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Serápio

Jorge Luis Reyes López

Era una noche espesa, fresca. El abuelo salió de su casa y miró al cielo pintado de estrellas. Sin mover los pies giró la cabeza. Solo veía estrellas. Cerró los ojos. Quería oír el canto de las chicharras mientras reproducía la bóveda celeste. Siempre se impresionaba por la fuerza del sonido. Le parecía melodioso. Un canto que inicia corto sufriendo una metamorfosis alargando el canto casi sin interrupciones. Más allá distinguía el contratono de las ranas creando con su croar una alternancia con las chicharras. En su oscuridad brillante repetía que la naturaleza no siempre es sabia. Al ser sordas las chicharras les arrebataban el derecho a gozar de su concierto. Abrió los ojos y se vio rodeado por un enjambre de churrupitentes, de luces flotadoras como si estrellas pigmeas hubieran bajado sin tocar suelo. Su felicidad no lo distrajo lo suficiente como para no estar atento a esas otras lucecitas que parpadeaban de las que debe tener cuidado y evitarlas a toda costa para no sufrir las penosas consecuencias del arlomo. Ardor y picazón en la piel. Después una marchita roja y la piel se hincha. Difícil para los médicos curar estas síntomas. Para los hierberos es más fácil resolver el problema. Lapo decide regresar a su choza y cierra la puerta. En el suelo hay un candil humeante. A un costado del catre está un buró, encima un radio de pilas que solo de noche atrapa estaciones. Mueve el botón de encendido, el mismo que le sirve para regular el volumen. Gira el otro botón buscando sintonizar cualquier estación. Lo gira lentamente y escucha: “Perfume de gardenias, tiene tu boca. Bellísimos destellos de luz en tu mirar. Tu risa es una rima de alegres notas…..”. Lapo se recuesta en el camastro. En su soledad aparece Gabina, su difunta esposa. Lágrimas se resbalan hasta la quijada. De sopetón apaga la radio. Despierta con el ruido de los chamacos caminando con rumbo a la escuela primaria, la única institución educativa en el puerto. Decidió que después de almorzar se daría una vuelta por la escuela. Le agrada el lugar donde ésta se localiza. En la temporada de lluvias todo cambia, él mismo se reinventa y lo mismo sucede con el polígono donde está la primaria. Ahí se siente pleno, optimista, poderoso, lleno de energía. Seguro está que la gente del puerto tiene su propio rincón donde se funden con la naturaleza.

Ramona, su hija, le avisa que la mesa está servida. Arroz cocido, jocoque y un tomate con chile guisado acompañado de queso. Extraña sus frijoles negros refritos pero nada dice. Termina de comer y regresa a su torito se pone un sombrero y sale a caminar sin rumbo para ayudar a la digestión. Al pasar por una casa mira a niños jugando al mercado. En unas tablas hay montoncitos de frutas silvestres que sirven para que los infantes regateen. Aquí tres bonetes maduros. Parecen papayas costillonas; allá los olorosos zapotillos, como almendras alargadas; acullá dos racimos de mabolo, redondos, de cáscara gris, gruesa para proteger las semillas cubiertas de una pulpa suave y dulce; más acá racimos de grangén como pequeñas cuentas de collar con su peculiar color naranja encendido que tanto agrada a los chiquillos. A su lado, también en racimo, el zasanil, perlitas grises, dulzones, babosos y pegajosos, tanto que lo usan para sustituir el engrudo que usan los chamacos para pegar el papel de china en las varillas de los papalotes; ácido, el agrito lo acompaña un puño de sal. Sigue el jobero, morado, dulce y redondo; en un rincón desplazadas de la atención están las avellanas compartiendo suerte con las sandías de ratón. Lapo no duda que vio a futuros comerciantes. Vuelve a retomar el camino a la escuela. Quiere llegar antes de que el pedazo de riel sea golpeada por el tubo metálico anunciando la hora del recreo. Arriva a su espacio preferido. Ahí está el estero, la escuela, el manglar, el palacio federal y la playa principal. El palacio federal es una añeja construcción de piedra que alberga oficinas del gobierno federal. Sus corredores con arcos y el techo de teja.

Desde ahí otea en redondo. Avanza hacia el estero, un cuerpo de agua vibrante de vida que alcanza su cenit en la época de lluvias cuando se convierte en cómplice y amante del mar intercambiando fluidos vitales de peces y aves en un constante ir y venir del mar al estero y al revés. Las raíces de los mangles semejan patas flacas de arañas ancladas en el fondo arenosolodoso, mientras los troncos sólidos, fuertes, de ramas casi elásticas, forman un techo verde donde albergan una variedad de aves. En el agua nada una parvada de cercetas con su colorido cuello rojo, apetitosas para los costeños. El buzo, ese pájaro que se zambulle para cazar a su presa con su largo cuello negro, chapotea negligentemente. En la orilla unos ariscos pichichis picó rojo están alertas. Nadie está seguro cuando un depredador como el cocodrilo husmea por ahí. El agua se agita consecuencia de una mancha de lisas que llegan del mar.¡ Si que está feliz Serapio ! En las copas de los mangles los macacos ya armaron el gran alboroto con sus graznidos recios y graves.

El interés de Lapo por ver el recreo de los alumnos es simple. De vez en vez le echa un ojo a sus nietos de lejecitos. Así culmina su visita al edén que no lo expulsa. El sonido del riel lo activó y avivó el paso siguiendo su vieja costumbre de llegar a mirar antes de que alumno alguno saliera al patio. El momento de mirar corriendo a los alumnos, atropellándose mientras se organizaban para jugar, lo divertía demasiado. No había más que un columpio, un volante y un sube y baja, insuficiente para los retozones chamacos. Ante las escasas opciones de divertirse con los juguetes oficiales, los muchachillos usaban sus propios juegos llevados de contrabando o con la muda complicidad de los maestros. Canicas, rayuelas, cuerdas para saltar, trompos o usando el cuerpo como instrumento de diversión al correr jugando al burrión, burrión mientras entre perseguido y perseguidor se establecía una retahíla de preguntas y respuestas en tanto el cazador revolotea un trapo con el que pretende castigar al otro..¡ si lo alcanza…!; con las canicas jugaban a la calavera, el triángulo y al rombo; gritando amontonados en circulo los chavalos celebran el sonido de los trompos perforados con su característico zumbido, semejante al que hacen las pequeñas hojuelas de madera perforadas en un extremo, de donde se amarra una pita y al hacerla girar por encima de la cabeza zumba como el canto del chapulín verde. El éxtasis del trompo llega cuando hay que sacar del círculo la moneda como premio que como reto colocan los participantes; en otro lado algunos más audaces comprometen sus monedas en el juego de la pítima; mujeres y varones saltando la cuerda con cadencia lenta al principio para después acelerar al ritmo del estribillo chile, mole, pozole y ¡afuera! Las carcajadas infantiles ante la torpeza de algún saltador que recibía castigo inmisericorde con los reatasos en los tobillos o de plano mandándolos al suelo. Al final del recreo la mayoría sudados y jediondos regresaban a clases.

Lapo todo lo disfrutó. A la naturaleza, al bullicio y las ocurrencias infantiles. Se quitó el sombrero. Se pasó la mano por la cabeza. Fiel a su costumbre sacudió tres veces la oreja e inició el regreso a casa listo para vivir un día más.

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