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SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

Este pueblo no tiene prisa por crecer. Apenas en 1900 había 124 vecinos. Un estero lleno de mangle al pie de la playa, parecía una ciudad chiquita, con mucha actividad de animales. La fauna local se mezclaba con sus pares visitantes haciendo días ruidosos con intervalos de silencio. La ciudad-estero albergaba a todos. En las ramas de los mangles estirando el cuello y torciéndolo de lado se balancean esas aves de patas largas y plumas cenizas, parecen viejas chismosas de rancia aristocracia. Abajo, en el agua y raíces de los manglares el populacho chacotea sin pudor. Las sarzetas con su cuello canela se zambullen jugando a las escondidas con los buzos de cuello largo, negro y lustroso, mientras los pichichis se divierten en silencio. Por supuesto que nunca falta un lagartón aprovechado, mientras las lisas desconfiadas se abren en abanico alejándose prontamente. No tienen interés en entablar amistad con seres hocicones. Por la tarde-noche los macacos se apropian del escenario. Son bulliciosos, alborotadores. No respetan las buenas reglas de convivencia. Nada por hacer. Así son ellos.

Diez años después ya había una revoltura humana que superaba a los 200 habitantes. Jugando con las posibilidades Lapo hacía cálculos simplistas. Si cada diez años la población aumenta a cien habitantes, entonces la tranquilidad pueblerina durará mucho tiempo.

El estero sigue igual de vibrante con nuevos pobladores integrantes de las familias aladas más parlanchinas: Guacamayas, cotorras, loros y pericos. Las garzas, como siempre, caminando con señorío displicente entre el estero y la orilla del mar. Las aguas de la bahía están transparentes. Caminando por la orilla del mar, Lapo disfruta oxigenando los pulmones con la brisa del mar. Mira la picazón de unos retozones ojotones. Su figura desentona con el paisaje costeño. Trae huaraches de correa cruzados, un pantalón de pinzas y una camisa de algodón arremangada entre las muñecas y los codos. En la cabeza, protegiéndose del sol, un sombrero corto. Si mira a derecha o izquierda, ve solo cerros de monte grueso. Al frente la mirada se detiene en la playa de Las Gatas. Debe ser una playa con un encanto desconocido. Alguna razón tuvo el gobierno federal para escamoteárselo en 1938 al pueblo, al evitar que pasara a ser parte del ejido. Caminando y cavilando asevera que griegos y holandeses ya tienen su tierrita en esa playa. Félix Mechoulan Azaria nació en Salonica, Grecia y quizá esa nostalgia mediterránea lo impulsó a hacerse de un rinconcito del cielo aquí; Mony De Swan, un holandés nacido en Groningen también tiene lo suyo. Tal vez este pueblito esté hecho para cosas más grandes. Es buen momento para regresar a casa, al barrio del Huizache. No hay prisa. El estómago está satisfecho y la próxima comida será dentro de un buen rato.

De un corral sale una iguana perseguida por un perro pinto con un frenesí irresistible. A punto de ser cazada, la comida se le escapa al perro al trepar por un agrito frondoso. El can con la rabia encima, ladra y araña al tronco del árbol con desesperación. Serapio estaba quieto, fija la mirada en la iguana. El escalofrío le llega como un primer aviso, siente secos y rasposos los labios al contacto de la lengua. De lo profundo del estómago sintió un temblor que le produjo un abundante sudor frío. Segundo y último aviso. El temblor estomacal ascendió abruptamente huyendo de las entrañas. Al pasar por la garganta lo invadió un olor a acidez obligándolo a abrir la boca y arqueando el cuerpo vació el estómago. Lágrimas se resbalaban cayendo al suelo polvoso. Sacó el paliacate rojo. Se limpió el rostro. Talló su boca. Finalmente se lo anudó a la cabeza, respiró hondo y continuó caminando.

El viejo curandero tenía  presente la invitación a comer, que meses atrás le había hecho el yerno para saborear un plato de pollo guisado. Tenían una espléndida relación. Se miraban como dos buenos amigos. Después de comer agradeció la invitación. Entonces empezó el mal sabor de boca. Don Serapio, dijo Víctor, ¿Estuvo sabrosa la iguana? Hombre deja de fastidiarme. Si hubiera sido iguana me habría dado cuenta por el olor a choquía. Pregúntele a su hija qué guisó. La pregunta era obligada y la respuesta fue desastrosa, mayor que si hubiera sido golpeado con un marro en la nuca. La idea de comer iguana le resultaba repugnante. Cuando vio la enorme lagartija huyendo, vivió por segunda vez el calvario de aquella infortunada invitación. Al llegar a casa está sereno. La pinolilla, una perra chaca, sale alegre a su encuentro y recibe el cariño de una mano que la acaricia. Al entrar mira sobre la repisa el sobre de lo que debe ser una carta. Se acerca y mira el remitente. G. Casas. San Isidro, California. E.U., dirigida a Víctor Reyes, domicilio conocido, Zihuatanejo, Guerrero, México. Da por hecho que la carta fue dejada ahí por su yerno a fin de que él pudiera leerla. Algo había en la carta que quería platicar. No le resultó difícil encontrar la razón: “He leído en el periódico de Género Vázquez, de los secuestros, pues hace poco dos o tres semanas que secuestraron a otro. Por una parte esa gente rica no le duele perder ese dinero y están pagando los malos tratos que han causado a la gente humilde. Quisiera verlo otra vez y saludarlo pero para saber dónde se encuentra porque creo que nunca están en el mismo lugar. En el Alarma vi a Antonio pero no se parece porque está delgado. Creo que ya está preso, él se hubiera ido con Genaro en la sierra”. No, no parece que la conversación vaya a ser cómoda. Todo está complicado en el estado, y en Zihuatanejo hay simpatías silenciosas, discretas pero firmes para con Genaro Vázquez Rojas. La población ya rebasa los cinco mil habitantes y está llegando gente de todas partes. Uno tiene que andar con cuidado. Cerrar la boca porque al final nunca se sabe quién escucha. Los guachos tienen poca paciencia y les han soltado la rienda. Algunos andan vestidos de civil para mirar y oír sin despertar inquietudes entre la población. Desde que establecieron el pelotón en el cerrito, adelante del Churro hay más ajetreo, hasta los parroquianos la sufren, porque al no tener freno se la pasan seguido en el burdel borrachos y trastornados. Son bravucones, mariguanos y eso los envalentona más. El sargento no les aprieta la mano y se excusa que al Churro van de servicio, dizque buscando información que los lleve con Genaro. Para mí que lo único que buscan son las verijas de las mercenarias del placer. Francamente sobran razones para ser cauto.

El sol ya empezó a colgarse y lo mejor es buscar qué comer porque el estómago se quedó vacío. A la vuelta de la casa está la carnicería de don Pedro Jiménez, ahí encontraré un tasajo de carne oreada de res. Esta vez el abuelo decide prepararse, ya no quiere sorpresitas. Tiene un asador de fierro, con punta para ensartar la carne, formando ondas que bajan y suben. La comida la colocará encima de las brasas mientras bornea el asador para que la carne quede en su punto y jugosa. Tiempo tiene para pensar lo que mejor convenga platicar con Víctor sobre el asunto de la carta. De momento no recuerda que el gobierno se haya llevado preso a gente del pueblo por la revuelta. Se han llevado alguno que otro a las islas María pero por otras razones.

Somos un pueblo pacífico. Tranquilo. No pasa de algún mañoso que avergüenza a su familia; un borracho cansado como dice la policía municipal; otro que no quiso pagar lo que se comió o bebió; ebrios escandalosos o algún marido abusivo que maltrata a su mujer. Así que hablar de guerrilla y guerrilleros es hablar de otra dimensión. El gobierno no se tienta el alma para joder a cualquier persona que les parezca sospechosa.

Serapio sigue con el paliacate liado en la cabeza. El ánimo se le desentona. Habrá que comer y esperar para poder platicar.

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