las corvas. Baja el salón y apoya ambas manos en el borde de la noria y empieza a reprender al demonio. Un viento fuerte aparece de la nada y casi lo tira. Lapo grita. Ya no murmura, y con fuerza le ordena al maligno que en el nombre de Dios se largue, que se vaya. La batalla es dura y cansada. Se siente débil y está ensopado de sudor. Le falta fuerza pero sigue de pie luchando. El ruido sube con violencia suprema y se eleva en espiral y luego desaparece. Lapo descansa. Resuella grueso, pero sosegado. Todo terminó.

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