La moral del presidente
Raymundo Riva Palacio
La moral es un conjunto de
normas y costumbres que rigen el comportamiento del individuo. Esas normas y
costumbres están empaquetadas en las sociedades en función de diversos
factores, como identidad nacional, territorio, idioma, cultura, historia y
religión. Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón, se puede argumentar,
comparten esos parámetros, incluidas sus creencias religiosas al mismo Dios.
Sin embargo, parecería que es todo lo contrario, pues lo que es correcto en un
caso para el presidente, es incorrecto cuando se refiere al ex presidente, lo
que no es corrupción sobre uno, lo es cuando se refiere al otro. La vara que
mide los conflictos de interés y la honestidad difieren en tanto a quién o a
quiénes se le aplican. El discurso moral en la política se convierte de esta
forma en algo elástico, manipulable, una arma que golpea la fama pública o que
inocula de cualquier sospecha.
La moral del presidente
López Obrador es un chicle que empieza a ser peligroso. Este lunes acusó a
Calderón en su conferencia de prensa matutina de cosas como corrupción, tráfico
de influencias y conflicto de interés, por el hecho de haber sido consejero de
una empresa de energía que fue proveedora de la Comisión Federal de
Electricidad. La consultoría fue real, y se dio cuatro años después de haber
dejado la Presidencia; es decir, superó por tres años el impedimento legal de
no poder trabajar en nada que pudiera significar un conflicto de interés durante
el primer año tras dejar el cargo público.
Minutos antes, cuando le
preguntaron sobre la posibilidad de un conflicto de interés al haber nominado
para la Suprema Corte de Justicia a tres mujeres con vinculaciones directas y
profundas con él o con Morena, el partido en el poder, López Obrador dijo que
no había ningún impedimento legal en ello. No se refirió en ningún momento al
conflicto de interés al ser, dos de ellas, al menos, esposas de dos personas
muy cercanas a él, Loretta Ortiz, esposa de José Agustín Ortiz Pinchetti, que
trabajó con él en el gobierno de la Ciudad de México y en campañas
presidenciales, y Yasmín Esquivel, esposa del empresario constructor y viejo
consejero de López Obrador desde que hizo obras públicas en la capital federal,
José María Riobóo.
Riobóo es el autor
intelectual del asesinato de la obra del nuevo aeropuerto en Texcoco y promotor
de construirlo en la Base Militar Aérea en Santa Lucía. Su oposición tajante
contra la obra en Texcoco tiene como antecedente que perdió la licitación para
construir las pistas del nuevo aeropuerto, que marcó su cambio de querer ser
parte de aquel proyecto de infraestructura, a evitar que se concretara. Riobóo
logró su objetivo, y logró que López Obrador nombrara a Sergio Samaniego, con
quien trabajó largo tiempo como el responsable de la obra en Santa Lucía.
Samaniego, además, trabajó con Esquivel en el Tribunal de Justicia
Administrativa de la Cuidad de México.
Entonces, si Calderón tardó
cuatro años en servir 24 meses como consejero de una empresa extranjera
dedicada al negocio de la energía, incurrió en tráfico de influencias,
corrupción y conflicto de interés. Si nomina López Obrador a Esquivel para la
Suprema Corte, los conflictos de interés no existen, ni tampoco el tráfico de
influencias y eventualmente, se abre la puerta a la corrupción. Se puede
argumentar que en el caso de Esquivel, se aplica correctamente la existencia de
cuando menos el conflicto de interés, similar al que incurrió el ex presidente
Enrique Peña Nieto al permitir que la empresa Higa, de su amigo el constructor
Juan Armando Hinojosa, sirviera de intermediario en la operación inmobiliaria
de la casa blanca, propiedad de su ex esposa Angélica Rivera. Peña
Nieto nunca aceptó que en aquel caso hubo un conflicto de interés. López Obrador
ni siquiera se detiene a pensar en ello.
Peña Nieto se quedó corto
frente al nivel que está alcanzando López Obrador en cuando a conflicto de
intereses. Higa no participaba en licitaciones federales -no así en el estado
de México cuando Peña Nieto era gobernador-, ni recibió contratos después de
ello. En cambio, un empleado de Esquivel es el jefe de obra de Santa Lucía, que
sustituyó al proyecto que descarriló Riobóo por motivos personales. En el caso
de Calderón, ni siquiera aplica alguna de las acusaciones de López Obrador. El
presidente no mencionó el lunes, sino hasta el martes, que hubo un precedente,
el de Ernesto Zedillo, también dentro de los plazos contemplados por la ley,
consejero de una empresa de ferrocarriles que tenía intereses en México. Su
subjetividad original había incurrido en un conflicto de interés por sí mismo,
pues como presidente, Zedillo facilitó que por encima de la ley, porque no
tenía la residencia, el tabasqueño contendiera por la gubernatura de la Ciudad
de México.
López Obrador le ofreció
una disculpa a Calderón por acusarlo de corrupto, pero insistió que si no había
sido ilegal lo que hizo, sí era inmoral. El presidente está midiendo los
conflictos de interés y el tráfico de influencias en función de sus creencias,
y metiéndose en una contradicción. La puede resolver sin embargo, si le ordena
a Morena que rechace su terna para la Suprema Corte, que cae en un conflicto de
interés descarnado y descarado. Si el presidente es serio, no sólo debe barrer
la escalera de arriba hacia abajo, como dice que erradicará la corrupción, sino
comenzar en su casa. El discurso no le alcanza para ser una persona íntegra. Su
comportamiento y decisiones es lo que lo definirá. Sus propios conflictos de
interés son ilegítimos, no ilegales, pero si no los ataja, el camino estará
allanado para que entre la corrupción que tanto dice odiar.
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