SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

¡Se murió el Grande!… ¡Se murió el Grande!… El Grande de la Zapata… El Grande de la Planta Pesquera. El pensamiento empujaba a las palabras. Ellas se niegan a salir. No quieren subir por la garganta. No quieren, o no pueden llegar a la boca, donde la lengua y los labios se sincronizan para expresar sonidos coherentes que sean escuchados como palabras significativas. El Grande, ciertamente, murió. De mi boca salen ruidos sordos, apretados, dolorosos, como cuando me golpean salvajemente el estómago tomándome desprevenido, atarcado, simplemente atarcado.

En el centro de una sala de la planta baja de una casa de la colonia Zapata, yace un féretro de madera. Está rodeado de coronas florales; algunos arreglos se apropiaron del lomo del ataúd. Adentro, el cuerpo de El Grande está imperturbable, indiferente a todo: al bullicio causado por los concurrentes. Me pregunto: ¿alguna vez El Grande fue serio? No, definitivamente no. ¡Ni siquiera su color fue serio! Estaba pintado de humor ácido, salpicado de gracia alegre. Duro, era muy duro para bromear; golpeaba seco y preciso. Como pocos, tenía la piel pétrea para encajar las bromas que recibía. Dos parientes cercanos lo llamaban indistintamente tecuán o tigrillo, sin que El Grande mostrara disgusto alguno.

Junto al difunto, un par de músicos se aplican con sus instrumentos para crear un sonido armónico, rítmico, monótono. Basta una guitarra y un violín. Es la música que acompaña al muerto en los velorios de la sierra municipal. El Grande es fiel a sus raíces. Afuera, en las estrechas y retorcidas calles, familiares, amigos, vecinos y curiosos hacen corrillos, como pequeñas islas incrustadas en el océano de gente que desea dar el pésame a los dolientes. A algunos los mueve el deseo sincero de honrar al Grande. La gente sigue llegando. A lo largo de la calle adyacente donde lo velan, los vehículos no tienen espacio para estacionarse. Cada vez se alejan más del sitio del velorio, para encontrar un rincón donde parar la máquina.

Al caminar entre la muchedumbre, se oyen y se ven tantas cosas: la doncella ofreciendo café; el adolescente con la charola de pan invitando a quienes lo deseen a tomar el aperitivo. Es fuerte el olor a comida. Breves oleadas humanas asaltan las mesas donde se sirven los alimentos. La noche será tan larga como El Grande. Aquí, unos lo recuerdan caminar apoyado de un bastón en dirección a Las Salinas. Tipo más contradictorio. Disfrutaba el deporte por los ojos. No lo practicaba. El bulto trigueño y alto se movía con dificultad. Traía puesto el sombrero. El sol de la mañana hacía brillar su piel manchada. Sus manos descubiertas mostraban esos colores contrastantes que espejeaban con sus movimientos frontales iluminados por la radiación. Las mangas de la camisa enrolladas a media canilla hacían ver más largos sus brazos. Con una aparente renguera continuaba su andar hasta llegar al improvisado campo donde se jugaba el volibol de apuestas.

Viejo conocido de la palomilla, no faltó un acomedido que le ofreciera una silla para que el Don se sentara, para que el viejito pudiera disfrutar de los saltos para clavar o de las peripecias para taponear la bola. A un costado de la silla, recargado, su fiel compañero el bastón hacía guardia muda, para lo que se le ofreciera al Grande. La boruca de la mirandilla subía y bajaba de tono, afín a los acontecimientos que la red mandaba. Los jugadores, con el torso sudado, reflejaban el esfuerzo físico y la ansiedad que da la incertidumbre. Las apuestas no cesaban. No son juegos normales, no en cuanto al número de integrantes por equipo. Deberían ser seis jugadores por bando. Aquí se juega por parejas. Cada jugador es todo terreno: acomoda, bloquea y clava. No hay miramiento ni consideración alguna en la cancha. El suelo salado es atropellado constantemente. Los apostadores no están quietos; en cada set se juegan su billetera. No siempre son los jugadores los principales inversionistas. Entre el público, el desafío llega a sumas respetables. El reto electriza a todos. Cualquier chispa puede provocar un incendio de cólera.

El Grande está en lo suyo. Se siente cómodo, seguro. Al menos eso cree él. Le dieron lugar y silla en primera fila. Los recordatorios del diez de mayo surcan los mares del enojo. Alfonso el Grande no lo vio venir, no lo esperaba, sencillamente no lo sospechaba ni tantito. En la abstracción que vivía, se enfrascó tanto en la lidia deportiva que tardó en reaccionar, en tener conciencia de lo que estaba sucediendo. Una vez que entendió los acontecimientos, su reacción fue legendaria. A los primeros balazos, jugadores, apostadores y mirones salieron en estampida cómica, a pesar de la amenaza trágica que se advertía. Entonces El Grande fue poseído por el Tigrillo, o por el Tecuán; saltando como resorte abandonó silla y bastón, como decía su tío Matilde: ¡Qué jijo de la desgraciada estaba para quedarme! No hubo reuma que le estorbara. La renguera se había esfumado. El bastón, otrora útil compañero, ahora resultaba lastre indeseable. En un santiamén a casa llegó.

Pasada la loca balacera, empezó el recuento de daños y pérdidas. ¿Y el Don?, preguntó un alma caritativa. ¡Anda, vete del viejo! En un abrir y cerrar de ojos se paró, brincó y corrió. No rengueaba. Viejo mañoso. No pos sí. El miedo no anda en burro. El Grande se sacudía de risa cada vez que lo contaba.

En el cementerio de Agua de Correa, con dificultad, por lo caótico y estrecho de las veredas que llevan a la fosa a Alfonso López Reyes, El Grande, el grandote de la Zapata, caminan con el féretro al hombro. Llegado a su destino, lo bajan. Ya están presentes los mariachis. Las primeras gotas celestiales empezaron a caer después de un mes de calor abrazador. A los lados de la vereda, coronas de flores flanquearon la marcha fúnebre. Las gotas arrecian, amenazando lluvia. Precavidos, los Torcazos buscan y encuentran refugio en una galera de dos aguas, circundada por un barandal punta de lanza. No quieren mojarse. Cuidan los instrumentos musicales. A tiempo se protegieron antes de que el chaparrón pareciera diluvio.

Uno de los asistentes al sepelio soltó: Alfonso comió en cazuela. Así decían los viejos cuando llovía en los entierros. El agua no paró. Era intensa. ¿Los Torcazos? Pensé que el macho de torcaza se distinguía por el plumaje, por el canto y por el comportamiento, pero seguía siendo torcaza. ¡Qué fijado! Seguros bajo techo, le cantan al Grande:

“Cuando mi cuerpo esté junto a la tumba, esto es lo que digo como despedida, que en las cuatro esquinas de mi sepultura, como agua bendita me rieguen tequila. Yo no quiero llanto, yo no quiero penas. No quiero tristezas, yo no quiero nada. Lo único que pido es allá en mi velorio una serenata por la madrugada.”

Tan tan. ¡Se murió el Grande!… ¡Se murió el Grande!… El Grande de la Zapata… El Grande de la Planta Pesquera.

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