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SERAPIO

 Jorge Luis Reyes López.

El viento siseaba al pasar entre las hojas de los huizaches moviendo las vainas, y tirando al suelo algunas como generoso regalo para los burros. En unas dos horas más estará sentado comiendo caldo de corales de tortuga. La invitación fue hecha por Benigno Velázquez Gaytán, yerno de su primo Víctor López Pérez. En los círculos familiares tienen en alta estima gastronómica esa delicia. Gaytán, su segundo apellido, era con el que los porteños lo llamaban coloquialmente. Había ganado prestigio de ser un buen matancero.

Como mucha gente que vive en Zihuatanejo vivió otras vidas, otros tiempos en otros lugares. Mientras recreaba el olor del caldo y el ruido de la masa de maíz quebrado al ser palmeada antes de ser depositada en el comal por Guadalupe López Elisea, mujer de Benigno y sobrina de Lapo, le llegó nítido su rostro sonriente, amable, cariñoso, optimista, y acomedido. Será una comida que disfrutará plenamente. Gaytán era hijo de Lorenza Gaytán de La Unión y de Samuel Velázquez de Zacatula del mismo municipio. De chamaco fue arriero. Su ruta terminaba en Chaveta, municipio de Petatlán.

Así se inició en los saberes del carnicero, del matancero. Ahí también ligó su vida a la de su querida Lupe hasta el final de sus días. Serapio calculó que era tiempo de ir a su cita. Ya lo esperaban con la puerta abierta. El piso de la casa recién regado. Cariñosa su sobrina lo recibió invitándolo a pasar. Instalados cómodamente, y sin dejar de mirar la mesa cubierta con un blanco mantel bordado a mano, Lapo se percató de la sencilla elegancia con la que se adornó el mueble. Sentado en una mecedora Gaytán aspiraba el humo de su inseparable compañero, un cigarrillo marca Delicados que acabaría segándole la vida a edad temprana. Había que conocer más de la vida de Gaytán, ahora convertido en una singular figura del pueblo, popular y apreciado. Mira Lapo, la sufrí desde chiquillo.

Teniendo padre, crecí sin él. Ni hablar, así es la vida a veces. Lupe tenía quince años cuando nos casamos y como todo matrimonio quisimos mejorar y nos cambiamos a Zihuatanejo. ¡Mis once hijos nacieron en el puerto! La Playa Jedionda durante un tiempo se usó como matadero de animales marinos. Ir y venir de embarcaciones, gente bajando tiburones y tortugas. Con agilidad y destreza mueve los brazos Gaytán, en sus manos el cuchillo parece bisturí de experimentado cirujano. Sin camisa, su cuerpo enjuto está sudando. Como racimos de uva el pelo le cae en la frente. Fatigado se sienta a chupar. Entrecerrado los ojos recuerda tiempos más alegres. Veía al Morte, su otro yo, jineteando en La Unión. Gozando los movimientos del toro queriendo sacudirse del lomo al intruso.

En esos momentos el Morte se convertía en garrapata, en lapa, adherido a la piel de la bestia siguiendo las contorsiones caprichosas del toro hasta que aburrido saltaba elegantemente al suelo mientras se oían las gargantas del público coreando ¡Morte, Morte! entre la multitud podía distinguir a su amigo Canacho Pérez. ¡Que días aquellos! Ahora había que trabajar para Manuel Allec. Mientras los platos hondos con el caldo llegaban a la mesa, intercambiaban detalles del rastro del barrio del Mitote.

El carnicero caminando con la chanfaina escurriendo sangre siguiendo la dirección de las Salinas para entregársela a Celestino Flores Juárez. En ocasiones hacía un alto en el camino en la tienda de María Pineda, su amiga con la que saboreaba una copita de mezcal. Lo mismo  de vez en vez con Ángel Rodríguez. Otras con sus camaradas Antero y Diego Roque. Mezcal y cigarro eran íntimos de Gaytán.

Resultaba más fácil convivir con ellos, a pesar de su peligrosidad, que trabajar como estibador descargando bultos de los barcos Oviedo y María Martha. Al final ser carnicero fue su destino. Se le veía caminar con la camisa echada al hombro, rara vez la traía puesta y cuando eso sucedía no la abotonaba, solo le hacía un nudo al final. De la cintura se balanceaba una chaira. Del otro costado la daga filetera. Tuvo una vida intensa, diversa y no tan larga. Disfrutaba el caldo de paloma mensajera. La mesa está servida. La espera es merecida.

Ese caldo de corales los hace sudar y chasquear los dedos cuando las gordas quebradas les queman las manos al partirlas. La sobremesa los lleva a recordar el paso fugaz de Gaytán en la película Besos de Arena. Nada bueno saldría de su cariño por la tequila y por el cigarro. Corría el año de mil novecientos setenta y siete, del mes de julio. Gaytán tenían cincuenta y cinco años. Ya no escucharía la pastorela de diciembre un enfisema pulmonar lo estaba matando.

Agonizando le pide a su hijo Bladimir, el Pipo, que le ponga en la consola a su cantante preferida, Lucha Villa cantando el Caminante, en tanto Columba, su hija, prepara el caldo de palomas que tanto le gusta. “Soy un pobre caminante que no sé ni a dónde voy, no sé ni de dónde vengo, ni sé dónde ahorita estoy. Vago sólito en el mundo ¡ay que desgraciado soy !…” La sonora voz de la cantante resuena en la habitación, y al lado del moribundo, el Pipo ve a su padre en la caminata final de la vida. Se fue el caminante sin saborear el caldo afanosamente preparado por la hija…” ….jamás conocí a mi madre, mi padre no sé quien fue….” Lucha seguía cantando y el disco girando, igual que la vida gira alrededor de la muerte.

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