La tragedia de Tlahuelilpan
Raymundo Riva Palacio
La tragedia de Tlahuelilpan, donde decenas de
personas murieron al explotar un ducto de gasolina por cuya fuga robaban
combustible y festejaban algunos bañándose en él, es una doble desgracia. De la
humana las crónicas y el número creciente de personas fallecidas van
construyendo el drama. De la gubernamental sólo hay omisiones inconfesables,
aceptaciones institucionales torpes para justificar la inacción federal, y
acciones legales que no pueden dejar de aplicarse. Si el presidente Andrés
Manuel López Obrador quiere darle un giro a la vida pública de la nación y
restaurar el Estado de Derecho, Tlahuelilpan no debe quedarse como su primera
marca de impunidad. Hay responsabilidades contra un número aún no claro de
pobladores de la zona por diversos delitos, así como también contra los mandos
militares y policiacos que no hicieron nada por prevenir el siniestro.
El secretario de la Defensa, el general Luis
Crescencio Sandoval dijo el sábado que cuando el Ejército llegó al punto donde
se reportó la fuga en el ducto Tuxpan-Tula el viernes, intentó alejar a cerca
de 800 pobladores, pero que los 25 soldados y policías que lo intentaron, al
ponerse agresivos algunos de ellos, se alejaron. De esa forma, las fuerzas de
seguridad, que no recibieron apoyo del Ejército o de la Policía Federal –llegó
primero la prensa que ellos-, fueron testigos de la explosión y las muertes,
donde ellos, por omisión, son responsables. Las declaraciones del general es
una confesión de culpa: tiene desplegados a 10 mil soldados para combatir el
huachicol, pero no hicieron nada en Hidalgo porque “estaban rebasados”. Al ser
autoridad, replegarse y no actuar en un delito en flagrancia en una situación
de alto riesgo, es imperdonable.
Los mandos militares y policiales que llegaron
a Tlahuelilpan son presuntos homicidas dolosos –al saber que violaban la ley- por
acción u omisión de facultades y atribuciones comprendidas en el artículo 8 de la Ley Federal de
Responsabilidades Administrativas de Servidores Públicos, en su inciso uno, que
ordena “cumplir el servicio que le sea encomendado y abstenerse de cualquier
acto u omisión que cause la suspensión o deficiencia de dicho servicio”, y el
inciso dos, que obliga a “abstenerse de cualquier acto u omisión que implique
incumplimiento de cualquier disposición legal, reglamentaria o administrativa
relacionada con el servicio público”.
En el caso de las personas que robaron
combustible –llevar bidones habla de premeditación-, incurrieron en una serie
de delitos que, de acuerdo con abogados, incluye el delito federal de robo de
un bien público con la evidente intención de obtener lucro personal, la
convocatoria a la insubordinación social para incluir a mujeres y menores de
edad en el hurto, asociación delictuosa y responsabilidad imprudencial para
obligar a terceros a cometer el delito, que fueron cometidos en flagrancia.
Además, dados los antecedentes de huachicol en la zona, el probable delito de
comercialización de combustibles sin autorización ni protocolos de seguridad.
Estos dos últimos párrafos se refieren a la
aplicación de la ley que, en este país, la norma es violarla y la excepción es
cumplirla. Por décadas, el uso legítimo de la fuerza por parte del Estado ha
estado cancelado. El punto de partida de esta debilidad institucional está
ubicado el 2 de octubre de 1968, cuando se realizó la matanza de Tlatelolco,
fecha desde la cual el Ejército se ha visto inhibido en momentos tan dramáticos
como lo que sucedió en Tlahuelilpan. El gobierno federal, se puede argumentar
por la falta de refuerzos enviados a ese punto a 124 kilómetros de la Ciudad de
México, prefirió dejar hacer, dejar pasar, para evitar un conflicto con la
población. Para el gobierno del presidente López Obrador, el hecho en sí mismo,
es una contradicción.
Por años, la izquierda en México, herida y
agraviada históricamente, ha denunciado las acciones de fuerza de soldados y
policías como actos de represión. Los intentos por fortalecer el uso legítimo
de la fuerza han sido interpretados, denunciados y combatidos como intentos por
criminalizar la protesta social. López Obrador mismo ha caminado sobre una
línea delgada y cuidado su discurso para evitar cruzarla.
Apenas hace ocho días, cuando habló del
desabasto de gasolina, el presidente dijo que se trataba de “un asunto
transitorio” provocado por los “traviesos” que roban el combustible, y pidió a
la población no fomentar el robo y la corrupción. “Hay gente que se está
portando muy bien”, dijo en otro momento, “pero quiero pedirles a todos, hasta
a los traviesos, que se actúe con responsabilidad, que piensen en sus
familiares, que piensen en ellos mismos, que piensen en el prójimo, que piensen
en su país, en México. ¡Todos a portarnos bien!”.
Tlahuelilpan demostró lo falible de ese
discurso. Restablecer la ética a una sociedad, como pocos dudan la requiere la
mexicana, no se logra con discursos o una Cartilla Moral. Es un trabajo de
educación cívica que bien hecho demorará cuando menos una generación en dar sus
primeros resultados. Ningún pueblo es bueno, como imagina López Obrador que es
o puede ser el mexicano. La rectitud en la vida pública se da mediante la
eliminación de los incentivos para ser malo aunque se le tilde de pueblo bueno.
En México los incentivos inversos fueron
alimentados por la rampante impunidad de décadas. Pero hay luces. Tlahuelilpan
será una oportunidad perdida por López Obrador en su intención por restablecer
el Estado de Derecho, si no aplica la ley en este caso, ni utiliza la tragedia
en Hidalgo como el punto de partida para restaurar el uso legítimo de la fuerza
del Estado, que la va a necesitar, cuando menos, en su cruzada contra el
huachicol.
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