JORGE LUIS REYES LOPEZ
Las noches, como toda existencia, son semejantes, pero no iguales. Muchas noches en Zihuatanejo son parecidas en la temporada de lluvia: Oscuridad espesa, desgarrada por la irrupción fugaz de los relámpagos que por instantes iluminan y colorean el cielo. Luego los bramidos de los truenos que se mueven a través de sonidos bajos, que avanzan en la bóveda celeste aumentando el volumen de ruido hasta terminar en desgarradores retumbidos que nos hacen sentir vulnerables. Después, el riesgo siempre latente de los rayos, que hasta donde recuerdo no ha habido consecuencias trágicas entre los pobladores. Aunque lleva años circulando una especie de leyenda del rayo que dicen le cayó a La Negrita Natividad García Pérez, hermana de Víctor Solano Pérez a quien la gente simplemente se refieren a él como Víctor Pérez, privilegiando el apellido de su madre María. Es una narración fantástica teniendo como fondo a lugares y personas reales: La Negrita y los lavaderos del barrio de La Noria. Que era un día soleado. Que las mujeres lavaban ropa. Que La Negrita dijo algo que no le creyeron las vecinas.
Que La Negrita puso como testigo al divino creador, añadiendo la frase que me caiga un rayo si no es cierto. Que al terminar la frase después de besar los dedos en forma de cruz, le cayó el rayo. Cierto o no, fantasía o simple realidad, Serapio solo usó ese pensamiento para distraerse por la congoja que tiene al saber de que uno de sus amigos está afuera sin protección alguna en esa noche lluviosa donde el viento empuja caprichosamente ramas de árboles y pencas de palmeras de coco logrando un efecto sonoro perturbador. No sabría afirmar si el caserío del pueblo está adentro de las huertas, o si las huertas se metieron al pueblo. Lo que si cree saber es que su amigo eligió esta noche para sellar su destino. Decidió la hora y la ruta de escape.
Todo obedecía a un arrebato, a un furor pactado días atrás. ¿Cómo saber que la naturaleza estaría de mal humor esa noche? La fuga iniciaría cuando la oscuridad se ofreciera como cómplice indiferente. El varón, con lámpara sorda en mano estaría atento en el palo blanco, ese robusto y frondoso árbol ideal para ocultarlo de miradas furtivas. Desde ahí encendería y apagaría la linterna rápidamente. Pasados unos segundos habría un tercer y último alumbramiento, más prolongado. Las primera luces comunicaban ¡Estoy listo!. La ultima iluminación era un grito de esperanza mezclada con ansiedad: ¡Voy en camino! La destinataria de los mensajes saldría de la casa materna en silencio, con discreción, evitando que El Colas, perro criollo, la siguiera o le ladrara. Bajaría cubriendo su salida con la sombra acrecentada por el surco de pablillos que medían casi dos metros de altura. Llegando a lo parejo caminaría hacia la laguna y antes de llegar, varón y mujer doblarían en dirección a la huerta de Alberto Castro. Así lo acordaron. Ninguno de los dos consideró la posibilidad de que el cielo vomitara tanto escándalo. Los relámpagos los exponían a ser vistos; los truenos podrían mantener despiertos a algunos vecinos; escurrideros y arroyos pasarían de una diversión inofensiva a un riesgo doblemente peligroso: La fuerza del agua que arrastra y las alimañas que viajan en troncos flotantes. Nada se podía hacer para acallar a la naturaleza, como tampoco se podía modificar el pacto.
Ellos tendrían que ser exitosos en su huida y después Lapo tendría que arreglar todo. El hombre empezó a caminar con la ropa mojada. Sudaba bajo la lluvia y a veces su cuerpo era sacudido por causa de breves temblores. Con los huaraches atorándose en el lodo aceleró el paso. No podía encender la luz, menos al pasar frente a la casa de los habitantes que al otro día podrían considerarse ultrajados, humillados. Tropezando siguió de frente. Iniciando un acelerado descenso por un camino serpenteante que en breve distancia perdía de vista la vivienda. Estaba más relajado confiado en que todo saldría bien. El relámpago silencioso iluminó diligentemente buena parte del pueblo. Así pudo ver a la mujer a breve distancia. Automáticamente su mano presionó el seguro de la lámpara justo al desconectarse el cielo. La mujer se detuvo. Lo esperó. Juntos sin hablar pero firmemente tomados de la mano continuaron su caminar con el hombre ligeramente adelantado. Llegaron al arroyo de los mangos y decidieron cruzar a la huerta de Pablo Reséndiz cambiando el plan original. En la cintura el varón llevaba una verduguilla. No deseaba usar el puñal. Pero estaba decidido a usarlo si las circunstancias lo reclamaban. Ahora le sirvió para cortar una vara que le dejara medir la profundidad del arroyo. Tanteo el fondo de la corriente y calculó que no estaría más allá de la altura de sus rodillas, pero no le gustó la fuerza que llevaba el agua ni los troncos que arrastraba. Tenía que estar atento alumbrando a la distancia para calcular el momento preciso en que intentaría atravesar el escurridero al que le calculaba no más de cinco metros de ancho. Entraría primero él al agua, y a su costado derecho la compañera. Así le quitaría el golpe del agua o de cualquier otra cosa, dando tiempo a que la dama pudiera quedar libre de riesgos. Avanzaron hasta la mitad de la corriente y después suavemente empujó hacia adelante la muchacha sin soltarle la mano hasta que llegó a la orilla.
En un instante se soltaron y un grito angustiado salió de los labios de la mujer cuando vio a su compañero dando tumbos al ser golpeado por un tronco. Lo perdió de vista. Desesperada corrió por la orilla hasta alcanzar un recodo donde descubrió el cuerpo aferrado a unas raíces. Le gritó, lo animó y le dio la mano como apoyo. La ayuda fue recibida como una bendición. Sentado en la orilla se dejó caer de espaldas mientras buscaba recuperarse del susto y del esfuerzo. Pasados unos minutos cruzaron la huerta y brincaron al potrero vecino propiedad de Salvador Espino. Estaban en la pata del cerro. Se sentían seguros. En ese lugar había hornos de tabique y para su fortuna parecía que no hacía más de dos días que habían cocido tabiques. El horno tenía dos bocas, alumbrando una de ellas se veían cenizas secas. Ahí podrían dormir protegidos de la lluvia pero atentos a cualquier bicho. Al otro día Serapio debía llegar con alimentos, ropa y tiempo para planear la embajada de la reconciliación. La mujer de piel blanca, de pecas coquetas y ojos color esmeralda lo habían cautivado desde niño.
Se durmió feliz. El doloroso grito emitido por el varón, despertó a la bella mujer ¡Me mordió un coralillo! ¡Voy a morir, pero antes lo mato, a ti no te toca ese desgraciado! Con sus manos lo toma y lo azota contra los arcos del horno y lo avienta hacia afuera ya muerto. Lapo oyó los gritos y apresuró el paso. Pronto lo pusieron al corriente. El viejo quiso ver primero la herida y después al coralillo. Su amigo se sabía muerto. Su cuerpo blando. El rostro angustiado. Gateando salieron los tres. Buscaron y encontraron al coralillo. Lapo vio al reptil y después le pregunta a la dama ¿Qué tanto lo quieres mujer? ¡Muero por él! Respondió. El viejo curandero rio. Los abrazó diciéndoles aquí nadie muere hoy ¿Qué dices? Tartamudeó el amigo. Que nadie muere hoy. Vi al coralillo y es un falso coralillo. Sus anillos son rojos y negros. El coralillo verdadero tiene anillos rojos y amarillos. No lo olvides, rojo y amarillo en un coralillo, no busques otro anillo. Mejor aléjate un ratillo, antes de que te deje hecho un ovillo.