Serapio

Jorge Luis Reyes López

El sol no salía cuando Serapio llegó a la playa Principal, se paró en el extremo suroeste observando las claras aguas del mar que bañaban la arena. Se enrolló los pantalones hasta estar cerca de las corvas, luego se quitó los huaraches y dirigió sus pasos a la orilla del agua, donde las olas se batían en suave y elegante retirada, dejando una incipiente espuma que rápidamente era consumida por el aire en una sucesión infinita. Lapo nunca fue hombre de mar. Tenía un placer inacabado cada vez que miraba la bahía. Respiraba hondo saturando los pulmones, inundándolos con la brisa, mientras sus fosas nasales filtraban el aire y su olor, haciéndolo paladear lo que consideraba un sabor salado. Al llegar al agua sintió sus pies frescos y se plantó mientras el líquido salobre subía hasta las pantorrillas. Cada retirada marina lo hacía sentir que la planta de los pies se hundía tenuemente. El rostro esplendido transpiraba alegría. A unos metros en el agua pura, veía cardúmenes de sardinas, el tono azul verde de la orilla de la bahía mostraba la inocencia transparente de la mayoría de sus habitantes. Los cagaleche reservados y tímidos,  se ocultaban de la mirada de los intrusos bajo un manto de arena, donde solo el ojo conocedor podía localizarlos por las burbujas que quedaban en la superficie arenosa, después de que estos pequeños topos marinos se refugian a una profundidad de escasos centímetros.

Era un manjar celebrado en los hogares del puerto. Los hervían agregándole jitomate, cebolla, ajo y epazote. Serapio parecía un feliz chiquillo. Decidió no salir del agua y caminar en dirección al estero al otro extremo de la playa. Caminando así presenció una escandalosa picazón de agujas dando acrobáticos saltos fuera del agua, quizá un depredador las hostigaba, pero aún en lo trágico de la huida, el espectáculo era soberbio. Ver sus cuerpos alargados, planos, arqueándose en el aire formando figuras caprichosas, mientras sus hocicos están abiertos con dos mandíbulas alargadas que terminan formando un largo pico como si fuera una aguja. Lapo calculó que medirían no más de media brazada. Carne sabrosa, pensó, reconociendo que no era un platillo favorito de los porteños. Más adelante quiso ser un pelicano, cuando vio a estas aves planeando elegantemente sobre las corrientes de aire tibio, a escasos metros de la superficie del mar, deteniéndose milagrosamente en el aire para iniciar un desquiciante descenso en picada, penetrando en el agua para salir triunfante con algún ojotón en el pico, retomando las alturas mientras engulle su alimento.

Esa era la parte que no le agradaba a Lapo: matar para vivir. El aire traía más aves marinas. Todas buscando alimentarse de las prodigas aguas de la bahía. Ya estaba cerca del estero, ahí tendría la oportunidad de mirar otro cuerpo de agua, otra vegetación y otros habitantes. Mientras llegaba a su destino, Serapio tenía presente las formas de aves y peces. Sin que tuviera una razón precisa para explicar porqué su pensamiento asoció los sobrenombres entre los humanos, con la fauna silvestre aérea, marítima o terrestre. Fue solo una distracción. Seguía caminando, oteando sin prisa la superficie, lo mismo que el entorno de la arena que pisaban sus pies. A la distancia el agua de la bahía se tornaba de color azul intenso. El último tramo antes de llegar al estero, lo hizo caminando por la arena suelta y tibia, mirando cómo se hundían sus pies, mientras los granos rocosos y minerales se le adhieren a la piel húmeda. Distinguía ya con precisión, los manglares agrupados en un costado del estero, porque el otro costado estaba limitado por una orilla firme compuesta por una mixtura de arena y lodo. La comunicación con el mar era estrecha por un canal de agua que fluía en ambas direcciones. Esta comunicación desaparecía cuando la temporada de lluvias terminaba. Ahí podía encontrar fácilmente manchas de lisas. En la superficie deslizándose elegantemente ese pájaro negro, con el cuello arqueado moviéndose a los lados mientras localizaba su futura presa.

Parecía que el viento lo movía a la deriva, sin que él hiciera nada para navegar. Esa imagen aparentemente displicente, desdeñoso, indiferente, se rompía en instantes cuando el buzo con movimientos rápidos y refinados se sumergía en las aguas del estero reapareciendo con la pesca en el pico, con su impecable plumaje seco; más al centro un grupo de cercetas jugueteaban sobresaliendo su color bermejo de la cabeza; corriendo toscamente por la franja arenosa una parvada de pichichis piquirrojos lucían sus colores llamativamente, desde un negro espeso en el vientre, pasando por el castaño rojizo de la espalda, hasta el pecho pardo. Ya con las alas extendidas, Lapo no sabe si el color blanco invade al color negro o viceversa. El estero tan cerca del mar y tan distinto. Cuando los escolapios de la escuela primaria Vicente Guerrero salen al recreo, tienen un amplio patio que los divide con el palacio federal, una añosa construcción de piedra que alberga oficinas federales. A un costado de la escuela está el estero, y un largo muro de piedra que atraviesa un brazo del mismo y comunica con el barrio del Mitote. En ese muro hay una huella de gallina o de gallo que pronto se convirtió en un mito popular, asustando a algunos educandos que tienen cuidado de no pisarla al caminar por el muro usado como puente, debido a que es la pata del diablo.

Alzan el pie, o de plano saltan, ¡no vaya a ser la de malas!. Serapio sigue anclado en su rincón. Tiene apetito. Decide regresar a casa, deslizándose silenciosamente por entre algunas palmeras desbalagadas que colindan con la escuela del lado del pueblo. Es una bajadita discreta que lo lleva a pasar frente a la casa de Florentino, más conocido como Güin. Güin Orozco. Al pasar lo saluda y desde su hamaca Güin le responde, mientras exhala una humareda después de chupar un cigarro hecho a mano, e una yerba popular, muy popular. Parece almizcle, como si quemaran yerba que no está totalmente seca. Lapo sigue su camino doblando luego a su izquierda. Se detiene frente a la casa de Venancia Suárez García y Crispín Sánchez, para ver y oír a la chiquillada que está animadamente jugando. Juegan al burrión burrión. Un chamaco delgado, blanco, de pelo lacio, trae entre las manos revoloteando un trapo, con el que pretende pegarle a cualquier corredor que alcance, antes de tocar una de las tres palmeras que sirven como base de refugio, lugar donde ya no vale el trapazo, condición obligada para que releven al perseguidor que ya se ve cansado. La chamacada está gozando, son mayores que el niño que trae el trapo, lo que hace difícil que este los alcance. Los jugadores lo animan y lo provocan gritándole ¡No puedes, no puedes Buda Peta! Al oír el grito, el chamaco se encoleriza.

El rostro se tensa y se pone rojo. Se ve la firma decisión de alcanzar a cualquiera de los compañeros de juego que no dejan de gritarle ¡Buda Peta, Buda Peta!. Nacho, como cariñosamente lo llaman es hijo de doña Venancia y de don Crispín, y ahora parece que el grito de buda peta le inyectó energía suficiente para alcanzar y azotar la espalda de uno de los jugadores, logrando así ser relevado del castigo y poder entonces sí, tener momentos de descanso. Nacho ya asiste a clases a la escuela primaria. Lapo sacude la cabeza al recordar y asociar la razón del grito de Buda Peta, con el que los compañeros de juego le lanzaban pullas a Nacho. Resulta que el hijo de doña Venancia tiene dificultad para pronunciar la “r”, y cuando quiso decir burra prieta solo pronuncio un buda peta. Algunos decían que era culpa del frenillo que impedía que la lengua se alzará hasta tocar el paladar. El viejo Serapio supo que ahora los doctores le llaman rotacismo. ¡En fin, ahora todo ha cambiado! Los Sánchez Suárez no viven en Zihuatanejo. En la cuadra donde estaba su hogar  ahora hay  dos instituciones bancarias en las esquinas de la misma  acera, y la calle se llama Ejido. Todavía por las calles de Zihuatanejo se pasean tres ramas del mismo tronco: Sánchez Ruíz, Bustos Sánchez y Ayvar Sánchez.

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