Jorge Luis Reyes López
La cita es a las siete de la noche en un restaurante frente a la playa principal de la bahía de Zihuatanejo. El lugar es una antigua casona que perteneció al matrimonio formado por Prisca Nogueda Zepeda y Arend Von Roegen Tiheman. La casa de tejas tiene dos mediaguas y un patio que colinda con la calle Juan N. Álvarez.
Dicen que en esa casa Enrique Aguado Jiménez le cantaba el himno nacional alemán a Von Roegen hasta producir en él una intensa emoción, fusión de placer y nostalgia. Era tal la magnitud que el buen Arend terminaba con lágrimas bajando por sus mejillas hasta caer al suelo.
Esta casa, convertida en restaurante, exuda historia de Zihuatanejo por todas partes. Aquí, en el patio, cinco matrimonios departen alegremente. De los convocados, solo falta Serapio. No tarda en atravesar el corazón de la añeja casa hasta llegar al lugar donde están sus amigos. Sin mayor protocolo, saluda y ocupa su lugar.
Se forman corrillos. En el grupo están dos pastores bautistas con sus respectivas esposas: Dave, un canadiense ya mayor, y Wilber, claramente más joven. No es difícil imaginar de qué hablan. Cerca de Lapo, dos mujeres están enfrascadas en una competencia inconsciente por enumerar una interminable lista de padecimientos y un largo directorio de especialistas.
Inesperadamente, César dispara a bocajarro la pregunta: —Lapo, ¿qué sabes de la cueva de la Negra? —Nada —respondió—. —Cuéntame.
A la vuelta de tu casa vivía mi bisabuelo Clemente Oregón, padre de mi abuelo. Con él vivía mi tío Fermín. Nos contó a mis hermanos y a mí una historia que, a nuestra edad, nos alteró la imaginación y la esperanza.
Por estos rumbos vivió una mujer muy atrabancada: una negra alta y desalmada. Por aquellos años solo había veredas, caminos de herradura y el camino real que comunicaba a Zihuatanejo con La Unión. Por aquí pasaban carretas y calesas con oro y plata. La Negra era una bandolera. Tenía un puñado de malvivientes que le obedecían por la buena o por la mala. No perdonaba desobediencias. El castigo para quien se atrevía a retarla era rápido y contundente. Tenía gran imaginación para dar escarmientos.
En esos cerros que separan a Zihuatanejo de Ixtapa tenía sus escondites: cerros pedregosos llenos de alimañas. En cualquier cueva podía refugiarse. No confiaba en sus secuaces. En el pueblo tenía un amigo de confianza al que visitaba por las madrugadas. Ese hombre era su confidente y algo más.
—¿Están listos para ordenar? —la pregunta del mesero quebró el relato de César.
Solo por un momento, porque Lapo no estaba dispuesto a que se le escapara lo que parecía una historia que merecía ser compartida. Le resultó cansado el tiempo de espera, mientras los compañeros leían el menú, consultaban con sus parejas y finalmente elegían qué comer. Las damas llevaron mano. Cony, Margaret, Yumi, Adi y Selene sonrieron triunfantes. Era el momento para que el relato de César continuara.
Ese desconocido amigo de la Negra sabía muchas cosas. La mujer tenía mala entraña. Era codiciosa. Cuando llegó de no se sabe dónde, vio un pueblo que no le ofrecía nada que la hiciera pensar que encontraría en el puerto su bonanza económica. No, definitivamente no veía un futuro halagüeño. Ese pensamiento cambió cuando se enteró de que por el camino real transportaban plata y oro.
A sus catorce bribones los convenció y los amenazó con venganzas crueles si alguno se atrevía a traicionarla o abandonarla. La cuarta parte de lo robado le pertenecería a ella y el resto al grupo. Asaltó más de cuatro cargas de dinero. Repartió entre sus compinches y guardó lo suyo en una cueva, de esas tantas que hay por el cerro de las antenas.
Nos dijo el tío que un día, andando por esos montes, encontró la cueva de la Negra. Entró y vio monedas de oro y plata regadas en el suelo. Mucho dinero. Emocionado, regresó a casa para traer morralillas y poder cargar parte del tesoro. Fijó en su memoria el lugar exacto donde estaba el escondite. Al menos eso creía él.
Frente a la boca de la caverna había un capire del que salían tres ramas del tronco. Justo ahí, en el nacimiento de las ramas, se formaba una hondonada que naturalmente se convertía en un recipiente de agua. Esa era la señal: el capire con agua.
Regresó a casa con unas monedas que escondió sin decirle a nadie. Tomó un zurrón, pensando en que no podía soportar el peso de los dos llenos de monedas. Subió al cerro y buscó el capire. Encontró muchos capires que capeaban agua, mas no pudo encontrar la cueva de la Negra.
—¿Qué pasó entonces? —Lo que tenía que pasar, Lapo.
Mi hermano Pancho y yo, cuando crecimos, unos años después de esa historia, visitamos al tío y le preguntamos qué tan cierto era aquello que nos platicó siendo niños. Respondió que era verdad. Pronto planeamos la primera expedición en busca del tesoro que la Negra guardó. Pedimos más detalles.
Nos pusimos botas, pantalones de mezclilla, camisas de manga larga, sombreros, machetes, bules con agua y bastimento bien surtido. Seríamos hombres ricos en un Zihuatanejo que lucía prometedor para los audaces.
Mientras ascendíamos al cerro por las veredas, hacíamos cuentas y planes de lo que haríamos con el tesoro. El cuerpo no nos ayudaba mucho para subir ese pedregal, pero la ilusión superaba al cansancio.
Cuando localizamos el primer capire, nos aseguramos de que tuviera agua, y así fue. Felices, creíamos tener mucha suerte. Encontrar el dinero parecía fácil. Después de dos horas supimos que ese no era el capire.
Todas las semanas buscamos. Todos los capires tenían agua. Ninguno estaba frente a gruta alguna.
—Mira, Lapo, el escondite de la Negra sigue ahí, con todo su tesoro. Algún día lo encontrarán.
Absortos en la plática, ni Serapio ni César se percataron de que las damas habían pedido la cuenta, hasta que el mesero entregó a cada varón el monto de lo consumido. Lapo pensó: si encontrara las monedas, pagaría la cuenta de todos unas cien veces.
Unas palmadas repetidas en el hombro, dadas por Fito, otro de los comensales, despertaron a Lapo de sus sueños.
