Javier Sicilia
Hacia las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, Iván Illich acuñó un término para designar lo que sucede cuando, pasados ciertos umbrales, los fines para los que las instituciones del Estado fueron creadas se vuelven su contrario. Para mostrarlo, eligió tres instituciones fundamentales de nuestra modernidad: la escuela –La sociedad desescolarizada-, el transporte –Energía y equidad– y la medicina –Némesis médica–.
Cincuenta años después, sus análisis resultaron reales: la escuela ya no alcanza para todos y tal vez enseña ya muy poco; los transportes tienen no sólo colapsadas las ciudades, sino destruido el medio ambiente, y la medicina, que tampoco alcanza para todos, se ha vuelto en muchos sentidos iatrogénica, es decir, hace daño a la salud. Mostraron también que el Estado entero y sus instituciones de servicio tal y como Occidente las concibió con la Iglesia y, luego, con el Estado laico –una copia degradada de la estructura clerical–, se volvieron contraproductivas y colapsaron: el Estado ya no nos proporciona ni seguridad ni justicia, y todos, en mayor o menor grado, disputamos los supuestos beneficios de sus instituciones de servicio. De allí la corrupción y la violencia que el gobierno de la Cuarta Transformación busca combatir, más con buenas intenciones que con acciones contundentes.
Quizá el rostro más brutal de esta cotraproductividad sean las redes del crimen organizado, que se han apoderado del Estado y de las Fuerzas Armadas, que desde hace 13 años los gobiernos utilizan para combatir el crimen.
Las redes criminales no son instituciones del Estado, pero, como lo ha mostrado el combate al huachicol, son impensables sin él. Usan al Estado para robar, amenazar, extorsionar, corromper, secuestrar, matar. Las Fuerzas Armadas, que sí pertenecen al Estado, se han vuelto también contraproductivas como el Estado mismo. Creadas para defender la seguridad de la nación, han sido reducidas a labores policiacas y con ello le han dado rango de ejército enemigo a los criminales.
Un hecho inédito en la vida de las naciones. Ambos –criminales y Fuerzas Armadas– son contraproductivos en el sentido de que, al haber instalado en toda la nación una guerra, malversan los fines del Estado, sembrando, mediante la compra de armas cada vez más sofisticadas y la deshumanización de sus miembros y de la vida civil, el miedo, el terror, la muerte y la desconfianza.
Todavía hasta antes de la Primera Guerra Mundial, muchas guerras sucedían fuera de las ciudades con el fin de preservar la paz popular hecha de cultivos de subsistencia que proveían a los mismos ejércitos de víveres. Era un remanente de lo que en el siglo XII significaba paz, no la ausencia de guerra entre los señores, sino la preservación de la subsistencia.
La paz que la Iglesia y el emperador buscaban garantizar en medio de ella se dirigía a preservar a los pobres y sus medios de vida de la violencia. “Protegía –escribe Illich– al campesino y al monje [que también trabajaba en la producción agrícola]. Por sanguinario que fuese el conflicto, la paz preservaba la cosecha futura y el ganado. Salvaguardaba la reserva de granos, el tiempo de la cosecha” y los valores de uso común.
Desde hace dos sexenios y lo que va de este, la guerra que vivimos y parece interminable se mezcla con la vida de la ciudad y de los pueblos con el fin no de proteger ninguna subsistencia, sino de controlar los territorios, los cuerpos y los bienes vueltos mercancías de consumo que sólo pueden obtenerse al precio de guerras. Destruidos los medios de subsistencia, saturada la producción de cualquier tipo de bienes –desde los necesarios hasta los más superfluos–, y transformados por quienes los controlan en escasos, lo único que queda es la contraproductividad que va de la mano de la violencia.
En el fondo ya no hay nada que producir. Lo que hay es la necesidad de hacerse del dinero o del poder necesario para consumirlos y repartirlos discrecionalmente, aunque existen pueblos en todo el país que aún protegen la subsistencia –el ejemplo más visible son los zapatistas– y se oponen tanto a la penetración del crimen organizado como a la de las Fuerzas Armadas y a la idea del desarrollo que redunda en la contraproductividad.
Las ciudades y los citadinos ya no lo comprenden. Podrían, sin embargo, comprender lo que se ha dado en llamar “Decrecimiento”, sobre el cual hubo un gran foro en la Ciudad de México a finales del año pasado. El decrecimiento propone una disminución del consumo y una producción controlada y racional, que permita una nueva forma de la producción basada en la amistad, la solidaridad, el cuidado del medio ambiente.
El decrecimiento, en muchos aspectos, está en consonancia con la austeridad republicana de la Cuarta Transformación. Pero para ello es necesario poner un coto a la mercantilización de todo, a la reducción de la inmensa propaganda consumista que se despliega a lo largo y ancho de los sistemas de comunicación, a la protección de los pueblos que aún viven de la subsistencia y a la limitación de ese mal endémico que se llama Desarrollo.
Quienes hablan de la 4T deberían visitar las teorías sobre el decrecimiento y aplicarlas. De lo contrario, la austeridad que pregonan, lo único que mantendrá, bajo el parloteo de la demagogia, es la misma contraproductividad de los anteriores gobiernos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.