SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

   Estamos seguros de que poco falta para saber como encaja en el relato ese hombrecito blanco que veíamos al pasar frente a su casa, generalmente atrás del hueco de una ventana de madera, recargadas sus manos en un mostrador, desde ahí conversaba con Memo, su hijo, lo suponíamos porque este le llamaba papá. La casa colindaba con la propiedad donde vivía don Salvador Espino.

  En Teloloapan, dice el abuelo, había una de tantas refriegas militares de la época. El pueblo estaba sitiado por el general Julián Blanco Jiménez. Adentro, el también general José Joaquín Amaro Domínguez no encontraba la manera de liberar a su tropa y a la ciudad del tenaz asedio. El Ciruelo se entera de los acontecimientos y decide ir en ayuda de los acorralados. Don Guillermo Adame era su tenedor de libros, ambos caminarán por el mismo sendero compartiendo riesgos. Llegados a su destino el militar reconoce el terreno y valora la situación. Decide descansar y comer para que temprano, al otro día al clarear el sol ataquen.

Al despuntar el sol, arremeten contra los sitiadores, que bien parapetados los rechazan. Desconsolado e iracundo El Ciruelo se recarga en la cabeza de la silla de su caballo. Lentamente balancea el rostro sin detener la mirada. Sus hombres no se mueven, solo lo miran. El hombre con sus dientes amarillos muerde el labio inferior. Ha tomado su decisión. Tuerce la rienda de la montura en dirección al grueso de sus guerreros y con una palmada seca en la anca derecha el animal avanza y se detiene (¿Casualmente?) junto al tenedor de libros.

El Ciruelo se endereza y casi gritando dice: ¡Muchachos, los que quieran acompañarme háganlo porque voy a romper el cerco! Don Guillermo no hizo suya la invitación. No era hombre de armas, solo recopilaba, anotaba y clasificaba en orden cronológico los dineros y el uso que se le daba para la manutención y salario del ejército. La tensión creció. Los hombres se empezaron a formar para dar la batalla. El corneta, Don Guillermo y El Ciruelo alineados separados por centímetros. Los cálculos del contador eran claros, de ninguna forma se expondría a los caprichos de una bala sin rumbo. Montaba una mula prieta que parecía ir de un castaño a un color muy oscuro, niña aún, inocente de cualquier violencia, cabalgadura joven y sin experiencia de guerra.

Cuando Lapo terminó la frase nos pareció verlo torciendo la boca hacia arriba como queriendo reír, pero lo hizo tan suave que no oímos ruido. El abuelo siguió con el relato. La corneta suena ordenando iniciar el ataque. Al momento la mula prieta más que obediente arranca directo al frente enemigo, su jinete no entendía que pasaba, estaba aturdido ante la reacción de la acémila que parecía actuar bajo la idea fija y terca de que la orden de ataque era exclusiva,  particular, para que fuera la primera en llegar a la línea de combate.

El Ciruelo viendo a la mula en vanguardia le encaja bruscamente las espuelas en los ijares a su montura, persiguiendo a la prieta con la intención de alcanzarla y adelantarla. En tanto don Guillermo desesperado hasta las lágrimas concentraba sus fuerzas en frenar la loca y suicida carrera de la bestia, que directamente lo llevaba a la muerte. Cerrando los ojos implora a Dios por su vida. Ciruelo casi lo alcanza, admirado y asombrado por el inmenso valor, no esperado, de su subalterno. Demente la mula, llega y atraviesa las filas hostiles. Con los ojos cerrados aún don Guillermo reniega de su infortunio ignorante de cuanto a su rededor pasa. Seguro estaba que el final de su vida había llegado,  y todo por la loca prieta, desgraciada embrujada. No oía disparos, tampoco gritos o lamentos. Se negaba a abrir los ojos. Jadeaba desesperado, respiraba con trabajo. El cuerpo le temblaba, tenía la ropa húmeda, pegajosa por el abundante sudor producto de su miedo. Todo estaba quieto. Una quietud insoportable. La mula parada, resoplando con violencia. Con el ánimo así,  de repente siente un contacto en la espalda. Un ridículo grito se le escapa y cae al suelo atarantado. Abre los ojos sin poder tener una visión clara. Tótoro aún logra reconocer al Ciruelo que con una ampulosa y alegre carcajada le grita: ¡Felicidades Guillermo eres capitán primero, te lo mereces! ¡Qué valor el tuyo!

 La mula….la mula….la malditabendita mula se repetía Adame, sin poder hablar, sin poder moverse.

La mula de don Guillermo….y aquí se rompió una taza, cada quien para su casa.

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