SERAPIO

JORGE LUIS REYES LOPEZ

Ya había llegado la oscuridad. El bochorno inundaba la humilde vivienda. Un candil alimentado con petróleo iluminaba la estancia. El calor, invitaba al abuelo a despojarse de la ropa. Un enjambre de sipimos y zancudos hacían que lo pensara con más cuidado. Dormir en la cama cubierto con un pabellón parecía buen resguardo. El caso es que el sueño no llegaba. Sentado en la hamaca resultaba presa fácil de los insectos, así que buscó una solución para ahuyentarlos. Se levantó y caminó a un rincón de la casa, donde tenía un montón de estiércol de vaca. Tomó dos tortas, las colocó en un jongote de coco, le vació un poco de alcohol, y le aventó un cerillo encendido. Un sonido como aleteo sordo acompañó a una flama azulosa. Dejó que el fuego prendiera entre el estiércol. Cuando la flama cambio de un color azul a un amarillo pálido, tomó un sombrero usándolo como abanico, agitando las llamas hasta apagarlas, dejándolas convertidas en brasas, de las que salía suficiente humo para correr a los molestos visitantes. De esa manera podía estar en la hamaca, toreando el calor en calzoncillo. No solo era la temperatura nocturna la que le robó el sueño.

Días hacía que en la cabeza le revoloteaban algunas preguntas, sobre los propietarios más antiguos de algunos lugares que rodean la bahía de Zihuatanejo. Una fracción considerable del cerro que rodea a la playa de Las Gatas, no entró en la dotación que el gobierno federal entregó al ejido de Zihuatanejo, cuando fue creado. Las preguntas que Serapio se hacía no habían encontrado respuesta todavía. Nombres de extranjeros ronroneaban en el anecdotario local. A Serapio le parecía premonitorio de un despojo coludido, consciente o no, entre foráneos y locales. Donde poco a poco la población más antigua cedería sus lugares de privilegio, hogar de sus antepasados, a intereses comerciales. Ya no hay zancudos. El humillo funcionó. Ahora puede recostarse cómodamente en la hamaca. Muchos años atrás se oía decir que una familia de origen colimense, avecindados en el poblado de La Unión, eran los propietarios de lo que popularmente denominaban La Pequeña de Las gatas. Esta familia tenía el apellido Elisea. Luis Lara era el administrador.

Guillermo Adame había tenido una vida mayormente tranquila. Su vivienda ubicada en la que podía llamarse calle principal, que dividía el pueblo en dos gajos desordenados. Tuvo un pasado revolucionario y una mula celebre, que le permitió obtener el grado de capitán otorgado por el general Ciruelo. Este hombre trabó una sincera amistad con los Elisea. Con frecuencia platicaba con Luis Lara de los avatares de la vida. Pasaban largos ratos platicando en la mediagua de la casa. Recordaban los tiempos difíciles de la revolución mexicana. Ninguno de los dos podía saber que años después, otro Luis Lara, nieto del primero, sería el afectado central de una tragedia que alteró el ánimo popular. Guillermo charlaba sobre su larga experiencia como tenedor de libros. Profesión que lo llevó  a vivir las escaramuzas de un movimiento armado que algunos estiman provocó más de un millón de muertos. Otros lo calculan en más de tres millones. Adame tiene una peculiar paciencia para escuchar. Luis parece cansado de trabajar de administrador. Piensa en su familia, sobre todo en su hijo Teodoro. Los Elisea, sus patrones, también son proclives a dialogar con Guillermo. Cuando en 1920 Álvaro Obregón asumió la presidencia de la república, todos supusieron que el país entraría en una etapa de estabilidad. No todo sucedió como lo creyeron o lo desearon. Poco a poco en Zihuatanejo, empezó a fermentar un sentimiento de emancipación de la tierra, confrontando a los hacendados que la concentraban. Serapio tenía presente esos días tan ajetreados. Esa era una de las razones por las que se preguntaba, cuál sería la verdadera razón que tenían los Elisea, cuando decidieron obsequiarle La Pequeña propiedad en Las Gatas a Guillermo Adame. Tampoco encontraba las posibles causas que hicieron que el donatario aceptara la aparente generosa dádiva. No le encuentra explicación a los hechos posteriores, no al menos a uno. Entiende la decisión de Luis a renunciar de seguir de administrador. De intentar formar parte del censo base de los campesinos a los que se les incorporó como ejidatarios en la creación del ejido de Zihuatanejo por el año de 1938. Pudo imaginar la decepción de Luis, cuando fue denegada su solicitud. Su tristeza incluso, su retirada del escenario local, hasta diluirse en el pasado. Con Guillermo, piensa el abuelo, la explicación no es fácil. Una vez aceptada La Pequeña ¿Cómo se esfumó de sus manos? Jamás se supo que tomará posesión del bien regalado. No se le veía caminar por Las Gatas después que Luis Lara desertara de su rol de administrador. Nadie comentaba en el poblado, de donaciones o ventas hechas por el nuevo propietario. Se le veía con sus antiparras leyendo atrás del mostrador de su casa. Saludando amablemente a los vecinos. En el corredor de su casa llegó a acariciar a Luis Lara, nieto. Otras ocasiones pasaba tiempo entretenido con Teodoro. A través del hijo y  del nieto tenía presente a su amigo. Pasaron los años. No están los Elisea. No están Luis, Teodoro ni su hijo Luis. Tampoco está Guillermo Adame. La calle donde vivía sigue. Transformada. Los viejos vecinos que llegaron antes y después ya no están. Los descendientes se replegaron a las orillas. Pocos, muy pocos conservan el legado familiar. La ciudad lo devora todo. Las viviendas ahora son locales comerciales.

Las tierras que rodean a la playa de Las Gatas aún conservan su atractivo. No deja de haber controversias en torno a quienes son sus verdaderos propietarios. Serapio recuerda que en año de 1936 el apellido Villegas de un vecino de La Unión, aparecía como el responsable de pagar el impuesto del timbre por la cosecha de cocos, pero no lo consignaban como dueño de la huerta de cocoteros de La Pequeña de Las Gatas. ¿Cómo así? Se preguntaba el abuelo. Es dueño de la cosecha pero no de las plantas que generan la cosecha. El sueño toca la puerta. Tiempo de dejar la hamaca por la cama. Puede dormir tranquilamente, protegido por el pabellón.

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