SERAPIO

Jorge Luis Reyes López 

A Don Víctor, mi padre. Un hombre que vivió y murió para su familia.

Serapio tiene motivos personales para buscar entender cómo Zihuatanejo, con el paso de los años, se ha convertido en un crisol de ciudadanos. Todos, en algún momento de su vida, fueron forasteros en el puerto. Después, unos echaron raíces, adaptándose a su nuevo entorno y formando vínculos verdaderos. Otros, después de algún tiempo, abandonaron el lugar.

Él mismo es parte de esa generación de fuereños que se quedó en el pueblo. Ahí vio crecer a su descendencia. Vivió la expansión del pueblo, de no más de cien habitantes en el año de 1910. Ese año aciago de la Revolución Mexicana fue aprovechado por hombres sin escrúpulos para deshacerse de sus enemigos personales o simplemente dejar la pobreza económica, tomando la fortuna ajena en nombre de la revolución. Los pronunciados, integrantes de levantamientos armados contra el porfiriato, para unos solo era la oportunidad de saquear los poblados. Parecían bandas de tambochas, esas hormigas guerreras voraces, consumiendo todo a su paso. De ahí quedó el dicho ilustrativo, usado para cuando alguien comía parado sin necesidad de hacerlo; entonces le decían: “¡Siéntate, pareces pronunciado!”. No había tiempo para comer con calma, porque a veces los seguía el gobierno o bandas similares que competían por el patrimonio de los pobladores.

Ese interés personal le permitiría entender el crecimiento del puerto, hasta alcanzar la categoría de una ciudad calificada como pueblo mágico, con más de ciento veinte mil habitantes, según el censo oficial del año 2020. Se necesitaron más de cien años para llegar a una población que no fue imaginada por ningún habitante del viejo Zihuatanejo.

Lapo desea comprender este fenómeno desde su propio entorno familiar. Ha decidido establecer un paralelismo con sus consuegros Vidal Reyes Maldonado y Gorgonia Ruíz. Con la fe de bautizo en la mano, lee que el 14 de febrero de 1877, Ysidoro Reyes y María Demetria Maldonado bautizaron a su hijo de diez meses, al que llamaron José Vidal. Todo aconteció en un pequeño rancho del estado de Michoacán llamado Churumuco, auxiliar del curato de La Huacana. Consignan que el niño nació en Valle Grande. Por supuesto, el alegre puerto de Zihuatanejo ya tenía gente. Las aguas de la bahía eran claras, transparentes. En los tiempos de lluvia, el arroyo de Agua de Correa corría alegre a vaciar sus aguas al estero, frente a la playa principal. ¡Qué maravilla de mediador otorgó la naturaleza! Ese cuerpo de agua salada, que no pertenecía al arroyo ni al mar, era el puente que mantenía una comunicación equilibrada y vibrante entre el arroyo y el mar.

El arroyo lo transformó la “civilización” en un miserable canal que arrastra basura y heces fecales. Al estero lo desapareció la magia urbana, como si de un hechizo se tratara. Mangles, aves y peces desaparecieron como por arte de brujería. ¡Alquimia pura!

De Valle Grande, Vidal Reyes Maldonado emigró a Los Papayos, un caserío al otro lado del arroyo que lo divide de Zumatlán, ya en el municipio de Zihuatanejo. Ahí contrajo matrimonio con Gorgonia Ruíz de Agua de Correa. Entre los hijos que tuvieron estaba Víctor Reyes Ruíz, quien sería su futuro yerno. Pocos años después del nacimiento de Víctor, Vidal, su padre, murió. El niño había nacido en el año de 1925. Zihuatanejo ya había capoteado los sube y baja del estrés revolucionario.

El centro de Zihuatanejo era la extensión territorial que ocupaban los asentamientos originales de los criollos mexicanos. Una zona lacustre a la que los habitantes se empeñaban en hacerla habitable, trastocando su naturaleza primitiva. Nada los hacía ceder en su empeño. Los zancudos defendían ferozmente su territorio. Todo era contraste. Había resistencia ambiental y, por otro lado, la naturaleza generosa brindaba alimento variado, tanto marino como terrestre o aéreo.

La bahía poco profunda era pródiga: agujas, ojotones, jureles, sierras, almejas, ostiones, cucarachas, caga leches o chiquiliques. La fauna marina era variada, muy por encima de los escasos habitantes aquí señalados. El estero y los arroyos se sumaban a los automercados autóctonos de “tómelo usted mismo”: langostinos, simplemente llamados camarones por los habitantes; la lisa, ese bocado exquisito que transitaba en abundancia entre el mar y el estero.

Los cerros ofrecían cualquier cosa como alimento, tanto de origen vegetal como animal: granjenes, bonetes, mabolos, joveros, bejucos de agua. Armadillos, jabalíes, venados, iguanas, eran parte del menú. Si algo no caminaba con la salud, la botica vegetal estaba a la mano: el cuachalalate para curar lesiones en el intestino; la susucua para librarte del piquete de alacrán; la hierba del sapo para no sé qué; el Pablillo para curar golpes y nacidos. Larga la lista de los medicamentos.

Lapo pasea la mirada por los cerros que rodean la bahía. Inmediatamente llama su atención el caserío, como garrapatas incrustadas en las faldas y costillas del lomerío. ¡Sí que ha crecido el pueblo! Ojalá lo hubieran hecho sabiamente, rumió Lapo.

La laguna que en el verano se secaba, otorgando sal a quien la necesitara, lleva años sepultada. Fue sacrificada sin remordimiento, justificando su muerte en bien de la ciudad. Algún remanente se defiende, brindando resguardo a un manchón de mangles. Brinda abrigo a embarcaciones menores en época de tempestades, cuando las aguas tranquilas de la bahía, movida por la furia del viento, se transforman en un peligro real para las embarcaciones. Resiste a pesar de las puñaladas que recibe diariamente de la planta de tratamiento, que vierte sus aguas crudas en su seno.

Gorgonia, la viuda, cruza con su familia el arroyo de Zumatlán y encamina sus pasos a la Barranca de la Bandera. Víctor sigue siendo un chamaquillo. La vida es difícil y la viuda decide regresar a sus orígenes. Pronto, los triques son puestos en un burro y la prole se encamina al pueblo de Agua de Correa. Se establecen en una lomita, después conocida como el Cerro de la Cruz. Ahí, el niño crece hasta la pubertad. El aciago destino ya lo había convertido en huérfano de padre a temprana edad. Ahora reclama la vida de su madre, dejándole un vacío que nunca pudo llenarse.

Con menos de catorce años, el adolescente necesita sobrevivir. Un tiempo es cobijado, él y su hermana Fortunata, por Raymundo, uno de los hermanos mayores. No quiere ser carga para nadie. Decide abandonar la comunidad de Agua de Correa para establecerse en Zihuatanejo. Convence a su hermana Nata de que lo acompañe y juntos llegan al puerto. Después, Aristeo, su hermano, le dio abrigo. No eran momentos para celebrar el Día de la Madre o el Día del Padre. ¿Celebrar qué cosa? Ni madre ni padre lo acompañaban. Muchos años habían pasado en su vida solitaria. Ocupado como jornalero, buscaba mejorar su economía. Trabajó en los aserraderos.

En Zihuatanejo conoció a Ramona, “mi hija”, recordó Lapo. Dos fuereños engendraron la primera generación de zihuatanejenses de ese clan. El abuelo se rasca la oreja y, con una sonrisa torcida, balbucea: “Zancas. ¡La manga! ¿Qué zancas ni qué zancas? ¡Zihuatanejenses! Esos son mis descendientes”. Zihuatanejo no alcanzaba el millar de habitantes cuando Víctor debutó como padre. Ya se había creado el ejido de Zihuatanejo. Poco faltaba para que el pueblo obtuviera su propio territorio como municipio bajo el nombre de José Azueta. Solo cuatro años antes había nacido el primero de sus nueve hijos.

Esa es la génesis de la mayoría de las grandes urbes en la historia de la humanidad. ¿Cómo explicar ese sentimiento de considerarse dueños de la ciudad que desarrollan los hijos de los forasteros una vez nacidos en el pueblo? Si miramos al pasado, todos tenemos un origen ajeno al lugar donde terminamos viviendo, reconoció el abuelo.

Víctor, “mi yerno”, pensó Lapo, vivió en un Zihuatanejo donde la tranquilidad social se respiraba intensamente. Pulsó los cambios más determinantes que sufrió el pueblo al que transformaron en ciudad. Fue bracero en los Estados Unidos; también comandante de la policía municipal, cuando el palacio gubernamental era una modesta construcción de una sola planta, frente a la playa principal. Con Eladio Palacios Soberanis vivió, quizá, el único proceso democrático que se dio en Zihuatanejo para elegir a un presidente municipal. Fue parte del esfuerzo por poner techo de concreto al ayuntamiento, sustituyendo la vieja cubierta de madera y teja.

El puerto ya asomaba a un futuro desconocido. Sufrió la ansiedad y el temor de lo incierto cuando, en 1973, el gobierno federal, encabezado por Luis Echeverría Álvarez, decretó la expropiación del ejido de Zihuatanejo, arrebatándole toda la tierra que tenía vocación turística, dejándole solamente cerros y lomeríos. Con Gumersindo García Martínez como presidente municipal, don Víctor regresó a tomar las riendas de la seguridad municipal.

El comandante Reyes, ni en los momentos más difíciles de su responsabilidad, se imaginó lo monstruoso y peligroso que sería mantener la paz en el municipio cuarenta y ocho años después de morir. Su muerte fue en el año de 1977, siendo comandante de la policía municipal. Antes, su corazón fue estrujado trágicamente. Su honestidad, hombría y ética fueron puestas a prueba cuando seis de sus hijos fueron atropellados, con un saldo mortal de cuatro de ellos. Entre los cuerpos inertes de sus hijos, con pistola en mano, tomó al responsable de la tragedia y lo llevó caminando para entregarlo a la policía municipal.

En los tiempos del comandante Víctor no había directores de seguridad pública municipal. Bastaba ser comandante, solo eso.

Entre 1960 y 1970, la población pasó de algo más de nueve mil ciudadanos a casi dieciocho mil habitantes. Una probadita del crecimiento posterior.

—No, la cosa está cañón. ¿Quiénes sí y quiénes no? —se preguntó Lapo en relación al origen de la ciudad y su explosivo crecimiento—. ¡No hay respuesta contundente!

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