Los siguientes 100 días
Raymundo Riva Palacio
Todos los análisis críticos sobre Andrés Manuel
López Obrador están chocando con una coraza que se fortalece diariamente. No ha
habido acción ni decisión que haya afectado su consenso para gobernar. Frente a
la narrativa de López Obrador no hay nada que se le anteponga con éxito o,
siquiera, como elemento de equilibrio. Tiene sentido, aunque no lo parezca. Su
consigna permanente contra la corrupción es un recordatorio de lo que se ha vivido,
frente a lo cual no hay absolutamente nada que justifique lo galopante que fue
y la impunidad de la que gozó. Su llamado a más dinero y más trabajo para los
que menos tienen, en un país donde 63 millones de personas viven debajo de los niveles de pobreza, es
compartido incluso por sus adversarios más claros. Sus reivindicaciones son
concretas y han encontrado la tierra fértil que promete cosechas. Pero no lo es
todo.
Existe frustración en varios sectores sobre lo
refractario de López Obrador, pero surge de un análisis a partir de categorías
equivocadas, que pretender entenderlo en el marco de un Jefe de Estado
tradicional. El presidente es todo lo contrario. Buscar explicaciones al
comportamiento de López Obrador bajo esos referentes, siempre choca en
incomprensiones y en críticas que, si uno empata su frecuencia y creciente
beligerancia con sus muy altos índices de aprobación, puede encontrar las
razones de muchos para su desilusión.
López Obrador nunca fue un político
convencional, ni en su esencia ni en su actuar. Su liderazgo fue aquilatado por
el PRI cuando lo hicieron presidente estatal en Tabasco en los 80’s, que le
dieron prominencia nacional a mediados de los 90’s, cuando realizó marchas a la
Ciudad de México. Político de tierra, jamás de aire como fue la tendencia en
los últimos 20 años, se convirtió en la cabeza de la izquierda social. Su
discurso era simple y consistente: primero los pobres, y contra la corrupción
que los hace pobres. El enemigo principal del pueblo era la clase dominante –a
la que llamó “la mafia del poder”-, y la forma de enfrentarla tenía que ser
desde abajo, con la movilización del pueblo.
Esta codificación
no la entendieron en su momento el gobierno de Vicente Fox, que al perseguirlo
lo blindó, el PRD donde militaba, y el PAN y el PRI, que fueron incapaces de
ver que el discurso teológico y binario que tenía, iba a ser imposible de
vulnerar con el viejo discurso de la clase política. La clase gobernante lo
soslayó cuando se construyó el Pacto por México mediante acuerdos cupulares,
para producir reformas económicas profundas.
Antes
que la alianza entre el PRI, el PAN y el PRD se rompiera, se le preguntó a uno
de los principales colaboradores de Peña Nieto si no pensaban que forzar los
acuerdos de élites, sometiendo a las militancias partidistas, podría tener un
impacto negativo en el largo plazo al estar desdibujando los liderazgos de la
oposición y anulándolos. El colaborador volteó a ver al periodista con ojos de
perdonavidas y respondió: “¿Y no está bien?”. El 1 de julio del año pasado tuvo
su respuesta. Todos ellos construyeron el ascenso de López Obrador al poder.
Nunca
entendieron a López Obrador y no lo entienden. Ven su actuar como el de un
iluminado. Se equivocan en parte. López Obrador sí se siente un iluminado y ha
llegado a decir en privado que la derrota en las elecciones de 2006, que fue
muy dolorosa para él, fue una prueba que le impuso Dios para probarlo. Tras su
protesta postelectoral, López Obrador se fue a Oaxaca a caminar las comunidades
y recuperar energía. Después de varios meses regresó fortalecido para las
nuevas batallas. Para él, la Presidencia es el vehículo para cumplir su misión,
auténticamente, transformar a México. Palacio Nacional no es el fin, sino el
medio.
La
transformación no es sólo una reformista, como algunos la perciben por mantener
lo que observan como una contradicción: políticas populistas y disciplina
macroeconómica. Menosprecian, quizás porque les parecen disparatadas como
muchas de las cosas que ha dicho López Obrador, que él prefiere que toda la
nación camine hacia la pobreza, revirtiendo décadas de desarrollo, si es la
única opción para acabar con la corrupción. Si alguien que tiene un infante y sabe
lo que significa su cuidado a padres que trabajan, es intransigente en acabar
las estancias infantiles, hay que escucharlo con atención.
La
destrucción de todo no es sólo discurso político. La transferencia directa de
recursos a los grupos sociales desfavorecidos, el control político-electoral a
través de su Coordinación de Delegados, la cruzada contra las instituciones y
el pasado mediante la acusación de son producto de la corrupción, a la que
combate porque su gobierno emana del pueblo y para el pueblo, plantea un cambio
social que sólo puede ser realizado por las masas. Esta es la categoría de
análisis que debe utilizarse con él.
Su
gobierno no se está construyendo a partir de la Presidencia convencional, sino
mediante un gran frente de masas donde las minorías,
a las que combate todas las mañanas, deben ser erradicadas para dar pie al nuevo
régimen. Las cámaras, los fiscales, los sindicatos y los medios alternativos
son la cabeza de playa. El frente de masas es una concepción de poder vieja
–Lenin pidió “todo el poder a los soviets”- que se llega a interpretar como
autoritarismo. Para quien defiende esta ideología, quien lidera este cambio es
un “vanguardista”, que entiende lo que está en juego y para dónde va. Las masas
no entienden de estas abstracciones, pero marchan detrás de su líder. López
Obrador, hoy, es eso, indiscutiblemente.
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