JORGE LUIS REYES LÓPEZ
Toda la noche durmió encaramado en el árbol, vigilando el ojo de agua, esperando la llegada del venado. Hacía años que había improvisado entre las ramas un piso de tablas donde podía estar vigilando sin hacer ruido, asegurándose de que el animal no lo fuera a ventear. No tenía la compañía de la Pinolilla, una perra criolla, chaca, color miel pajiza, porque no la había enseñado completamente a espiar venados, y lo más probable sería que ladrara y espantara al emboscado. Ya estaba amaneciendo y había perdido la esperanza de que el venado bajara. Estiró las piernas y se las frotó. Durante la noche miró varias veces el cielo lleno de estrellas, admirado por la vista que ofrecía ese pabellón celestial con tantos puntos luminosos. Algunas veces cabeceaba, vencido por el sueño. Estaba seguro de que habían sido momentos solamente, insuficientes para que no se hubiera percatado de cualquier ruido que perturbara el silencio. Tenía buen oído. Podía distinguir el ruido de la lechuza entre el follaje cerrado, lo mismo que el andar de los tejones. Esa noche vio una manada de ellos. Total, no siempre se puede cazar. Había que bajar y regresar a casa. Traía puesto un gabán para protegerse del sereno y de lo fresco de la noche. El sombrero ancho le protegía la cabeza. Una picha enrollada y amarrada con una pita le servía para reposar la cabeza. El ojo de agua estaba en un claro del monte; en las orillas había ciruelos broncos que resultaban alimento preferido por los venados. Por esa razón elegía ese ojo de agua cuando tenía que ir a cazar. Al otro lado del arroyo, pero más abajo, estaba otro bebedero, pero tenía que postrarse en tierra y desconfiaba de las alimañas.
No se sentía cómodo ni seguro. Arriba del árbol podía dormitar con seguridad. Pronto saldría el sol y con él se perdía la posibilidad de llevar comida a casa. Bajó sin dificultad. Se recargó en el tronco del árbol y subía alternadamente las piernas para estirarlas y quitarse lo entumido. Un ligero ruido atrajo su atención. Miró en dirección al sonido y esperó quieto, atento, mientras el viento anunciaba una mayor cercanía. Sin prisa asomó el venado esperado, caminando sin temor, decidido y directo al pozo de agua. Serapio respiraba deseando no hacer ruido. Con cuidado levantó la escopeta y, apuntando, siguió la dirección del venado hasta que se paró. Estaba listo para disparar. Antes de inclinarse, el ciervo se detuvo y giró el cuello en dirección a Lapo. Se miraron fijamente. No había temor en los grandes ojos negros del cérvido. Miraron al abuelo con intensidad luminosa. El dedo no tiraba del gatillo. Los ojos negros seguían fijos en él. Lo hacían titubear. Sentía que la fuerza huía de su cuerpo. Todo él estaba incómodo, ansioso, turbado. Quería que el animal huyera, que se fuera. No sabía qué hacer. Ambos sostenían la mirada. Fue el ciervo el primero que se movió. Tomó agua y se fue caminando como llegó: despacio, seguro, confiado. Ni un instante volteó a ver al abuelo. Se perdió entre el monte. Lapo bajó la escopeta y se alejó en dirección a su casa.
Llegó cansado, huraño y con sueño. No saludó. Se metió a su cuarto y durmió hasta muy tarde. Su casa, a la orilla de la Hacienda del Plátano, tenía espacio suficiente para toda la familia. Había terrenos suficientes para que el ganado pudiera pastar a sus anchas. Se levantó y caminó al quicio de la puerta; ahí se detuvo y revivió las imágenes del amanecer. Desde que quedó viudo imaginaba cosas extrañas. No podía sacarse de la cabeza la mirada serena y ausente de temor del venado. Serapio quería alejarse, irse y no volver. Llevarse a sus hijos y dejarlo todo.
Timoteo, el padre de Serapio, antes de morir le había entregado una talega de cuero repleta de unas monedas raras de plata y de oro. Eran toscas y muy antiguas. No eran redondas como las que Lapo conoció desde niño. Se notaba claramente que las habían hecho a mano, a fuerza de martillo. Hacía tanto tiempo que las monedas habían estado en manos de la familia que era poco lo que recordaba. El abuelo de su padre decía que esas monedas eran de cuando los españoles mandaban en estas tierras, que habían sido las primeras en hacerse en el continente. Si se largaba con sus hijos y lo dejaba todo, con esas monedas podía empezar una nueva vida y acabar, de una buena vez por todas, con tanto desasosiego acrecentado desde la madrugada en que su mirada se topó con la del venado. Regresó a la cama. Con cuidado la levantó y la movió de lugar hasta descubrir unas tablas cortas acomodadas formando un cuadrado. Alzó una tabla, metió la mano y sacó la talega.
La vació encima de la cama, mirándolas con cuidado. Su padre le dijo que eran pesos de ocho; así les decían porque eran de ocho reales. La mayoría eran de plata. Unas eran cuadradas, otras parecían un corazón, unas más tenían la forma de un rombo. A Lapo las monedas le parecían feas. Hasta el nombre, como su padre las había llamado el día en que se las entregó, le parecía extraño: macuquinas, así las nombró, macuquinas. Muchos años pasaron para que el abuelo escuchara a un viejo peruano contar la historia de las macuquinas. En tiempos de la colonia los españoles establecieron dos casas de moneda: una en México y otra en Perú. La mexicana fue la primera establecida en el continente. El nombre de macuquina era de origen peruano. La palabra significaba “hecha a golpe de martillo”, o algo así como “cosa golpeada”. Era quechua, una lengua materna. Estaba decidido. No pensaba volver. Buscaría vender tierras y ganado. Las monedas ayudarían tanto como para abandonar todo si se tardaba en encontrar comprador.
De la sierra bajaron. Atrás quedaron las tierras, el ganado y las bestias de carga, junto con las manadas de caballos y yeguas. Luego vendría a poner orden. Ahora era importante proteger el tesoro familiar. Decidió tomar solo dos macuquinas: dos pesos de ocho, uno de plata y otro de oro. Suficiente para comprar una casa y capear el temporal algunos meses mientras decidía qué hacer para el futuro. Con las monedas en la bolsa, buscó dónde guardar la talega. Cerca de la casa había un pino alto y grueso; a unos veinte metros había un saliente de una piedra hueca. Ahí escarbó lo suficientemente hondo para estar seguro de que las monedas estarían a buen resguardo.
Serapio estableció su hogar a una semana de distancia a tranco de mula. Dentro de un año retornaría a buscar su tesoro, ya sabiendo qué haría con las macuquinas de plata y oro.
