Jorge Zepeda Patterson
Que un partido político tenga que recurrir a una autoridad externa para realizar sus elecciones internas dice mucho del encono reinante, de su precariedad institucional y de la escasa confianza que les merece a los participantes la honestidad de sus correligionarios. Más aún cuando uno de los candidatos, Porfirio Muñoz Ledo, clama que ha sido robado pese a haber intervenido un árbitro externo (encuestadoras profesionales contratadas por el INE). Algo así como los serbios quejándose de los cascos azules de la ONU porque no les dejan ganar su guerra.
Más allá de la molestia de Porfirio y las razones que le asistan o no, se trata del último de los incidentes de una larga crisis de Morena, un partido fundado para hacer ganar elecciones al lopezobradorismo pero no para gobernar. Y no podría ser de otra manera. Para empezar, debido a su reciente creación todos sus miembros son “chapulines” por definición, brincaron de otro lado. Eso en sí mismo no es un problema. Muchas organizaciones políticas evolucionan, se escinden, se desdoblan. Pero no es el caso de Morena, aunque algunos quieran encontrar en el PRD su versión original. No concuerdo.
Pese a que muchos de sus cuadros derivan del PRD y el propio AMLO fue presidente de este partido (1996-1999), en realidad el lopezobradorismo nunca estuvo cabalmente contenido en la organización política de los llamados Chuchos. López Obrador y el PRD con sus variadas tribus se usaron mutuamente a lo largo de los años, hasta que la fuerza del primero fue tal que pudo construir su propia organización. Pero nunca estuvieron integrados del todo. AMLO sostenía alianzas con otras organizaciones, tenía su propia agenda y construía sus candidaturas presidenciales de acuerdo a su buen entender, no al del PRD. Para efectos del asalto final, Morena se convirtió en una gran arca de Noé en la que tuvieron cabida todos los que pudieran ayudar a remar sin mayor requisito que subirse al barco. La proliferación de especies es, consecuentemente, enorme. Si revisamos el ADN político de los cien candidatos que se presentaron para competir por la dirigencia del partido encontraremos una sopa genética representativa de la clase política mexicana en su conjunto: activistas, empresarios, excomunistas, socialistas, académicos, líderes sindicales, burócratas, tecnócratas, líderes religiosos. En suma, centro, derecha e izquierda; exmiembros de todos los partidos políticos. ¿Por qué tendrían que tener confianza unos en otros?
Otra parte de la explicación es la propia ambigüedad doctrinaria del partido, fundada en torno a un líder, lo cual dificulta la construcción de consensos por parte de las distintas corrientes, como podría suceder en muchos partidos políticos en el mundo. No hay un corpus doctrinario sobre el cual ponerse de acuerdo, porque el pensamiento o la voluntad del fundador es mucho más importante que cualquier agenda institucional. Por supuesto, existen principios fundantes del partido, pero la manera en que se entienden, la intensidad con la que se aplican o la forma en que se relacionan con otros actores políticos depende más de las expresiones del Presidente y de la interpretación que cada grupo quiera hacer de ellas. De allí el cantifleo que se advierte en muchas de las declaraciones de los cuadros del partido: no quieren contravenir los deseos del líder, pero tampoco quieren quedarse fuera de la jugada.
Y justamente este sería otro problema. ¿Cómo interpretar al Presidente? En alguna otra columna lo describía como un hombre plagado de misterios y contradicciones. López Obrador es una suma de ambigüedades expresada siempre de manera categórica: desconfía de la iniciativa privada y es un estatista convencido, pero está dedicado a adelgazar al Estado; un nacionalista genuino pero convertido en amigo del enemigo de los mexicanos, Donald Trump; es un hombre progresista arraigado en el pasado; un luchador social que rechaza cualquier camino que no sea la democracia, empeñado en debilitar a los órganos democráticos; un fiero opositor de los neoliberales pero en materia de finanzas públicas más ortodoxo que los neoliberales; un permanente rijoso que pregona abrazos en lugar de balazos; un hombre inflexible en sus ideas que repudia todo acto de represión; un intransigente que nunca pierde la paciencia; un amante de la naturaleza obsesionado con las energías más contaminantes. En suma, una persona difícil de interpretar. Y además, un hombre que no gusta imponerse, pese a los que creen lo contrario.
Morena tiene muchos de los vicios que tenía el PRI, pero sin el freno que representaba el jefe máximo. Para la mayoría de sus militantes es una agencia de colocaciones y un trampolín de ascenso político, como lo fue el tricolor, pero con un agravante: a diferencia del PRI, en donde el presidente en turno se convertía en tlatoani, López Obrador ha preferido mantenerse al margen. Esto, que es un gesto democrático que se agradece, se convierte por desgracia en un vacío favorecedor del caos que estamos viendo. La tradición dictaba que el Presidente definía al líder del partido en el poder y fungía como árbitro último y definitivo de todas las disputas, ahora no es el caso. El exceso de ambiciones, el contraste de los grupos y la enorme ambigüedad han convertido la disputa en una rebatinga en la que muchas cosas huelen mal.
Ahora bien, lo que está en disputa no es algo menor. La presidencia del partido otorga una influencia que puede ser decisiva en la definición de candidaturas en las elecciones próximas y por lo mismo constituye una fuente de poder importante para la facción que la obtenga. Sin embargo, para nadie es un secreto que esta es la primera escaramuza de la madre de todas las batallas: la sucesión presidencial. Porfirio Muñoz Ledo y Mario Delgado, los dos finalistas para dirigir al partido, responden a proyectos políticos distintos en todos los sentidos, pero sobretodo para efectos de definir al sucesor de AMLO. Delgado forma parte del equipo de Marcelo Ebrard, un político moderado y experimentado, serio aspirante a la Presidencia del país; por su parte, Muñoz Ledo solo se representa a sí mismo, pero ha sido un furibundo enemigo de Ebrard, lo cual lo convierte en aliado tácito de los rivales del Canciller y de los grupos más radicales entre los que se encuentra Claudia Sheinbaum, a quien muchos consideran la preferida del Presidente. Pero las crecientes críticas de Muñoz Ledo al propio López Obrador pondrán a prueba el talante presidencial; una cosa es que no quiera dar manotazos a su partido, otra distinta que esté dispuesto a que se convierta en fuente de ataques a su persona y a su proyecto. Esta historia apenas comienza y, esa sí, no se parece nada a la priista. Veremos.