Jorge Zepeda Patterson
No resulta fácil para un simpatizante de la izquierda, sea que profese una versión radical o una versión socialdemócrata, coincidir con la decisión del Presidente Andrés Manuel López Obrador de entregar porciones importantes de la vida pública al Ejército. El anuncio de que se creará una empresa operada por los militares para administrar y recibir los ingresos que aporten el Tren Maya, el proyecto del corredor Interoceánico, el Puerto de Coatzacoalcos, el aeropuerto Felipe Ángeles de la Ciudad de México, y los aeropuertos por construirse en Chetumal, Tulum y Palenque confirman el deseo del mandatario de consolidar el poder de los soldados frente al resto del Gobierno y el conjunto de la sociedad. Se trata justamente de los proyectos más ambiciosos del Gobierno; al convertir a las Fuerzas Armadas en el beneficiario directo de estas cuantiosas inversiones, habría que asumir que al final del sexenio sería el estamento más favorecido por la llamada Cuarta Transformación. Y, por otro lado, tampoco podemos olvidar el proyecto de ley enviado por el Ejecutivo a las Cámaras para poner a la Guardia Nacional bajo control de las Fuerzas Armadas. La formación de esta fuerza había sido aprobada a condición de que fuera un organismo civil, sujeto a códigos civiles; ahora se intentaría convertirla en una dependencia de los militares. ¿Cómo no preocuparse de esta pinza que otorga a los soldados una capacidad económica autónoma y control de una porción de la administración pública, por un lado, y un poder policiaco y político frente a los ciudadanos, por otro?
Esta decisión se nutre de la idea de que el Ejército es la institución más confiable y disciplinada del Estado mexicano; algo en lo que quizá coincidimos todos. Pero al ser el actor al que la sociedad entrega los recursos para el ejercicio de la fuerza, es también el que menos implicado tendría que estar en las tareas relacionadas con el ejercicio de la autoridad, la economía o el derecho.
“Si estos bienes se lo dejamos a Fonatur o a la Secretaría de Comunicaciones no aguantan ni la primera embestida. Acuérdense lo que hicieron con Fonatur, que vendían terrenos a siete pesos el metro cuadrado en zona turística”, dijo el Presidente el jueves pasado. Sin duda es cierto, pero López Obrador también tendría que acordarse de que se trata del mismo ejército que actuó a voluntad de Felipe Calderón o de Gustavo Díaz Ordaz y el mismo que desapareció a luchadores sociales a lo largo de años en la llamada “Guerra Sucia”.
Y por lo demás, el Presidente tendría que percibir lo desconcertante que resulta para su propio Gobierno asumir que los administradores públicos, que él ha traído, no son de confianza, mientras que los soldados que pertenecen al régimen anterior sí lo son. Su propia frase “no aguantan ni la primera embestida”, refiriéndose a los funcionarios actuales y futuros, echa por tierra el pañuelito blanco que suele agitar en lo alto para festejar el fin de la corrupción.
Incluso aceptando que el Ejército es más confiable como administrador que el propio gabinete o los cuadros obradoristas, entregar parcelas completas de la administración pública a los militares, equivale a renunciar al mandato de construir un servicio público decente y profesional al que estaría obligado un movimiento que ha prometido el cambio.
Los errores y autoritarismos de los presidentes priistas son evidentes, pero habría que concederles el mérito histórico de mantener al Ejército acotado frente al poder civil. Después de la Revolución Mexicana tomó casi medio siglo sacar a los generales del poder político y el siguiente medio siglo para consolidar esta tradición. En buena medida gracias a ello, México se ahorró las tragedias golpistas que vivieron prácticamente todos los demás países de América Latina. En buena lógica el Ejército fue asumido como un recurso de “úsese en caso de incendio”; literalmente, porque durante décadas se ganaron el respeto de la sociedad en situaciones de emergencia y poco más.
Por todo lo anterior resulta incomprensible la disposición de López Obrador para convertir a las Fuerzas Armadas en un poderoso protagonista de la vida civil. La construcción de un orden democrático lo desaconseja, la historia mundial y nacional de las luchas de izquierda o populares lo repele, el sentido común lo rechaza.
Los riesgos de este “empoderamiento” castrense están a la vista. En el mejor de los casos, le otorga al Presidente que esté en funciones, en su calidad de Comandante Supremo, un poder con autonomía favorable a tentaciones autoritarias o represivas. En ese sentido, AMLO podría estarle poniendo la cama a un mandatario que en el futuro lo utilice sin límites ni cortapisas en contra de la sociedad. O peor aun, ofreciendo a los generales razones y recursos para decidir actuar al margen del poder civil. Si ellos mismos terminan sintiéndose mejores administradores que los funcionarios, argumento del Presidente, ¿cuánto tiempo pasará antes de que comiencen a ofrecerse para corregir o resolver lo que a su juicio hacen mal los civiles?
López Obrador se ha referido a sí mismo como un demócrata, como un luchador de izquierda, como un humanista y como un hombre amante del amor y la paz. Difícil entender como encaja el fortalecimiento de los generales en esa ecuación.
En la Antigua Roma el Senado solía alejar de la ciudad a los mandos con tropa para evitar tentaciones; las grandes legiones tenían prohibido cruzar el río Rubicón, que se encontraba a cientos de kilómetros de la metrópoli. Todo con el propósito de no poner a la ciudad de Roma a merced de un general. Justamente el fin de la república sobrevino cuando Julio César decidió cruzar el río con sus legiones desoyendo el mandato. López Obrador entrega las obras más importantes de su Gobierno al Ejército con el propósito de que nunca se privaticen y pertenezcan al Estado de manera irreversible. Pero no las está entregando a la Nación solamente, sino al ejército en particular. Y ese empoderamiento también podría ser irreversible. ¿Quién va a ser el valiente que los vuelva a meter en sus cuarteles o los haga cruzar de regreso el Rubicón?