Serapio

A Víctor Alvarado, empedernido nostálgico del ritual casamentero

Por Jorge Luis Reyes López

Oscura la mañana salieron de Pantla cincuenta jinetes. Veinticinco mujeres y veinticinco varones. Tenían la delicada misión de ir a la sierra por la novia y traerla antes de las 5 de la tarde. Justo un año antes, Eudosia Torres había sido pedida en matrimonio. Los padres aceptaron, pero fijaron doce meses como plazo para celebrar la boda. Mientras la cabalgata hacía su tarea, en la plaza del pueblo había entusiasmo colectivo. Los vecinos ya habían terminado una larga enramada con un verde techo tapizado de palapas de palma de coco. Mujeres y hombres de edades distintas se movían con celeridad, disfrutando el quehacer. Unos colocaban mesas para cuatro personas, alineadas, formando largas filas paralelas; aquellos ocupados en adornarlos con papel china de diferentes colores; jóvenes acomodando las sillas alrededor de las mesas. En el centro de la enramada había un vacío especial que sería ocupado por los novios y por sus familiares más cercanos. Al fondo, en uno de los extremos del rectángulo formado por la techumbre al aire libre, se preparaban los cocineros responsables de alimentar a los invitados. Barbacoa de res, carnitas de puerco, birria de chivo, nejos, tamales de elote y tortillas hechas a mano. Toda la comida debería estar al punto. Sí que tenían trabajo. El día avanzaba, y pasado del medio día todo estaba listo para festejar la boda. Los cocineros seguían ocupados, tenían más de cuatro horas por delante para terminar de cocinar.

Mientras esto sucedía en Pantla, en Zihuatanejo, Serapio afinaba tranquilamente un bolo en una piedra de amolar, bajada de los renovales que rodean al poblado. Cada dos o tres afiladas se detenía y con cuidado pasaba los dedos por el filo de esa especie de cuchillo largo de origen filipino. Cuando se dio por satisfecho encajó el bolo entre las fajillas del techo de la mediagua y salió a caminar en dirección a la playa. Dio la vuelta a la cuadra y al pasar por la bodega que usaba la Surtidora, tienda propiedad de don Pepe Armenta, oyó y vio actividad comercial. Hombres cargando un camión de mercancías, mientras un güerito con libreta en mano parecía registrar cuidadosamente la mercancía de lo que seguramente eran pedidos a entregar. Cuando se acercó un poco más a la bodega, Lapo reconoció al güerito. Supo que era Juan Corona Segueda. Este hombre quizá llegó a Zihuatanejo allá por mil novecientos sesenta y tres. Pocas veces habían conversado. Esas pocas ocasiones le habían permitido saber algunos detalles de su vida. Que era oriundo de San Jerónimo de Juárez  Guerrero. Se enteró de que tenía estudios y experiencia laboral en los asuntos del comercio. Era un experimentado agente viajero. Desde que llegó a trabajar para don Pepe Armenta, cada ocho días levantaba pedidos en las tiendas de los poblados de Barrio viejo, Barrio nuevo, La Salitrera y Pantla. Hoy estaba seguro que Juan Corona iría a entregar la mercancía. Lo notó diferente, hiperactivo, pero no cansado. Despedía olor a ansiedad alegre, y es que los días de levantar y entregar pedidos le resultaban prometedores. Tenía una ruta fija que iniciaba saliendo de Zihuatanejo a Barrio Viejo, después cruzaba el río para llegar a Barrio Nuevo, seguir a la Salitrera y de ahí a su meta soñada: Pantla. Ahí tenía que entregar mercancía a cinco clientes: Natalia Izazaga, María de la Luz Núñez, Alfa Núñez, Margarito Campos y a Josefina González. Justamente en la última parada, era donde las circunstancias se tornaban distintas y cada vez más acentuadas. No era un asunto menor, la atención no estaba exclusivamente en el resultado de una operación comercial. ¡No señor! El hombre ya traía el mal de amores en las entrañas, la mayor de las hijas del matrimonio de Josefina y Florentino valencia, Yolanda, lo traía mareado. Juan hacía cálculos que le permitieran establecer una relación aceptada por la familia, que desembocara en la formalidad de pedir a la novia, donde Florentino, el padre condescendiera, aceptando la petición. Sus cuentas no lo favorecían. Convencido estaba que el padre no lo aceptaría como yerno. Diligente se movía por el corredor, alargando el cuello por encima del mostrador, fingiendo asegurarse de que el pedido estuviera completo, mientras sus ojillos azules buscaban la figura de Yolanda. Frustrado fingió cansancio y se sentó en una mecedora lamentando su infortunio. Estaba tan enajenado con la necesidad de ver a la novia que no miró lo obvio aún estando frente a él. Yolanda estaba en la larga enramada, era parte de la muchedumbre que ansiosa esperaba el retorno de los cincuenta jinetes trayendo a la novia para el casorio. Juan seguía bailoteando el pie izquierdo sin levantar la vista y así, sin miramiento alguno por su pesadumbre, hombres y mujeres salieron de la enramada en precipitada carrera al tiempo que se oía un griterío apasionado. La cabalgata había llegado, y con la euforia popular desbordada, sin saber si hombre o mujer había iniciado el tiroteo, pronto el ambiente se inundó con el bramido de las pistolas. Era una loca y desordenada sinfonía de descargas al aire, inundando de humo y de olor a pólvora la plazuela. Ese coro de fuscas expresaba la mejor de las bienvenidas a la novia. Hasta entonces Juan reparó del asiento. También se percató que estaba siendo testigo de un ritual socialmente aceptado, amado por los enamorados, donde los padres de la novia se pavoneaban satisfechos de que su hija se casaba como debía de ser. Juan siente la vista de Yolanda. Se miran y de sus gestos sale una decisión irreversible. Las cuentas se le complicaban aún más. Recordó como en su natal San Jerónimo se pedían a las novias en matrimonio. Los padres del novio buscaban a personas eminentes de la comunidad con solvencia moral y sobre todo respetados por los padres de la novia. Ellos serían los responsables de visitarlos y pedir la mano de la novia. No siempre se concertaba la visita. Ocasionalmente no faltaba un padre de pocas pulgas, por lo que la tarea de la novia consistía en entretenerlo sin que este sospechara nada mientras los pedidores llegaban, acompañados de tequila, mezcal, una botella de madero cinco equis, un bacardí blanco o de oro, y si había suerte, el éxito sería celebrado con un guiso de gallina ordenado por el jefe de familia. Ese camino no lo andaría, Yolanda y Juan. Había que trazar una ruta de escape silenciosa. El camino tendría abrojos. De regreso a casa el hombre cavilaba. La decisión estaba tomada: Tenían que huirse. Esa locura estaba condenada al fracaso a menos que pudiera convencer a Yolanda. Intentar el rapto era un suicidio. Los Valencia estaban regados desde Chutla, en el municipio vecino y en las comunidades de Pantla, Barrio viejo, Barrio Nuevo y Zihuatanejo, entonces, la mejor opción era concertar el escape con la complicidad de la novia.

En el amplio patio de la casa, de cuando en cuando el padre de Yolanda y sus hermanas se sentaban a platicar cualquier cosa y poco a poquito, Florentino, como no queriendo la cosa, ponía en el centro de la charla el asunto del casorio, invariablemente terminaba diciéndoles, cuando se quieran casar que las pidan, no importa que el novio sea el más último de los hombres, voy a acceder a la petición, pero que ni se les ocurra huirse, ¡Ni se les ocurra!. Estas últimas palabras taladraban la conciencia de Yolanda. La agitaban impidiéndole razonar con frialdad la propuesta de Juan, contraria precisamente a la recomendación-amenaza del padre ¡Ni se les ocurra!, ella, la mayor de las mujeres tenía que tomar una decisión cuyas consecuencias podían ser desastrosas, ¿Huir? Eso implicaría una clara ofensa al padre y marcaría una conducta que en ese momento no tenía respuesta por los posibles efectos en el ánimo de sus hermanas, particularmente con su confidente, de aceptar fugarse, su hermana no podría saberlo, sería la mejor manera de protegerla. Naturalmente sus padres la presionarían convencidos de su complicidad. Para Juan no pasaba desapercibida la lucha interna que convulsionaba a su novia, se le retorcía el estómago haciéndole un vacío. Su blanca piel sudaba abundantemente, aturdido y desesperado por la respuesta de Yolanda. No tenía opción, la decisión ya no le pertenecía. Todo estaba en manos de la dama. Serapio imagina esos desesperados momentos que vivió Juan y no lo ve pasándola fácil. Con un gesto de decisión Yolanda se para y secamente le dice ¡vamonos!. Ahora iniciaba otro escenario, que aunque Juan lo había resuelto mentalmente varias veces, no dejaba de perturbarlo la duda de que algo pudiera salirse del guión imaginado: De la casa materna se trasladarían a Zihuatanejo en el camión de redilas en el que distribuía las mercancías. Agazapada la novia viaja en la capaceta del vehículo, al llegar al primer destino ya los esperaba el taxi que los trasladaría a Acapulco donde se instalaron en un hotel. Durante cuatro días disfrutaron de una luna de miel anticipada. Tiempo suficiente para que el feliz novio contactara a su patrón vía carta enviada con un proveedor donde lo ponía al tanto de los recientes acontecimientos y suplicaba su intervención ante el padre de la novia a fin de arreglar el entuerto. Culminaba diciéndole que cualquier comunicación se la hiciera llegar a la dirección de la casa comercial que lo proveía de mercancía. Juan iniciaba la ruta del perdón, la otra cara de la petición formal de la mano de la novia. Antes del cuarto día de estar en Acapulco, en sus manos pudo leer un telegrama: Juan tu asunto un poco difícil. Seguiré insistiendo. Pensó que la cuestión estaba estancada y lo mejor era alejarse un poco y prolongar la luna de miel viajando a la ciudad de México, Distrito Federal. Al DF, como popularmente era mencionada la capital del país. Vuelo le dieron a la hilacha subiendo a la torre Latinoamericana. Vamos a Bellas Artes. No, mejor al bosque de Chapultepec. ¡Que te digo que no! ¡A Xochimilco! ¿ Y si mejor nos vamos a la arena Coliseo a ver el box? ¡Jesús, Juan qué cosa se te ocurre! ¡Vuelta para atrás a Acapulco! Doce días de locura. Tiempo era de saber cómo estaba la gestión del patrón en la búsqueda del perdón. Al llegar al puerto encontró otro telegrama: El camión va para Acapulco. Espéralo para que los traiga a Zihuatanejo. ¡No que no tronabas pistolita! Juan desbordando optimismo anunció la nueva a Yolanda. Ya en Zihuatanejo se encierra la novia. Quince días sin salir. Ahora sí, muy seriecita ella, qué casualidad. El patrón Armenta culmina exitosamente su gestión y un mes después de la fuga se celebra la boda. ¡A pero eso sí, en Pantla no y en la casa paterna menos! Total, en Barrio Viejo también hay Valencia. El tío Petronilo será el pagano. Faltaba el perdón, necesario para recomponer los lazos familiares. Una tarde, sentada en la hamaca, Yolanda lloraba, cuando unos tímidos toquidos golpearon la puerta. Desganada se para, limpia las lágrimas y abre la puerta. Un mandadero traía una carta. Era de su mamá. Claramente supo que algunas de sus hermanas la había escrito, parecía un telegrama: Yola, ya puedes venir a la casa tu papá quiere verte. Loca de alegría se metió nuevamente en la hamaca a reparar como si estuviera jugando al mache te tumbo. Temprano al otro día Juan y Yolanda salieron a la casa paterna buscando el perdón. Al llegar a casa, la madre en la mediagua abrió los brazos, mientras Yolanda de hinojos balbuceó llorando ¡Madre dame tu perdón! La respuesta fue un cálido abrazo. Ahora faltaba la parte más difícil. El perdón paterno. Osco el viejo, como no queriendo, dejó que la hija avanzara, sin moverse, ni hablar. Yolanda se hincó y le pidió perdón. El padre ya no tuvo resistencia, se dobló y con un abrazo secó, la perdonó.  El camino del perdón evitaba desenlaces trágicos.

Ahora en la armonía de la pareja los recuerdos llegan con un dulce sabor a felicidad.

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