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Opinión

José Reyes Doria

Se acabó el PRI: ¿extinción natural o éxodo a Morena?

Todo indica que el otrora poderoso PRI vive sus últimas horas en la política mexicana. Desde 2018 su suerte quedó echada. No solo perdió la Presidencia de la República, sino que recibió el repudio abrumador de la sociedad. Pasó a ser un partido marginal en el Congreso de la Unión, además, en 2018 comenzó la sangría de gubernaturas, pues fue arrasado en Jalisco y Yucatán. En las elecciones del 6 de junio se confirmó la caída libre del PRI, ya que perdió ocho gubernaturas y apenas aumentó un puñado de diputados en San Lázaro.

Algunos priistas creen que el partido se puede levantar, como ya lo hizo en el año 2000, cuando perdió la Presidencia por primera vez en 70 años. Muchos dijeron que era el fin del PRI porque no sabía vivir sin el poder presidencial. Pero ese resurgimiento fue posible porque el partido tenía más de 20 gubernaturas y la mayoría relativa en el Congreso, de tal forma que no solo sobrevivió, sino que obligó a los dos Presidentes del PAN, Fox y Calderón, a cogobernar con el bloque priista.

O como en 2006, cuando fue enviado a un lejano tercer lugar en la elección presidencial y en el Congreso de la Unión. En esta ocasión el PRI pudo levantarse por la fuerte base territorial que conservaba y la polarización extrema entre el Presidente Calderón y Andrés Manuel López Obrador permitió a los priistas acomodarse como factor de gobernabilidad para el régimen calderonista. Así, el PRI resurgió por la puerta grande, en las elecciones intermedias recuperó la mayoría relativa en la Cámara de Diputados y buen número de gubernaturas; y con ese impulso ganó holgadamente la Presidencia de la República con Enrique Peña Nieto en 2012.

Pero ahora no hay posibilidades reales para resurgimiento del PRI. Sólo conserva cuatro gubernaturas, que muy probablemente pierda en 2022 y 2023; se trata de Hidalgo, Oaxaca, Estado de México y Coahuila. De hecho, Oaxaca parece ya entregada, pues desde 2018 es gobernada de facto por López Obrador. La probable pérdida del Estado de México, corazón del priismo, implica la debacle anímica y la privación de la mayor fuente de recursos del priismo. Tal vez el PRI conserve Coahuila, pues ahí han derrotado con carro completo a Morena en 2020 y 2021, pero habría que ver por cuánto tiempo.

A lo anterior hay que sumar el PRI y sus liderazgos cargan con un desprestigio descomunal a partir del gobierno de Peña Nieto, que tuvo niveles intolerables de corrupción, impunidad, insensibilidad e ineficiencia. Difícilmente el PRI y sus figuras nacionales podrán superar este estigma. De hecho, los líderes visibles del priismo están en una especie de autoexilio defensivo. Hay que agregar la perpetua amenaza de la 4T de sacar a la luz eventuales expedientes penales por corrupción contra los dirigentes priistas que quieran sobresalir u oponerse al gobierno de López Obrador.

La pregunta es: ¿por qué el PRI pudo sobrevivir a las derrotas de 2000 y 2006, y ahora parece que no se va a levantar? Una hipótesis viable es que, en gran medida, los simpatizantes, líderes regionales, estructuras y hasta ideólogos priistas han emigrado a Morena. Habituados al poder, habrían olfateado que el viejo partido ya no daba para más y que Morena ofrece afinidad, origen compartido, coincidencia ideológica y, sobre todo, garantía de acceso a candidaturas, juego político, cargos, presupuesto y protagonismo.

Así como el célebre axioma de la física dice que la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma, podemos hacer la lectura de que la cuarta fase del PRI se concretó en una transfusión del priismo a Morena. Una parte significativa de las bases y las estructuras del priismo se fueron a Morena. A votantes, bases y cuadros del PRI no les causa ninguna aversión aliarse o unirse a Morena; a diferencia de 2000 y 2006 cuando sí les causaba resquemor irse al PAN que les arrebató el poder presidencial.

Recordemos: en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), se intentó impulsar la cuarta fase del PRI. Los resultados de las elecciones presidenciales de 1988 fueron desastrosos, a pesar de que el gobierno y el PRI recurrieron a todas las trampas y manipulaciones, y explotaron al máximo el hecho de que las elecciones las organizaba una Comisión Federal Electora, adscrita a la Secretaría de Gobernación (presidida Manuel Bartlett), lo cual permitía manipular sin límite los resultados. El triunfo de Salinas fue duramente cuestionado, de ahí el proyecto de la cuarta refundación del PRI, incluyendo cambio de nombre, ideología y estructura, para adaptarlo a las necesidades de un régimen que ya había abandonado los ideales de justicia social de la Revolución Mexicana y promovía la consolidación del neoliberalismo. Nunca se completó tal refundación, de forma que la genealogía del partido oficial (PNR en 1929, PRM en 1938 y PRI en 1946) se agotó en un PRI que, con Salinas, fue expropiado y humillado, obligado a respaldar la implantación de un modelo económico excluyente, antipopular, autoritario, antinacional, concentrador de la riqueza y corrupto.

Así, la fractura priista de 1988 fue inevitable, con el surgimiento de la Corriente Democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, que se oponían al modelo neoliberal y llamaban a un movimiento popular. La Corriente Democrática siguió su propio camino, se transformó en el PRD, mismo que, en inmensa medida, derivó en lo que hoy es Morena. Por su parte, el PRI siguió un camino de pragmatismo absoluto, sin más proyecto que asegurar el dominio neoliberal. El pragmatismo priista incluyó el salto de líderes al PAN y, sobre todo, al PRD y Morena, cuando el PRI les negaba una candidatura. Casi todos los gobernadores de PRD y Morena fueron priistas hasta horas antes de ser postulados; solo Claudia Sheinbaum ha sido electa sin haber sido del PRI, los demás eran priistas o piezas del sistema priista. De ahí la afinidad del priismo con Morena.

Estas y otras razones hacen verosímil la hipótesis de que la cuarta fase del PRI (sería provocador llamarla cuarta transformación), que debió hacerse en 1988, se concreta ahora bajo la forma de una migración, masiva, cuantitativa y cualitativa hacia Morena, a costa de la extinción del PRI que conocimos. El tiempo que siga existiendo el PRI, lo más probable es que sea como pequeño satélite de Morena.

El nuevo orden político surgido en 2018 hace propicia la extinción del PRI clásico. Los equilibrios políticos y la gobernabilidad no lo resentirían significativamente, debido a su escasa presencia parlamentaria y porque la gama de fuerzas e intereses tradicionalmente amalgamados en el PRI han encontrado canales de promoción en otras fuerzas políticas como Morena, y en menor medida PAN y MC. En cuanto a la necesidad de contar con opciones partidistas que representen la diversidad social, la extinción del PRI no afecta grandemente, pues el ala nacionalista popular del priismo puede jalar con Morena sin problemas; a su vez el ala proempresarial y clasemediera jalarían con el PAN. Además, en el clima de extrema polarización política que impulsa el Presidente López Obrador, no hay cabida para un partido de centro como presuntamente es el PRI.

Habrá que ver si el nuevo partido oficial canaliza la vena nacionalista, popular y revolucionaria del priismo para cimentar una hegemonía acorde con el ideario de López Obrador; o si se va imponiendo la vena pragmática, autoritaria y depredadora del priismo hasta devorar por dentro a Morena.

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