Lo lograron. Los diputados se despacharon de un plumazo, al más puro estilo de la administración morenista, con más enjundia que argumentos, 109 fideicomisos con los que el Gobierno Federal operaba todo tipo de asuntos, desde la atención a víctimas hasta el fomento al deporte. Falta la opinión del Senado, pero no∫ hay mucha esperanza de que el nivel de discusión sea distinto.
Los fideicomisos se pusieron de moda en los años noventa y principios de los dos miles para solventar la falta de programas multianuales en el presupuesto. Un fideicomiso permitía, por ejemplo, acumular dinero de un año a otro para un obra de larga duración. El mismo López Obrador los usó para construir los segundos pisos de la ciudad de México, la obra más polémica y opaca de sus paso por la capital. Con el argumentos de que en los fideicomisos había corrupción, aviadores y privilegios, dictado desde el púlpito del presidente, los diputados de Morena se fueron contra los ellos sin distinciones ni argumentos, solo con obediencia y coraje.
La desaparición de los fideicomisos no es un asunto de combate a la corrupción. No podemos dudar que ésta exista, como en todos los rincones del país y del gobierno, pasado y actual. En todo caso los fideicomisos están más vigilados que otros ámbitos de la administración pública. De lo que se trata realmente esta medida es de control. El ejecutivo no soporta que alguien más decida, que algo se salga del de la vista de ojo de Sauron. Controlar cada peso del presupuesto y tener el mayor margen de discrecionalidad en su uso es un asunto de poder, no de eficiencia administrativa ni combate a loa corrupción.
Nadie se quedará sin su apoyo, dice el presidente. Vamos a suponer que es cierto, pero en adelante el alcalde quiera apoyo para su municipio en caso de sufrir un desastre natural tendrá que pedirle el favor a la secretaría de Gobernación o al mismo presidente; el director de cine que quiera apoyo del gobierno para filmar tendrá que pasar por el matiz ideológico del funcionario en turno; quien quiera apoyo para investigar deberá pasar por el tamiz de un Conacyt que cree a pie juntillas que existe ciencia neoliberal y que la función de los científicos no es generar conocimiento sino apoyar la transformación que el presidente tiene en su cabeza.
Es cierto que los 68 mil millones en el presupuesto del gobierno federal son como un cacahuate en el hocico de un cocodrilo: le va a saber a nada, se lo van a tragar sin darse cuenta. Pero la perversidad de la decisión está no solo en el efecto de control que hablábamos arriba sino en lo que desarticula, en las redes que rompe. Al desaparecer estos fideicomisos se les quita independencia real a los centros de investigación, burocratiza los mecanismos de protección a periodistas y defensores de derechos humanos, mina la capacidad de decisión de los municipios en materia metropolitana y en cambio genera relaciones clientelares, esas que con mucho con trabajo y esfuerzo habíamos comenzado a desterrar.
Matar como se está haciendo a los fideicomisos, más allá de cuáles funcionaban y cuáles no, es una gran salto al pasado y un peligroso paso hacia un gobierno autoritario y unipersonal.