Jorge Javier Romero Vadillo
La consulta pública del 1 de agosto tiene la marca típica de López Obrador: un instrumento de democracia participativa o directa con posibilidades virtuosas nace contrahecho, con una fuerte carga demagógica y sin utilidad práctica alguna. La historia de cómo llegamos a este despropósito es bien conocida y no vale la pena ni repasarla. Ni siquiera tiene sentido reproducir el galimatías de la pregunta a responder por la ciudadanía con un sí o un no dentro de tres semanas, un sinsentido que ofende por su estupidez, producto de los malabares de la Suprema Corte para no enfrentarse de lleno con el capricho presidencial de consultar si podía o no aplicar la ley (o si podía abusar de ella para juzgar expresidentes por mandato popular, sin tener que ajustarse a los procedimientos legales de acopio de pruebas y presunción de inocencia).
Los mecanismos de democracia directa, como el referéndum o la consulta popular son controversiales. Pueden ser muy útiles para ampliar la participación ciudadana en las decisiones relevantes para una sociedad y también para ampliar la legitimidad de los ordenamientos jurídicos. En Chile, por ejemplo, la convocatoria a la Asamblea Constituyente que se acaba de instalar fue resultado de un referéndum y la Constitución que se apruebe será también sometida a la ratificación directa de los ciudadanos. Las consultas populares son habituales en los Estados Unidos en el ámbito local y han servido para ampliar derechos, como en el caso de la regulación de la mariguana, pero también para cuestionarlos, como ha ocurrido con las restricciones al aborto en algunos estados o en el sostenimiento de la pena de muerte.
El carácter dicotómico de este tipo de mecanismos –las respuestas suelen reducirse a sí o no– las hace propicias para la polarización y no son pocos los casos en los que los gobernantes autoritarios y los dictadores echan mano de ellas como subterfugio para justificar sus decisiones o para pretender una legitimidad de la que de origen carecen. Pinochet, Fidel Castro o Franco usaron referéndums para ratificar sus decisiones legislativas. Solo en Chile, en 1988, el dictador perdió la consulta, pero lo más frecuente es que los resultados muestren una unanimidad ficticia alrededor de la voluntad del gobernante.
López Obrador ha sido especialmente afecto a las simulaciones de democracia directa. Una y otra vez ha organizados consultas en las que por razones obvias sólo participan sus seguidores y sus propuestas ganan por abrumadora mayoría. Así ocurrió con la última consulta no constitucional, la que sirvió para justificar su despropósito de cancelar el aeropuerto de Texcoco, hecha sin ninguna garantía legal y en la que participó un número ínfimo de ciudadanos, con un claro sesgo partidario. La afición plebiscitaria de López Obrador es parte de su histrionismo: nunca consulta temas que sabe que podría perder ni convoca a los desafectos.
La introducción de figuras de democracia directa en la Constitución mexicana fue producto de la demanda de grupos de la sociedad civil bien intencionados, a la búsqueda de una mayor participación ciudadana en la cosa pública. Personalmente, siempre he sido escéptico respecto al carácter puramente virtuoso de la participación directa, precisamente por la posibilidad de su uso demagógico. Me he inclinado más por fortalecer primero la representación, por mejoras sustanciales al sistema de partidos, por la ampliación de la representación proporcional y por el avance de formas parlamentarias frente al presidencialismo personalista. Con todo, lamento que el primer ejercicio constitucional de consulta confirme mis temores.
La consulta del 1 de agosto está emponzoñada, no sólo por lo absurdo de la pregunta ni por su inutilidad jurídica, sino por el uso malintencionado contra la autoridad electoral que se advierte en los reclamos del inefable presidente de Morena contra el Instituto Nacional Electoral por su supuesta desidia para promover la participación y difundir la pregunta. El encono alimentado por López Obrador contra el INE puede convertir al instituto en el chivo expiatorio del muy probable fracaso del engendro.
El INE está organizando la consulta sin dinero, pues la Secretaría de Hacienda le negó los recursos necesarios para ello y la Suprema Corte de Justicia desestimó la controversia constitucional planteada por el organismo autónomo. La cantaleta sin sustento de que se trata de un cuerpo oneroso, caracterizado por el despilfarro, sirvió de pretexto para obligar al instituto a proceder de manera minimalista: solo se instalarán 50 mil mesas receptoras, menos de la tercera parte de las mas de 163 mil casillas electorales en la que votamos en las elecciones de junio; las papeletas de votación no se imprimirán en papel seguridad y se echará mano de los materiales usados el mes pasado. Los funcionarios de las mesas receptoras serán voluntarios surgidos entre quienes fungieron en las casillas hace unas semanas.
No me cabe duda de que el INE hará muy bien su tarea con recursos mínimos, pues se trata de un cuerpo profesional bien capacitado. Sin embargo, es muy probable que la participación no llegue al 40 por ciento requerido por la Constitución para que la consulta sea válida. Entonces veremos una andanada de descalificaciones contra los organizadores, no contra la tontería de la pregunta. A la voz de su amo, los corifeos del Gobierno y de Morena usarán el pretexto de la baja participación para arremeter contra el INE y clamar por su desaparición.
Por la salud del INE sería bueno que la participación fuera abundante, pero es tal la insensatez de la pregunta que yo no pienso votar y apuesto porque la gran mayoría de los ciudadanos desaire la consulta sin pies ni cabeza. Incluso la visión optimista de convertirla en un clamor por el establecimiento de un mecanismo de justicia transicional para hacer cuentas con el antiguo régimen me parece arriesgada en manos de este Gobierno faccioso y de este Presidente taimado, que propició la consulta, pero dice que votará no. Conmigo no cuenten para avalar la farsa.