Jorge Luis Reyes López
El poche está hirviendo. El viento, una ligera brisa, transporta desde el final de la vereda hasta el olfato de Serapio un apetitoso olor a caldo de res. Cuando cruzó las salinas, pudo mirar las cuarteaduras del suelo salado, como si fueran chicharrones cuadrados. Una consecuencia natural de la rabia del sol acometiendo un suelo que meses antes era acuoso. En poco tiempo sudó. Ahora, al caminar por la falda del cerro, protegido de los rayos solares por una abundante fronda de una vegetación vigorosa, Lapo jadea por lo empinado de la cuesta, compensado por el vientecillo fresco y el premio al final del sendero. Se detiene. Jala aire hasta mero adentro. Gira el cuerpo y mira hacia abajo, distinguiendo el caserío desparramado, sin desbordar el contorno de la bahía, que vista desde el cerro parece un espejo azul que se mueve con su propio ritmo, desovando en las playas una línea blanca de espuma. Está a la mitad del camino. No lleva prisa. Esta será la primera vez que visitará a María. Claramente ve la casita: hechas las paredes con tablas rústicas, el techo construido con palapas de cocotero. A la distancia se ve como una cabellera desordenada. Reanuda su camino pisando con firmeza el suelo disparejo. Los perros empezaron a ladrar. La puerta se abre. Serapio, precavido, detiene su marcha. No quiere sustos antes de comer. La mujer que aparece trae en la mano una escopeta.
—¡No asustes, María! ¿Así recibes a tus invitados? —Lapo, Lapo, no te quejes. Solo por si las dudas. ¿Qué tal si no fueras tú?
Al llegar a la casa, Serapio se quitó el sombrero, descaradamente miró al humeante poche y a la modesta mesa que ocupa el centro de la vivienda.
—Llegaste a la mera hora. El caldo está listo y las tortillas en el tecomate. Tengo en la artesa una teja de jabón cachaza para que te laves las manos.
Sentados frente a la mesa, sopean el caldo de res, doblando un pedazo de tortilla transformada en cuchara, que rebosante es llevada a la boca por los comensales. La carne quedó blandita. El sabor se acrecentó con las gotas de limón que vertieron en el plato y unos trozos de chile de árbol flotando y sazonando la comida.
—Y bien, María, ¿qué ha sido de tu vida?
María era un enigma para las mujeres del rancho porteño. Intentaban sonsacarla sin éxito. Los ojos vivarachos miraban con inteligencia, anticipándose a la curiosidad rayando en el chisme que consumía a las vecinas. Ella sonreía y dejaba ver los hoyuelos coquetos de una mujer que parecía dulce, aunque Lapo sabía bien que a veces se encendía tan rápido como un cerillo. María cuidaba su misterio. Solo con su amigo hablaba de su pasado.
María Jalisco, así la llamaban coloquialmente los de allá abajo, los que viven en el lodazal con cualquier lluvia culeca.
—Ya sabes mi historia, Lapo. Nací en un pueblito de Jalisco llamado Soyatlán de Afuera. Es un lugar fresco, chiquito. El municipio se llama Tamazula de Gordiano. Lo más que logré saber de ese nombre es que parece que se lo pusieron por un tal José Francisco Gordiano Guzmán. Quesque era militar. La chintela si fue cierto o no. Desde niña aprendí a defenderme y a trabajar lo mismo en la cocina que en el campo. En mi pueblo hay un friego de palmilla de soyate. La usamos para hacer petates, sombreros y cualquier tarugada que se nos ocurra. También lo usamos para hacer remedios para los hombres, cuando se tapan y no pueden orinar.
María se paró y fue a un rincón de la casa. De entre la ropa sacó un tequila y le sirvió a Lapo un chisguete, y luego hizo lo mismo para sí.
—Allá no hace tanto calor como aquí, amigo. Luego esa manía de escribir en el aire, que tantos sinsabores me ha traído. —¿Lo sigues haciendo aquí? —Sí, pero en la soledad. Caro me ha salido aprender lo peligroso que puede ser la ignorancia y la necedad, sobre todo si conviven en un mismo animal. Mira, Lapo, vivo sola porque, haciendo a un lado a mi madre y a ti, nadie soporta verme escribir. Se asustan, nunca entienden lo que escribo. Unos piensan que estoy zafada. Otros, que soy bruja. Los más benévolos me miran con compasión. Escribir en el aire me ayuda a soportar la vida en los momentos más difíciles. Ocasiones hay que hasta yo me asusto de lo que escribo. La gente no tiene idea de las ventajas de escribir en el aire. Esta mano —dijo, mostrando la palma de su mano siniestra— ha escrito tantas verdades que son imposibles de ocultar.
Recuerdo bien el primer día que lo hice. Era un septiembre lluvioso, lleno de relámpagos. El viento aullaba como animal herido. Ese ruido, el del viento, me asustó tanto que me metí debajo de la cama. Entonces, sin saber escribir, sentí una urgencia de hacerlo. Nada deseaba más que el viento dejara de torturarme. Ese ruido que hacía el viento no era normal, Lapo. No lo era. Lo sentía, no solo lo oía. Escalaba mi cuerpo desde las rodillas hasta la cabeza. Luego bajaba, lastimándome la piel. Me asustaba. Era una chamaca inocente. Pensé que me estallaría la cabeza. Que me volvería loca. Mi mano izquierda empezó a moverse sin mi voluntad. Escribía de prisa las palabras: ¡Para, ya! El viento se quedó quieto. Silencio total. Al principio me invadió un alivio. Después salí de debajo de la cama corriendo, espantada, llorando. El viento y sus aullidos ya no estaban. No creo en supersticiones, pero las sufrí. Al principio no sabía qué escribir ni cuándo hacerlo. Me esforzaba, aunque estuviera entre la gente. Así nació la superstición en mi contra. Mi madre y yo dejamos el pueblo, huyendo de cualquier peligro que se nos atravesara.
Unas veces escribo por el mero gusto de ver cómo mis palabras bajan al pueblo. Desde aquí arriba veo la bailadera que traen. Casi siempre lo hago con el ánimo de advertirles de alguna maldad. Esa gente no sabe leer, Lapo. Lo que escribo viaja. Viaja en el viento y nada detiene lo que de mi mano sale.
—María, cuando venía subiendo, ¿estabas escribiendo? —¡Cárgame la tiznada contigo, Lapo! Solamente una vez pude engañarte, amigo. Después ¡pura jodida! Un día voy a escribir algo que nunca olvidarán. Lo haré antes de que me vaya de tu pueblo.
María, la que escribe en el aire, tiene la mano pesada, pensó Lapo. —¡Así es, amigo! —le soltó María Jalisco.