Corrupción y odio
Raymundo Riva Palacio
La legitimidad del
presidente Andrés Manuel López Obrador está en niveles que soportan, hasta
ahora, cualquier cosa. El país presenta focos rojos de todo tipo, en seguridad,
economía e insatisfacción social, pero él está sin mancha. Todos los días se
para frente a la nación y recuerda, sin importar el tema, que el pasado estuvo
infectado por la corrupción, y que todos los males que se arrastran se debe a
los ladrones que saquearon las arcas nacionales para su beneficio y el
perjuicio de las mayorías. Cada mañana, López Obrador machaca a la sociedad, a
su manera, lo que fue la corrupción de anteriores gobiernos. Y la sociedad beligerante
responde con virulencia, tomando al de Enrique Peña Nieto como referencia. La
furia contra esa administración se corresponde con el respaldo al presidente,
pero a ninguna parte, en el fondo, le falta razón.
La corrupción durante el
sexenio del presidente Peña Nieto fue notoria. Están los casos de gobernadores
sometidos a proceso por desvío de recursos, peculado y enriquecimiento. Los
ejemplos de impunidad, conflictos de interés, saqueos y abusos cometidos en esa
administración que tocó a la casa presidencial y a secretarías de Estado, gobiernos
estatales y municipales, a familiares y a sus amigos, en un capitalismo
clientelar ante la complacencia y debilidad de Peña Nieto, solapando a cercanos
o impotente ante la presión de sus queridos. De corrupción nunca quiso oír
nada, la negaba, y aquellos en su entorno menos infectados, tampoco pudieron
vencer los obstáculos del cerco presidencial.
El desprestigio de ese
gobierno contaminó todo lo que sucedió en el pasado. Es cierto que López
Obrador se ha encargado de empaquetarlo para que sea la narrativa del cambio,
pero el éxito de la estrategia se asienta invariablemente sobre el enjambre que
se tejió durante la administración de Peña Nieto. La profundización de la
percepción sobre la corrupción lo refleja el último
índice de Transparencia
Internacional, donde México perdió tres lugares en el ranking mundial,
convirtiéndose en el país peor evaluado de la Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económico –el Club de los Ricos-, y empatado con Rusia en el
sótano, del G-20, que agrupa a las economías más fuertes del mundo. El Índice
debiera provocar una vergüenza colectiva y una exigencia para que quienes
incurrieron en actos de corrupción, paguen por sus delitos.
La corrupción no es un
fenómeno con espacios acotados. El impacto que tiene la corrupción en las
sociedades ya rebasó la putrefacción en las instituciones y ha avanzado a su
debilitamiento y a la distorsión de los sistemas de organización social. “La
corrupción aleja a la democracia y produce un ciclo vicioso, donde merma las
instituciones democráticas y a su vez, las hace más débiles y menos capaces
para controlarla”, dice Patricia Moreira, subdirectora de Transparencia
Internacional. “Con tantas instituciones democráticas en peligro alrededor del
mundo, frecuentemente por parte de líderes con tendencias populistas o
autoritarias, necesitamos hacer más para fortalecer los pesos y contrapesos y
proteger los derechos ciudadanos”.
Se viven momentos difíciles
en todo el mundo y hay líderes, como López Obrador, que o no alcanza a medir el
peso e impacto de sus palabras, o es una estrategia deliberada para seguir
incendiando a las masas, de si ya enardecidas, y terminar de voltearlas para ir
más allá de la consolidación de su poder. En su conferencia de prensa matutina
el martes, dijo que las élites mexicanas son corruptas, pero el pueblo es bueno.
¿Cómo define élites? ¿Qué abarca ese grupo que estereotipa? Para sus
seguidores, élites es igual a todo que no está incondicionalmente con él. El
presidente avanza en la polarización del discurso sin dar pasos concretos para
solucionar el problema que dice querer desterrar. Habla mucho y acusa más, pero
no pasa de la retórica. Cuando se le pregunta si va a hacer algo, dice que no,
que borrón y cuenta nueva, porque no va a perder el tiempo en perseguir
delincuentes pues agotaría su sexenio en ello. Pero en su lógica de perdón sin
olvido, sigue avivando el fuego en la pradera y generando odios. Eso tiene que
cambiar, y lo puede hacer.
La cruzada contra el
huachicoleo, como dijo Eduardo Bohórquez, quien encabeza el capítulo mexicano
de Transparencia Internacional, es un buen comienzo. Lo que está haciendo,
agregó, es atacar la red de corrupción existente en el robo de combustible,
perfilando el segundo paso, que es la red política. Falta, abundó, lo que nunca
ha habido, que es el regreso de lo robado al erario. Esta es una de las
recomendaciones que hace Transparencia a México para corregir el rumbo seguido
por el gobierno de Peña Nieto. También se necesitan enmendar las acciones
preventivas que puedan medirse y orientar la política anticorrupción, con
sanciones y recuperación de activos, y no cejar el esfuerzo en esa dirección.
La legitimidad de López
Obrador se asienta sobre su retórica invariable contra la corrupción, pero el
discurso lo ha utilizado con un propósito político estratégico, no para limpiar
la casa de arriba hacia abajo, como garantizó en campaña. El presidente tiene
la oportunidad de cumplir lo que ofreció, hasta el fondo como prometió, y no
esconder detrás de esa narrativa un cambio de organización social que parece
ser lo que está haciendo. Usar la corrupción clientelarmente para un objetivo político,
es tan pernicioso como usarla para enriquecimiento. Cambiar de régimen
demoliendo las estructuras corruptas pero manteniendo un modelo democrático,
sí. Desmantelarlas bajo la máscara de la corrupción para instalar una
autocracia, no. Que dé ejemplo de honestidad, atacando la corrupción y eliminando
la impunidad, con menos alegorías y sin evasivas.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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