Jorge Luis Reyes López
La oscuridad tiene un brillante contraste con las luces de la ciudad. Zihuatanejo sigue siendo un pueblo a punto de transformarse en ciudad. Desde su casa, Serapio caminará algunas cuadras, para asistir puntual a la reunión que tendrá con algunos conocidos. La cita es en el restaurant bar La Rana y La Tortuga, en la esquina de las calles cinco de Mayo y Juan N. Álvarez. Trae el bigote rasurado al estilo de Adolf Hitler. Así, sin sombrero, las orejas se le ven más prominentes, salió de su casa con más tiempo de lo necesario, aún para su credo en torno a la puntualidad. Quiere mirar el agua quieta de la bahía antes de cumplir sus compromisos de lo que espera sea una buena velada. De una repisita de madera toma una botella de alcohol de caña, vacía un poco de líquido en el cuenco de su mano izquierda, regresa el embace al lugar de donde lo tomó. Esparce el alcohol en ambas manos y se frota suavemente el rostro. Es fascinante verlo rasurarse con una minúscula hoja de afeitar, esas que se montan en un rastrillo, pero en el caso de Lapo la navaja de rasurar está en sus manos. Como hábil cirujano la sube y la baja por su rostro hasta terminar de tumbar cualquier pelo rebelde que se aísle en su faz. ¡Ni una rasguñadura en su cara!.
Serapio está satisfecho con lo que mira en la bahía. Casi no hay marea. A la distancia ve las luces de las casas que están en la playa de las gatas, tenuemente reflejadas en el agua. Veleros de diferente envergadura están fondeados, montados en aguas mansas que sutilmente las mesen. Muy cerca del abuelo hay una fila de canoas varadas. El murmullo de las olas en movimiento de un mar que parece plato, casi lo adormecen. No cree que sean olas, quizás son los suspiros de un mar que duerme plácidamente. El viento es fresco y discreto. Otra vez ese único olor-sabor de la brisa marina que lo invita a saturar sus pulmones, llenándolos de alegría y expirando energía pura. Ya es tiempo de acudir a su primera reunión. Está a segundos de La Rana y La Tortuga. Como siempre, llegará con minutos de anticipación. Le fastidia la impuntualidad. El viejo no usa reloj. ¿Cómo logra medir el tiempo?.
Cuando Serapio llegó al restaurante, vio en el fondo unas mesas arrimadas unas con otras, encima de ellas un largo mantel blanco. En el centro un aviso de apartado. Sin duda ese es el lugar, pensó. Diligente un mesero lo acompañó a la mesa del apartado. Minutos después entra al lugar un hombre trigueño, alto, rostro risueño, ojos ligeramente rasgados. Es Arturo, se dijo el abuelo. El recién llegado fue directo a la mesa y lo saludo. Llegaste temprano, como siempre. Recién se habían sentado, y ya estaba con ellos Jorge Humberto, y otro Arturo más joven que el primero. Mientras llegaba el resto de los convocados, el mesero haciendo honor a la rana, en un salto les llevaba las bebidas. Serapio pensó que ojala y el restaurante no fuera una tortuga. Pronto estaban todos los citados. Isidro, Ricardo, Raúl, Jesús y otro Raúl. Ni duda cabe que son figuras conocidas. Arturo Yamasaki Maldonado, en ese entonces tendría unos cincuenta años; Jorge Humberto Rojano; Arturo Brizio Carter, de alrededor de unos veintitrés años; Isidro Lángara Galarraga, quizá el mayor de todos. Lapo le calculó unos sesenta y siete años; Ricardo del Castillo; Raúl Cárdenas de La Vega; Jesús del Muro López y Raúl Sánchez Bahena. Una mesa para nueve. Desde el inicio, Yamasaki polarizó la atención. Su estilo jovial, casi Jocoso para conversar, con ese acento sudamericano al que condimentaba con un sinfín de anécdotas, hacía que la hora de cenar se alargará. El abuelo solo quería una copa de un buen vino tinto, acompañados de unos ostiones a la Rokefeller, y disfrutar la verbena. Yamasaki no paraba, contrasta con el serio rostro del español Lángara. Ahí les va otra, dijo Yamasaki, mientras algunos parroquianos interrumpían la charla para fotografiarse al lado de tanto personaje. Cuenta, cuenta fustigó Raúl el Piteco Sánchez. Bien, respondió el aludido. Pitaba yo el juego Toluca – América. Antes de dar el silbatazo inicial, se me acerca el Ruso Estrada, y me suelta una letanía de adulaciones, que eran las mismas que le decía a todos los árbitros. Señor árbitro, admiro su trabajo por el coraje, la entrega, y … ¡Ya, Ruso pare!. Señor pronto me retiraré y deseo ingresar al colegio de árbitros ¿Qué debo hacer? No le respondí. Lo mire con malicia, y riendo le dije, el juego va iniciar. Por ahí del minuto treinta, el hombre se me acerca y me dice, Señor arbitro ¿Me deja darle un lleguesito a Reynoso?. Vamos Ruso, póngase a jugar. Termina el primer tiempo y nos vamos al descanso. No habían pasado quince minutos del segundo tiempo, cuando nuevamente regresa con la misma cantaleta, Y lo despido con juegue, juegue. Antes de la media hora viene de nueva cuenta. Señor árbitro, déjeme darle unos toquecitos. El Chileno no era santo de mi devoción, así que esta vez le dije: bueno, ¡pero que yo no lo vea! ¡Que no lo vea, he!. Yamasaki explotó en sonoras carcajadas, secundado por el resto de los comensales. No bien terminamos de reír, y el peruano ya iba con otra anécdota. Toluca – Cruz Azul. Juego caliente. Vicente pereda y Raúl Bustos traían pique. Al terminar el primer tiempo los llamo y les digo pónganse a jugar. No los quiero expulsar. Pereda era un delantero que casi no reclamaba cuando le pegaban, pero casi siempre buscaba, y encontraba el desquite. Bustos, habilidoso, era más impaciente. En una jugada disputan el balón y caen al suelo. Tirados ahí, se sueltan una seguidilla de patadas. Parecían gallos. Para su mala suerte, yo estaba muy cerca de ellos, así que corro en su dirección, mientras con la mano derecha busco en la bolsa trasera de mi pantaloncillo, lo que obviamente para ellos sería la tarjeta roja. Al llegar a su lado, los dos me miran con una cara de miedo tremendo, sabían que el juego se les había terminado. No dejaban de mirarme, sobre todo a mi mano derecha de la que esperaban ver sacar de mi bolsillo la tarjeta de expulsión. Apareciendo de pronto frente a sus ojos en mi mano el paliacate rojo con el que me seco el sudor de la frente, al tiempo que les digo jueguen, jueguen. Acompañando el mandato en el ademán de la mano izquierda ¡estaban paralizados, no se movían!. Nuevamente explotaron las carcajadas de Yamasaki. La velada siguió por largo rato más. Yamasaki vino a Zihuatanejo, como representante de la comisión de arbitraje de la federación mexicana de futbol. Dos días después se celebró un cuadrangular en la unidad deportiva, con la participación de la selección nacional amateur dirigida por Jesús del Muro; El Zacamel, bajo la dirección del Piteco Sánchez; EL puebla juvenil, a las órdenes del español Isidro Lángara, mítico jugador de la selección nacional de España. El cuarto equipo era el anfitrión Propemex. Jorge Humberto Rojano fue el árbitro central, ayudado por el abanderado Arturo Brizio Carter. Como era de esperarse, el combinado nacional ganó el torneo. Y viajó a Tolón, Francia, representando a nuestro país. Ese evento deportivo local le dio a Zihuatanejo un estatus preferencial en el mapa nacional de futbol, para que algunos equipos profesionales de futbol, hicieran su pretemporada aquí. Ocasionalmente los equipos de la primera división, aceptaban jugar con alguna oncena amateur de la liga municipal. Así sucedió, para citar otro caso, en el encuentro América- Coacoyul.
Yamasaki tiene un sinfín de historias. Ya es tarde. La siguiente charla tendrá que esperar. Será en Ixtapa. Ahí estará parte del pasado y del presente del tenis nacional de ese momento. Hoy también es pasado. Yves Lemaitre excapitán de Copa Davis, y dos de sus pupilos: el queretano Francisco Maciel García de escasos dieciséis años, que más tarde en 1984 conquistaría la medalla de plata en los juegos olímpicos celebrados en la ciudad de Los Ángeles California E.U.A. En 1986 fue considerado el segundo mejor jugador mexicano de todos los tiempos. Junto a él, con escasos trece años pero ya un gigante por su estatura Leonardo Lavalle, quien años después sería un profesional. Ambos muchachos brindarían dos exhibiciones en las canchas de Ixtapa.
Serapio se retira a dormir, chasqueando la lengua por el sabor dominante del queso parmesano, y por los recuerdos sabrosos de una gloriosa vida deportiva de su querido Zihuatanejo.